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Compendio de Teología
Compendio de Teología
I. LA FE
CAPÍTULO 113: En las sustancias espirituales creadas puede haber deficiencia de la acción voluntaria
CAPÍTULO 127: Los cuerpos superiores ordenan los cuerpos inferiores, pero no al entendimiento humano
I. LA FE
CAPÍTULO 1
Intención de la obra
La Palabra del eterno Padre comprende en
su inmensidad todas las cosas y tuvo a bien disminuirse y asumir
nuestra pequeñez, sin despojarse de la majestad, para elevar hasta la
cumbre de la gloria divina al hombre degradado por los pecados. Con el
fin de que todos pudieran comprender con facilidad esta doctrina que
comunica la salvación a los hombres, y que la Palabra celeste ya había
entregado amplia y minuciosamente repartida en los diversos volúmenes de
la sagrada Escritura para utilidad de los estudiosos, para quienes
carecen de tiempo la compendió en un breve resumen.
La salvación del hombre consiste en el
conocimiento de la verdad, para que los errores no oscurezcan su
entendimiento; en la inclinación al fin debido, para que no pierda la
verdadera felicidad por perseguir fines inadecuados, y en el
cumplimiento de la justicia, para que los vicios no lo contaminen. Con
el fin de facilitar el conocimiento de la verdad, necesario para la
salvación humana, la Palabra lo condensó en unos pocos artículos de fe
breves. Por eso dice el Apóstol a los romanos (Rom 9,28): El Señor realizará su palabra abreviada sobre la tierra, y añade (Rom 13,10): Ésta es la palabra de fe que predicamos. También
rectificó la intención humana con una oración breve, en la que mostró
hacia dónde deben tender nuestra intención y nuestra esperanza, a la vez
que nos enseñaba a orar. Y perfeccionó la justicia humana, que consiste
en la observancia de la ley, con el único precepto de la caridad (Rom
13,10): La plenitud de la ley es el amor. Por eso el Apóstol
nos enseñó que toda la perfección de la vida presente consiste en la fe,
la esperanza y la caridad, cuando dijo a los corintios (1 Cor 13,12): Ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad. De ahí concluye san Agustín que con estas tres damos culto a Dios.
Por tanto, querido hijo Reginaldo, para
entregarte la doctrina de la religión cristiana en una síntesis que
puedas tener siempre ante los ojos, mi propósito en la presente obra se
limita a tratar de estas tres virtudes. Trataremos, pues, primero de la
fe, después de la esperanza y, en tercer lugar, de la caridad,
ajustándonos al orden del Apóstol y a las exigencias de la recta razón,
pues no puede haber amor recto si no establecemos primero el fin debido
de la esperanza, y esto tampoco podemos conseguirlo si falta el
conocimiento de la verdad. En suma, es necesaria en primer lugar la fe,
para que conozcas la verdad; después, la esperanza, que ponga tu
intención en el fin debido; en tercer lugar necesitas la caridad, que
ordene debidamente tu afecto.
CAPÍTULO 2
Orden de la exposición sobre la fe
La fe es un anticipo del conocimiento que nos hará bienaventurados en el futuro, y por eso dice el Apóstol (Heb 11,1) que es la seguridad de lo que se espera,
es decir, lo que hace que sea ya realidad en nosotros, como en su
comienzo, lo que hemos de esperar, la bienaventuranza futura. El Señor
enseñó que ese conocimiento beatificante consiste en conocer dos cosas,
la divinidad de la Trinidad y la humanidad de Cristo; por eso,
dirigiéndose al Padre (Jn 17,3) dijo: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, Dios verdadero,
etc. Por consiguiente, todo el conocimiento de la fe se refiere a estas
dos cosas: a la divinidad de la Trinidad y a la humanidad de Cristo. Y
no es extraño, porque la humanidad de Cristo es la senda que nos lleva a
la divinidad. Es necesario, pues, que mientras andamos por esta vía,
conozcamos el camino que conduce al fin. Además, en la patria, no le
darían a Dios gracias adecuadamente quienes no hubieran conocido la vía
por la que han sido salvados. Por eso el Señor dijo (Jn 14,4) a sus
discípulos: Sabéis a dónde voy, y conocéis el camino.
Acerca de la divinidad hay que conocer
tres cosas: la unidad de la esencia, la trinidad de las personas y los
efectos de la divinidad.
CAPÍTULO 3
Dios existe
Acerca de la unidad de la esencia divina
lo primero que debemos afirmar es que Dios existe. Esto lo advierte con
claridad la razón, pues vemos que todas las cosas que se mueven son
movidas por otras. En efecto, las inferiores son movidas por las
superiores; por ejemplo, los elementos son movidos por los cuerpos
celestes y, entre los elementos, el más fuerte mueve al más débil;
incluso en los cuerpos celestes, el superior influye en el inferior. Es
imposible que esto proceda al infinito, pues dado que todo lo que es
movido por otra cosa es un instrumento de lo primero que mueve, si no
hubiera un primer motor, los instrumentos serían los que mueven. Si
procedemos hasta el infinito en las cosas que mueven y en las movidas,
es necesario que no haya primer motor, y por tanto todas las infinitas
cosas motoras y movidas serían instrumentos. Pero incluso a los
ignorantes les parece ridículo que los instrumentos sean movidos sin un
agente principal, pues sería algo parecido a afirmar que una sierra y un
hacha construyen un arca sin carpintero que las maneje. Luego es
necesario que haya un primer motor que sea el supremo de todos, y a éste
lo llamamos Dios.
CAPÍTULO 4
Dios es inmóvil
De lo dicho se desprende que es
necesario que Dios sea inmóvil del todo, pues al ser el primer motor, si
fuera movido, sería necesario que lo fuera por sí mismo o por otro. Por
otro ciertamente no puede ser movido, pues sería necesario que este
otro fuera anterior a Dios, y esto contradice la noción misma de primer
motor. Que sea movido por sí mismo puede ocurrir de dos modos: siendo
motor y movido según el mismo aspecto o siendo motor según algo suyo y
movido según otra cosa suya.
El primero es claro que no puede
ocurrir, pues todo lo que es movido en cuanto tal está en potencia y lo
que mueve está en acto, por tanto si fuera motor y movido según el mismo
aspecto, sería necesario que según el mismo aspecto estuviera en
potencia y en acto; y esto es imposible.
El segundo modo tampoco es posible, pues
si hubiera una cosa motora y otra movida, sólo sería de suyo el primer
motor en cuanto a la parte motora. Pero lo que es de suyo, es anterior a
lo que es en cuanto a algo; luego no podría ser primer motor, si esto
le perteneciera sólo en cuanto a una parte. Por consiguiente, es
necesario que lo primero que mueve sea completamente inmóvil.
Esto mismo podemos también concluir si
partimos de las cosas que mueven y son movidas, pues parece que todo
movimiento procede de algo inmóvil, de lo que no se mueve según esa
especie de movimiento; por ejemplo, vemos que las alteraciones, las
generaciones y las corrupciones que ocurren en este mundo inferior, se
reducen como a su primer motor a un cuerpo celeste, que según esta
especie de movimiento no se mueve en absoluto porque es ingenerable,
incorruptible e inalterable. Por tanto, lo que es el primer principio de
todo movimiento, necesariamente es inmóvil.
CAPÍTULO 5
Dios es eterno
De lo anterior se desprende además que
Dios es eterno, pues todo lo que comienza a ser y deja de ser, lo hace
mediante un movimiento o una mutación. Pero hemos demostrado que Dios es
completamente inmóvil, luego es eterno.
CAPÍTULO 6
Es necesario que Dios exista por sí mismo
Y con esto se demuestra que es necesario
que Dios exista, pues todo lo que es posible que exista y que no
exista, es mutable; pero Dios es completamente inmutable, como hemos
demostrado (c.4);
luego no es posible que no exista, necesariamente existe, pues que sea
necesario existir y que no sea posible no existir significa lo mismo;
luego es necesario que Dios exista.
Todo lo que es posible que exista y que
no exista, necesita de otra cosa que lo haga existir, pues ello de suyo
está abierto a las dos posibilidades. Lo que hace a algo existir, es
anterior a ello; luego hay algo anterior a lo que puede existir y no
existir. Pero no hay nada anterior a Dios, luego no es posible que Dios
exista y que no exista, existe necesariamente.
Hay cosas necesarias que tienen una
causa de su necesidad, que necesariamente es anterior a ellas, pero
Dios, por ser lo primero de todo, no tiene causa de su necesidad; por
eso es necesario que Dios exista por sí mismo.
CAPÍTULO 7
Dios existe siempre
Lo dicho deja claro que Dios existe
siempre. Todo lo que existe necesariamente, existe siempre, porque lo
que no es posible que no exista, es imposible que no exista y, por eso,
nunca no existe. Pero es necesario que Dios exista, como acabamos de
ver, luego Dios existe siempre.
Las cosas comienzan a existir o dejan de
existir sólo mediante un movimiento o una mutación; pero Dios es
completamente inmutable, como hemos demostrado (c.4), luego es imposible que haya comenzado a existir o que deje de existir.
Por otra parte, todo lo que no existió
siempre, si comienza a existir, necesita de algo que sea causa de su
existir, pues nada se pasa a sí mismo de la potencia al acto, o de no
existir a existir. Pero Dios no puede tener causa de su existir, pues es
el primer ente, y la causa es anterior a su efecto. Luego es necesario
que Dios haya existido siempre.
Lo que es propio de una cosa, y no por
una causa externa, le es propio por sí misma. Pero el existir es propio
de Dios, y no por una causa externa, porque esa causa tendría que ser
anterior a él, luego Dios tiene el ser por sí mismo. Mas las cosas que
son por sí mismas existen siempre y necesariamente, luego Dios existe
siempre.
CAPÍTULO 8
En Dios no hay sucesión temporal
Por lo dicho también es manifiesto que
en Dios no hay sucesión alguna, sino que todo su ser entero es
simultáneo. Sólo se da sucesión en las cosas que están sometidas de
algún modo al movimiento, pues la anterioridad y la posterioridad en el
movimiento causan sucesión temporal. Pues bien, Dios no está en modo
alguno sometido al movimiento, como hemos demostrado (c.4), luego en él no hay ninguna sucesión, sino que todo su ser es simultáneo.
Si el ser de algo no se da todo entero a
la vez, le es necesario que pueda perder algo o ganarlo: perder lo que
desaparece y ganar lo que se espera en el futuro. Pero Dios no aumenta
ni disminuye, porque es inmóvil, luego su ser es íntegro y simultáneo.
De ambos argumentos se desprende que
propiamente es eterno, porque propiamente eterno es lo que existe
siempre y todo su ser existe simultáneamente, de acuerdo con la
expresión de Boecio: Eternidad es la posesión completa, simultánea y perfecta de una vida interminable.
CAPÍTULO 9
Dios es simple
También se desprende de lo dicho que el
primer motor es simple, pues en toda composición es necesario que haya
dos cosas que se relacionen entre sí como potencia y acto; en el primer
motor, si es completamente inmóvil, es imposible que haya potencia con
el acto, pues todo lo que está en potencia es móvil; luego es imposible
que el primer motor sea compuesto.
Es necesario que haya algo anterior a
cualquier ente compuesto, pues los componentes son por naturaleza
anteriores al compuesto; luego el que es el primero de todos los entes,
es imposible que sea compuesto.
Vemos también, en el orden de los entes,
que los elementos son superiores a los cuerpos compuestos, pues los
elementos son por naturaleza anteriores a los cuerpos mixtos. Entre los
elementos, el primero es el fuego, que es el más sutil. Anterior a todos
los elementos es el cuerpo celeste, pues ha sido constituido con más
simplicidad por carecer de contrariedad. Resulta, por tanto, que es
necesario que el primer ente de todos sea completamente simple.
CAPÍTULO 10
Dios es su propia esencia
Se sigue también que Dios es su misma
esencia, pues la esencia de cada cosa es lo que significa su definición.
Sólo accidentalmente lo significado no coincide con la cosa definida,
cuando ésta tiene un accidente distinto de su definición propia; por
ejemplo, cuando es accidente de un hombre la blancura, algo que no está
en ser animal racional y mortal; «animal racional y mortal» es lo mismo
que hombre, pero no es lo mismo que «hombre blanco» en cuanto a la
blancura. Luego, en todo lo que no encontramos dos cosas, una que sea de
por sí y la otra por accidente, es necesario que su esencia se
identifique completamente con ello. En Dios, por ser simple como hemos
visto (c.9),
no encontramos dos cosas, una que sea de por sí y la otra por
accidente; luego es necesario que su esencia coincida plenamente con él
mismo.
En las cosas cuya esencia no se
identifica del todo con la cosa de la que es esencia, encontramos algo
de potencia y algo de acto, pues la esencia se comporta como forma con
la cosa de la que es esencia, igual que humanidad con hombre. Pero en
Dios no encontramos potencia y acto, sino que es acto puro; luego él es
su misma esencia.
CAPÍTULO 11
La esencia de Dios es su propio existir
Es necesario además que la esencia de
Dios no sea distinta de su existir. En todos los demás entes, una cosa
es su esencia y otra su existencia, porque es necesario que tal ente
exista y que sea algo, pues por su existir decimos de las cosas que
existen; por su esencia, en cambio, decimos qué son. Por eso, la
definición que expresa la esencia índica qué es la cosa. Pero en Dios no
hay una cosa por la que existe y otra por la que es algo, pues no hay
en él composición, como hemos mostrado (c.9); luego en él su esencia no se distingue de su existencia.
Hemos demostrado también (c.9)
que Dios es acto puro sin mezcla de potencialidad, luego es necesario
que su esencia sea el acto último, pues todo acto que está más próximo
que el último, está en potencia para el acto último. El acto último es
existir. Dado, pues, que todo movimiento es el paso de la potencia al
acto, es necesario que el existir sea el acto último al que tiende todo
movimiento, y dado que el movimiento natural tiende a lo que se desea
por naturaleza, es necesario que el existir sea el acto último que todas
las cosas desean. Luego es necesario que la esencia divina, que es acto
puro y último, sea existir.
CAPÍTULO 12
Dios no está en ningún género
De esto se desprende que Dios no está
como especie en ningún género, pues lo que constituye la especie es la
diferencia que se añade al género, luego la esencia de cada especie
tiene algo añadido al género; pero el ser que es la esencia de Dios no
tiene en sí nada que le sea añadido, luego Dios no es especie de ningún
género.
Como, también, el género tiene
posibilidad de contener diferencias, en todo ente compuesto de género y
diferencias hay acto mezclado con potencia. Hemos mostrado (c.9)
que en Dios el acto es puro, sin mezcla de potencia; luego su esencia
no está constituida de género y diferencias y, por tanto, no está en un
género.
CAPÍTULO 13
Dios no es género
Además tenemos que demostrar que ni
siquiera es posible que Dios sea género, pues el género proporciona qué
es una cosa, no que la cosa sea, pues ésta se constituye en su propio
ser mediante las diferencias específicas. Pero el ser de Dios es su
esencia, luego es imposible que sea género.
El género, además, se divide mediante
diferencias, pero no es propio del ser recibir diferencias, pues éstas
sólo son partes del género accidentalmente, por cuanto las especies
constituidas con las diferencias son partes del género. Mas no puede
haber una diferencia que no sea parte del ser, pues lo que no es, no es
diferencia de nada; luego es imposible que Dios sea género que se
predique de muchas especies.
CAPÍTULO 14
Dios no es especie que se predique de muchos
Tampoco es posible que sea como una
especie que se predica de muchos individuos, pues los diversos
individuos que coinciden en la única esencia de la especie se distinguen
por cosas que están al margen de la especie, así los hombres coinciden
en la humanidad, pero se distinguen entre sí por algo que está fuera de
la esencia de humanidad. Pero esto no puede ocurrir en Dios, pues Dios
es su misma esencia, como hemos mostrado (c.10); luego es imposible que Dios sea una especie que se predique de muchos individuos.
Los distintos individuos contenidos en
una especie difieren en cuanto al existir, sólo coinciden en la esencia
única de la especie. Luego, cuando haya varios individuos en una
especie, necesariamente hay que distinguir en ellos la existencia y la
esencia de la especie. En Dios, en cambio, la esencia y la existencia se
identifican, como hemos demostrado (c.11), por tanto es imposible que Dios sea como una especie que se predica de muchos.
CAPÍTULO 15
Es necesario que Dios sea uno
De eso también se desprende que es
necesario que Dios sea solamente uno. Si hubiera muchos dioses, los
llamaríamos dioses unívoca o equívocamente. Si equívocamente, no viene a
cuento, pues no hay inconveniente en que a lo que nosotros llamamos
piedra, otros lo llamen dios. Si los llamamos dioses unívocamente, es
necesario que coincidan en género o en especie; pero hemos demostrado (c.13-14) que Dios no puede ser género ni especie que contenga varios individuos, luego es imposible que haya muchos dioses.
Por otra parte, es imposible que sea
común a muchos lo que individualiza a la esencia común; por eso, aunque
pueda haber muchos hombres, es imposible que cada uno de ellos no sea
único. En consecuencia, si una esencia se individualizara por sí misma y
no por algo distinto a ella, sería imposible que fuera común a muchos;
pero la esencia divina se individualiza a sí misma, porque en Dios no
hay distinción entre la esencia y la existencia, ya que hemos demostrado
que Dios es su esencia (c.10); luego es imposible que Dios no sea uno único.
Y asimismo, una forma puede dividirse de
dos modos: 1) Mediante diferencias, como hace la forma genérica; por
ejemplo, el color en las diversas especies de color. 2) Por sujetos,
como la blancura. Por consiguiente, toda forma que no puede
diversificarse mediante diferencias y no es forma accidental, es
imposible que se divida; igual que la blancura, que sería únicamente una
si no subsistiera en sustancias. La esencia divina es su misma
existencia, y no es propio de ella recibir diferencias, como hemos visto
(c.13);
por consiguiente, al ser la existencia divina como una forma que
subsiste por sí, puesto que Dios es su misma existencia, es imposible
que la esencia divina no sea una única. Luego es imposible que haya
muchos dioses.
CAPÍTULO 16
Es imposible que Dios sea cuerpo
Queda claro además que es imposible que
Dios sea cuerpo, porque en todo cuerpo encontramos alguna composición,
pues todo cuerpo tiene partes; luego quien es totalmente simple, no
puede ser cuerpo.
Por otra parte, encontramos que un
cuerpo sólo mueve porque él mismo es movido, como se puede inducir de
todos los casos; si, por consiguiente, lo primero que mueve es
absolutamente inmóvil, es imposible que sea cuerpo.
CAPÍTULO 17
Es imposible que Dios sea forma de un cuerpo
Tampoco es posible que sea forma de un
cuerpo o virtud de un cuerpo. Dado que el cuerpo es móvil, es necesario
que las cosas que están en él se muevan, al menos accidentalmente,
cuando se mueve el cuerpo. Pero lo primero que mueve no puede moverse
por sí ni por accidente, pues es necesario que sea del todo inmóvil,
como hemos visto (c.4), luego es imposible que sea forma o virtud en un cuerpo.
Es necesario que lo que mueve tenga
poder sobre la cosa que es movida, para lograr moverla, porque vemos que
el movimiento es tanto más veloz cuanto más supera la virtud del motor a
la virtud del móvil. Por tanto, es necesario que la primera de todas
las cosas motoras tenga un dominio máximo sobre las cosas movidas. Pero
esto no podría ocurrir si estuviera ligada de algún modo a lo móvil, lo
que ocurriría si fuera su forma o su virtud. Por consiguiente es
necesario que el primer motor no sea cuerpo, ni virtud, ni forma de un
cuerpo. Por eso mismo afirmó Anaxágoras que el entendimiento no estaba
mezclado, para que pudiera gobernar y mover todas las cosas.
CAPÍTULO 18
Dios es infinito por esencia
También podemos considerar que es
infinito. No ciertamente en sentido privativo, como afecta la infinitud a
la cantidad, pues así se llama infinito a lo que por naturaleza tiene
fin en razón de su género, pero de hecho no lo alcanza. Dios es infinito
en sentido negativo, como llamamos infinito a lo que de ningún modo
tiene límite. En efecto, encontramos que un acto sólo está limitado por
la potencia que lo recibe, pues vemos que las formas están limitadas por
la potencia de la materia. Si, por consiguiente, el primer motor es
acto sin mezcla de potencia, porque no es forma ni virtud de un cuerpo,
necesariamente es infinito.
Esto lo demuestra también el orden mismo que observamos en las cosas,
donde vemos que cuanto más elevados son unos entes, mayores son en su
modo. En efecto, hallamos que, entre los elementos, los que son
superiores, son mayores en cantidad y en simplicidad. Lo demuestra su
modo de generación: el fuego nace del aire proporcionalmente aumentado;
el aire, del agua; el agua, de la tierra. Y claramente se aprecia que el
cuerpo celeste supera toda la cantidad de los elementos. Por
consiguiente, el que es primero entre todos los entes, y no puede haber
nada anterior a él, es necesario que sea de cantidad infinita en su
modo.
No debe extrañar que afirmemos que es
infinito, y que supera con su inmensidad la cantidad toda de los
cuerpos, quien es simple y carece de cantidad corpórea; porque nuestro
entendimiento, que es incorpóreo y simple, supera la cantidad de todos
los cuerpos con la fuerza de su pensamiento, y abarca todas las cosas.
Quien es el primero de todo, por tanto, supera con su inmensidad el
universo entero, abarcando todas las cosas.
CAPÍTULO 19
Dios es de virtud infinita
Por eso mismo vemos que Dios es de
virtud infinita. La virtud es consecuencia de la esencia del ente, pues
cada uno puede obrar según su modo de ser. Si, por tanto, Dios es
infinito según su esencia, es necesario que su virtud sea infinita.
También lo advertimos si observamos
detenidamente el orden de las cosas. Todo ente, en la medida que está en
potencia, tiene virtud receptiva o pasiva; en cuanto que está en acto,
tiene virtud activa. En consecuencia, la materia prima, por estar sólo
en potencia, tiene virtud infinita para recibir, pero carece
completamente de virtud activa. Lo que, por encima de esta materia, es
más formal, más abunda en virtud operativa; por eso el fuego es el más
activo de todos los elementos. Luego Dios, que es acto puro sin mezcla
alguna de potencialidad, tiene infinitamente más virtud activa que los
demás entes.
CAPÍTULO 20
La infinitud de Dios no supone imperfección
Aunque la infinitud que se da en las
cantidades es imperfecta, cuando llamamos infinito a Dios, indicamos en
él su perfección suma. La infinitud que hay en las cantidades pertenece a
la materia por cuanto carece de fin; la imperfección que se da en las
cosas se debe a la privación que hay en la materia, mientras que toda
perfección procede de la forma. Luego, dado que Dios es infinito porque
es forma o acto que no tiene mezcla alguna de materia o de potencialidad
de ninguna clase, su infinitud se refiere a la perfección suma que hay
en él.
Esto mismo podemos advertir a partir de
las demás cosas. Aunque en cada cosa que pasa de un estado imperfecto a
otro perfecto, lo imperfecto es anterior en el tiempo a lo perfecto, por
ejemplo, el niño es anterior al adulto; no obstante, es necesario que
todo lo imperfecto se origine de lo perfecto, por eso no hay un niño que
no proceda de un adulto; ni una semilla, de un animal o una planta. Por
consiguiente, es necesario que lo que es por naturaleza anterior a todo
y pone en movimiento todo, sea lo más perfecto de todo.
CAPÍTULO 21
En Dios están todas las perfecciones que hay en las cosas, y de un modo más eminente
De eso también se desprende que es
necesario que todas las perfecciones que encontramos en cada una de las
cosas, estén en Dios originaria y sobreabundantemente. Todo lo que lleva
algo a la perfección, tiene en sí previamente esa perfección que
confiere; por ejemplo, un doctor tiene previamente en sí la doctrina que
transmite a los demás. Por tanto, si por ser Dios el primer motor,
mueve todas las demás cosas a sus perfecciones, es necesario que todas
las perfecciones de las cosas preexistan en él sobreabundantemente.
Todo lo que tiene una perfección, si le
falta otra, es limitado en el género o en la especie, pues ponemos cada
ente en un género y en una especie por la forma, que es su perfección.
Todo lo que está constituido en un género o en una especie no puede
tener una esencia infinita, porque es necesario que la última diferencia
que lo coloca en la especie, limite su esencia; por eso mismo, la frase
que expresa la especie se llama definición o fin. En consecuencia, si
la esencia divina es infinita, es imposible que tenga únicamente la
perfección de un género o de una especie y que carezca de las demás
perfecciones. Es necesario que posea las perfecciones de todos los
géneros y de todas las especies.
CAPÍTULO 22
En Dios, todas las perfecciones son una sola cosa
Si cotejamos lo que llevamos dicho, es claro que todas las perfecciones en Dios son una sola cosa realmente. Hemos demostrado (c.9)
que Dios es simple; pero donde hay simplicidad, no puede haber
diversidad de cosas inherentes. Si, por consiguiente, en Dios están
todas las perfecciones, es imposible que en él se distingan, luego en él
todas son una sola cosa.
Esto se aclara si consideramos las
virtudes cognoscitivas. La facultad superior conoce, en completa unidad,
todo lo que las facultades inferiores perciben diversificadamente. Todo
lo que la vista, el oído y todos los demás sentidos perciben, lo juzga
el entendimiento con una única facultad. Algo parecido ocurre en las
ciencias, donde las inferiores se diversifican de acuerdo con los
diversos géneros de cosas que consideran, mientras que la que les es
superior y se relaciona con todas las cosas es una sola, la filosofía
primera. Lo vemos también en el gobierno, en el que la potestad regia,
siendo una, incluye todas las potestades que se multiplican en los
diversos cometidos por la autoridad del rey. Así pues, es también
necesario que las perfecciones que distinguimos en las cosas inferiores
por su propia diversidad, estén unidas en la cumbre de todas las cosas,
es decir, en Dios.
CAPÍTULO 23
En Dios no hay accidentes
También se desprende de lo que acabamos
de decir que no puede haber ningún accidente en Dios. Si en él todas las
perfecciones son una sola cosa, y son perfecciones ser, poder, obrar y
cosas semejantes, es necesario que todas ellas, en él, se identifiquen
con su esencia. Luego ninguna es accidente en Dios.
Es imposible que sea infinitamente
perfecto aquello a cuya perfección se puede añadir algo. Si hay algo que
tiene alguna perfección accidental, dado que todo accidente se añade a
la esencia, es necesario que alguna de sus perfecciones esenciales pueda
aumentar, y no habría, por consiguiente, una perfección infinita en su
esencia. Pero hemos visto (c.19)
que Dios tiene una perfección infinita esencial; luego no puede haber
ninguna perfección accidental en él, sino que todo lo que hay en él
pertenece a su sustancia.
A esto también podemos llegar fácilmente
partiendo de su completa simplicidad, de que es acto puro y el primero
de todos los entes. Hay un modo de composición propio del accidente con
el sujeto, y lo que es sujeto no puede ser acto puro, pues el accidente
es una forma del sujeto. Además, lo que es de por sí, siempre es
anterior a lo que es por accidente. De todo esto y de acuerdo con lo que
llevamos dicho, podemos sostener que a Dios no le podemos atribuir nada
como accidente.
CAPÍTULO 24
Los distintos nombres divinos no destruyen su simplicidad
Con esto también comprendemos por qué
son muchos los nombres que damos a Dios, aunque en sí mismo es
completamente simple. Dado que nuestro entendimiento no puede contener
en sí la esencia divina, el conocimiento de ella lo formamos con las
cosas que están a nuestro alrededor, y en ellas encontramos perfecciones
diversas, cuya raíz y origen es una sola realidad en Dios, como hemos
mostrado (c.22).
Y debido a que sólo podemos dar nombre a las cosas en la medida que las
entendemos, pues los nombres son signos de lo entendido, sólo podemos
darle a Dios los nombres obtenidos de las perfecciones que descubrimos
en las cosas, cuyo origen es él mismo; y como las perfecciones en las
cosas son variadas, nos fue necesario darle distintos nombres a Dios. En
cambio, si viéramos la esencia divina en sí misma, no harían falta
nombres, sino que nuestro conocimiento de la esencia divina sería
simple, tan simple como es ella misma. Esto esperamos para el día en que
lleguemos a la gloria, de acuerdo con Zacarías (14,9): Aquel día el Señor será único, y único su nombre.
CAPÍTULO 25
Los diversos nombres que damos a Dios no son sinónimos
Según esto, podemos considerar tres
cosas. La primera es que estos distintos nombres, aunque significan algo
realmente idéntico en Dios, no son sinónimos. Para que los nombres sean
sinónimos es necesario que signifiquen la misma cosa y manifiesten un
mismo concepto del entendimiento. Cuando los nombres significan la misma
cosa según aspectos diversos, es decir, según percepciones diversas que
tiene nuestro entendimiento de esa cosa, no son sinónimos, pues su
significado no es exactamente idéntico, porque los nombres significan
inmediatamente los conceptos del entendimiento y éstos son semejanzas de
las cosas. Por consiguiente, como los distintos nombres que damos a
Dios significan los distintos conceptos que nuestro entendimiento tiene
de él, no son sinónimos, aunque signifiquen exactamente la misma
realidad.
CAPÍTULO 26
Con las definiciones de estos nombres no podemos definir lo que hay en Dios
La segunda cosa es que, debido a que
nuestro entendimiento no puede captar perfectamente la esencia divina
con ninguno de los conceptos significados por los nombres que damos a
Dios, es imposible que mediante las definiciones de estos nombres
definamos lo que hay en Dios; es decir, que la definición de potencia
sea la definición de la potencia divina, y lo mismo pasa con las otras.
Esto mismo lo podemos exponer de otro modo: toda definición consta de
género y diferencia y, también, lo que se define propiamente es la
especie; pero hemos visto (c.13.14) que la esencia divina no cabe en ningún género ni en ninguna especie, luego no puede haber ninguna definición de ella.
CAPÍTULO 27
Los nombres que damos a Dios y a las cosas no son del todo unívocos ni equívocos
La tercera cosa es que los nombres que
damos a Dios y a las cosas no los decimos de un modo completamente
unívoco ni equívoco. No podemos decirlos unívocamente, desde el momento
en que la definición del nombre que damos a las criaturas no es
definición del que damos a Dios; y es necesario que la definición de las
expresiones unívocas sea idéntica. Pero tampoco los decimos de un modo
del todo equívoco, porque, en los nombres que son casualmente equívocos,
se da el mismo nombre a una cosa que no tiene ninguna relación con
otra, de manera que con el nombre de una no podemos reflexionar sobre la
otra. Los nombres que damos a Dios y a las cosas los atribuimos a Dios
por la relación que tiene con ellas, y en ellas nuestro entendimiento
descubre el significado de estos nombres, por eso podemos reflexionar
sobre Dios sirviéndonos de las cosas. Por tanto, estos nombres no se
aplican a Dios y a las cosas del todo equívocamente, como los nombres
casualmente equívocos. Luego se aplican por analogía, es decir, según
una proporción con respecto a uno, pues por relacionar las demás cosas
con Dios como con su primer origen, atribuimos a Dios las perfecciones
de las cosas significadas con estos nombres. De esto se desprende que
aunque, en cuanto a la imposición del nombre, damos estos nombres con
prioridad a las cosas, porque el entendimiento asciende hasta Dios desde
las criaturas imponiendo estos nombres; no obstante, según la realidad
significada, los atribuimos con prioridad a Dios, de quien descienden
las perfecciones hasta las cosas.
CAPÍTULO 28
Dios es inteligente
A continuación tenemos que señalar que Dios es inteligente. Hemos visto (c.21)
que en él preexisten todas las perfecciones de los demás seres
sobreabundantemente. Parece que el entender sobresale entre todas las
perfecciones de los entes, pues los inteligentes son más excelentes que
todos los demás. Es necesario, por tanto, que Dios sea inteligente.
Hemos señalado arriba (c.9)
que Dios es acto puro sin mezcla de potencialidad. La materia es ser en
potencia. Luego es necesario que Dios carezca completamente de materia.
La carencia de materia es la causa de la inteligibilidad, como indica
el que las formas materiales se hacen inteligibles en acto, cuando las
abstraemos de la materia y de las condiciones materiales. Luego Dios es
inteligente.
También hemos visto (c.3)
que Dios es el primer motor; y esto parece propio del entendimiento,
pues parece que el entendimiento utiliza todas las demás cosas como
instrumentos para el movimiento. Por eso el hombre con su entendimiento
utiliza como instrumentos a los animales, las plantas y las cosas
inanimadas. Luego es necesario que Dios, que es el primer motor, sea
inteligente.
CAPÍTULO 29
En Dios sólo hay entendimiento en acto, no en potencia ni en hábito
Dado que en Dios no hay nada en potencia, sino que todo está en acto, como hemos demostrado (c.4),
es necesario que Dios sea inteligente únicamente en acto, no en
potencia ni en hábito. De esto se desprende que no experimenta ningún
proceso o vicisitud cuando entiende, pues cuando un entendimiento
entiende muchas cosas sucesivamente, es necesario que, cuando entiende
una en acto, entienda las otras en potencia. Por tanto, si Dios no
entiende nada en potencia, su inteligencia carece de sucesión. De esto
se sigue que todo lo que entiende lo entiende simultáneamente, pues no
hay sucesión entre las cosas simultáneas; y que no entiende nada nuevo,
pues el entendimiento que entiende algo nuevo, antes estaba en potencia;
y también que su entendimiento no es discursivo, de modo que desde una
cosa llegue al conocimiento de otra, como ocurre con nuestro
entendimiento cuando razona. Nuestro entendimiento discurre, cuando
desde lo conocido llegamos a entender lo desconocido, o algo que antes
no pensábamos en acto. Nada de esto puede darse en el entendimiento
divino.
CAPÍTULO 30
Dios no entiende mediante especies distintas de su esencia
También queda claro con lo dicho que
Dios no entiende mediante especies distintas de su esencia. Todo
entendimiento que entiende mediante especies distintas de él mismo, se
relaciona con las especies inteligibles como la potencia con el acto,
pues la especie inteligible es la perfección del entendimiento que lo
hace inteligente en acto. Por consiguiente, si en Dios no hay nada en
potencia, sino que es acto puro, es necesario que no entienda mediante
otra especie que su misma esencia. Y de esto se sigue que directa y
principalmente se entiende a sí mismo. La esencia de una cosa sólo
conduce propia y directamente al conocimiento de aquello de lo que es
esencia, no al de otra cosa. Mediante la definición de hombre,
propiamente conocemos al hombre, y con la de caballo, al caballo. Luego,
si Dios es inteligente por su misma esencia, es necesario que lo que
entienda directa y principalmente sea a él mismo; y porque es su
esencia, se sigue que en él es absolutamente lo mismo el entendimiento,
el medio con que entiende y lo entendido.
CAPÍTULO 31
Dios es su mismo entender
Es necesario también que Dios sea su
propio entender. Dado que el entender y el considerar son actos
segundos, pues actos primeros son el entendimiento o la ciencia; todo
entendimiento que no es su propio entender, se relaciona con su entender
como la potencia con el acto, ya que, en el orden de las potencias y de
los actos, lo que es anterior está siempre en potencia respecto a lo
que sigue, y lo último da la perfección, refiriéndonos siempre a la
misma cosa. Si se trata de cosas diversas, en cambio, sucede lo
contrario, pues lo que realiza y mueve se relaciona con el acto y el
movimiento como la causa agente con la potencia. Pero en Dios no hay
nada que se relacione con otra cosa como la potencia con el acto, puesto
que él es acto puro. Luego es necesario que Dios sea su propio
entender.
El entendimiento se relaciona con el
entender del mismo modo que la esencia con el ser. Dios es inteligente
por su propia esencia, y su esencia se identifica con su ser. Luego su
entendimiento es su propio entender. Y así, el hecho de ser inteligente
no conlleva ninguna composición, pues en él no hay distinción entre
entendimiento, entender y especies inteligibles; y todas estas cosas se
identifican con su esencia.
CAPÍTULO 32
Es necesario que Dios tenga voluntad
Es claro, además, que Dios tiene
voluntad. Dios se entiende a sí mismo, y es el bien perfecto, como se
desprende de lo dicho; el bien entendido es amado necesariamente, y esto
se hace con la voluntad; luego es necesario que Dios tenga voluntad.
Hemos demostrado más arriba (c.28)
que Dios, con su entendimiento, es el primer motor; pero el
entendimiento sólo mueve mediante el apetito, y el apetito que sigue al
entendimiento es la voluntad. Luego es necesario que Dios tenga
voluntad.
CAPÍTULO 33
Es necesario que la voluntad divina se identifique con su entendimiento
Es claro que la voluntad divina se
identifica necesariamente con su entendimiento. El bien entendido,
porque es el objeto de la voluntad, mueve a la voluntad, y es su acto y
perfección. En Dios no se distinguen lo motor y lo movido, ni el acto y
la potencia, ni la perfección y lo perfectible, como se desprende de lo
dicho (c.9 y 10).
Luego es necesario que la voluntad divina se identifique con el bien
entendido. Este bien es el entendimiento divino y la esencia divina;
luego la voluntad de Dios no es otra cosa que el entendimiento divino y
la esencia divina.
Las perfecciones más elevadas de las
cosas son el entendimiento y la voluntad, y la prueba está en que no las
hallamos en las cosas inferiores. Las perfecciones de todas las cosas
están en Dios constituyendo una unidad, que es su esencia, como hemos
demostrado (c.22). Luego, en Dios, el entendimiento y la voluntad se identifican con la esencia.
CAPÍTULO 34
La voluntad divina es su propio querer
Esto también indica que la voluntad divina es el mismo querer de Dios. Hemos demostrado (c.33)
que, en Dios, la voluntad se identifica con el bien querido por él.
Esto no podría darse si el querer no se identificara con la voluntad,
pues en la voluntad el querer nace de lo querido. Luego la voluntad de
Dios es su propio querer.
La voluntad de Dios se identifica con su
entendimiento y con su esencia. El entendimiento de Dios es su propio
entender, y la esencia es su propio ser. Luego es necesario que la
voluntad sea su propio querer. Y así queda claro que la voluntad de Dios
no se opone a su simplicidad.
CAPÍTULO 35
Todo lo dicho se compendia en un solo artículo de fe
De todo lo que llevamos dicho podemos
colegir que Dios es uno, simple, perfecto, infinito, inteligente y con
voluntad. Y todo esto está contenido en un breve artículo de fe, cuando
confesamos que creemos en «un solo Dios omnipotente». El nombre Dios parece proceder del término griego theos, que algunos hacen derivar de theaste, que significa ver o considerar. Así el nombre mismo de Dios indica que es inteligente y, en consecuencia, que tiene voluntad.
Cuando afirmamos que es uno solo,
excluimos pluralidad de dioses y cualquier composición, pues no hay
unidad perfecta si no es simple. Cuando decimos que es omnipotente,
señalamos que tiene un poder infinito, al que nada puede escaparse. Y en
esto mismo se incluye que es infinito y perfecto, pues el poder de las
cosas deriva de la perfección de su esencia.
CAPÍTULO 36
Todo lo dicho ha sido afirmado por los filósofos
Lo que llevamos dicho en los anteriores
capítulos acerca de Dios ha sido considerado sutilmente por muchos
filósofos gentiles, aunque algunos erraron acerca de ello, y quienes
estuvieron acertados con dificultad lograron llegar a la verdad después
de una larga y laboriosa investigación. Dios nos ha comunicado en la
doctrina de la religión cristiana otras cosas, a las que no pudieron
acceder, y acerca de las cuales nos instruye la fe cristiana superando
el humano sentir. Estas otras cosas se refieren a que Dios, además de
ser uno y simple como hemos demostrado (c.9 y 15), es Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, y que estos tres no son tres dioses, sino un solo Dios.
Vamos a reflexionar sobre esto en la medida que está a nuestro alcance.
CAPÍTULO 37
Cómo afirmamos la Palabra en Dios
Hay que aceptar, por lo anteriormente
dicho, que Dios se entiende y se ama a sí mismo, y que en él el entender
y el querer se identifican con su ser. Y puesto que Dios se entiende a
sí mismo, y todo lo entendido está en quien entiende, necesariamente
está en sí mismo como lo entendido en quien entiende. Pero lo entendido
que está en quien entiende es una palabra del entendimiento, pues
expresamos al exterior con vocablos lo que comprendemos interiormente
con el entendimiento, ya que las voces son signos de lo entendido, según
el Filósofo.
Es necesario, por tanto, afirmar en Dios su Palabra.
CAPÍTULO 38
La Palabra en Dios se llama concepción
Lo contenido en el entendimiento como
palabra interior, incluso en el lenguaje común, se llama concepción del
entendimiento, y decimos que algo es concebido corporalmente cuando lo
forma la virtud vivífica en el útero de un animal, actuando el macho
como agente y como paciente la hembra, en la que se realiza la
concepción, de modo que lo concebido pertenece a la naturaleza de ambos,
por ser del todo igual según la especie. Lo que concibe el
entendimiento se forma en el entendimiento, siendo lo inteligible como
el agente y el entendimiento como el paciente; y lo comprendido por el
entendimiento, que existe en su interior, es del todo igual a lo
inteligible que hace de agente, pues es su semejanza, y al entendimiento
que es paciente, porque contiene el ser inteligible. Por eso, a lo que
comprende el entendimiento lo llamamos acertadamente concepción del
entendimiento.
CAPÍTULO 39
La relación de la Palabra con el Padre
En esto debemos observar una diferencia,
porque como lo concebido en el entendimiento es una semejanza de la
cosa entendida, que representa su especie, parece que es un hijo de
ella. Luego, cuando el entendimiento entiende algo distinto de sí mismo,
lo entendido es como el padre de la palabra concebida en el
entendimiento, mientras que el entendimiento hace las veces de madre, de
quien es propio que la concepción se realice en ella. Cuando, en
cambio, el entendimiento se entiende a sí mismo, la palabra concebida se
relaciona con quien entiende como un hijo con su padre. Así pues,
cuando hablamos de la palabra en cuanto que Dios se entiende a sí mismo,
es necesario que la palabra se relacione con Dios, de quien es palabra,
como un hijo con su padre.
CAPÍTULO 40
Cómo se entiende la generación en Dios
Por eso, la regla de la fe católica nos enseña a confesar en Dios al Padre y al Hijo, cuando dice: creo en Dios Padre y en su Hijo. Y para que nadie, al oír las palabras Padre e Hijo,
piense en una generación carnal, según la cual hablamos de padres e
hijos entre nosotros, el evangelista Juan, a quien le han sido revelados
los secretos del cielo, puso Palabra en lugar de Hijo, para que
advirtiéramos que es una generación inteligible.
CAPÍTULO 41
La Palabra, que es el Hijo de Dios, tiene el mismo ser y la misma esencia que el Padre
Debemos considerar que en nosotros, en
quienes se distinguen el ser natural y el entender, es necesario que la
palabra concebida en nuestro entendimiento, por tener sólo ser
inteligible, sea de naturaleza y de esencia distintas a las de nuestro
entendimiento, que tiene ser natural. En Dios, en cambio, el ser y el
entender son lo mismo. Luego, la Palabra de Dios, que está en él, de
quien es palabra según el ser inteligible, se identifica con Dios, de
quien es Palabra; y, por eso, es necesario que sea de la misma esencia y
de la misma naturaleza que él, y que todo lo que afirmamos de Dios sea
aplicable a la Palabra de Dios.
CAPÍTULO 42
La fe católica enseña esto mismo
De ahí que en la fe católica se nos enseñe a confesar que el Hijo es de la misma sustancia que el Padre. Con
esto se excluyen dos cosas: 1) Que se entienda un Padre y un Hijo según
una generación carnal, que se efectúa mediante separación de la
sustancia del hijo de la del padre. Así sería necesario que el Hijo no
fuera de la misma sustancia que el Padre. 2) Que entendamos al Padre y
al Hijo según una generación inteligible semejante a la de la palabra
concebida en nuestra mente, es decir, como un accidente añadido al
entendimiento y que no recibe de su esencia el existir.
CAPÍTULO 43
En Dios, la Palabra no se diferencia del Padre ni en el tiempo, ni en la especie, ni en la naturaleza
Es imposible que haya diferencia de
tiempo, de especie o de naturaleza en los entes que no difieren en la
esencia. Luego, dado que la Palabra es de la misma naturaleza que el
Padre, es necesario que no difiera del Padre por ninguna de las
diferencias mencionadas.
En el tiempo, sin duda, no puede ser
diferente, puesto que, si alguna vez la Palabra de Dios no hubiera
existido, en ese momento Dios necesariamente no se habría entendido a sí
mismo, porque afirmamos de él que puede entenderse a sí mismo mediante
esta Palabra: cuando concibe inteligiblemente la Palabra de sí mismo.
Siempre y durante todo el tiempo que Dios existió, se entendió a sí
mismo, pues su entender es su ser; luego siempre hubo Palabra de Dios.
Por eso decimos en la regla de fe católica que el Hijo de Dios nació del Padre antes de todos los siglos.
Es imposible que la Palabra de Dios sea
diferente de Dios según la especie, como si fuera inferior, pues Dios se
entiende a sí mismo exactamente como es. La Palabra tiene una especie
perfecta porque aquello de lo que es Palabra es entendido perfectamente.
Es cierto que se hallan cosas que proceden de otras y que no alcanzan
la especie perfecta de la que proceden, pero esto ocurre en las
generaciones equívocas, pues es verdad que del sol no es engendrado otro
sol, sino un animal. Por eso, para excluir esta imperfección en la
generación divina, confesamos que nació Dios de Dios.
Lo engendrado o procedente de otra cosa
puede ser inferior a su origen también por falta de pureza; esto es,
cuando de algo que es simple y puro en sí mismo, se origina otra cosa
específicamente inferior a la primera, por haber sido aplicada a una
materia extraña. Ejemplos: cuando se construye materialmente la casa que
estaba en la mente del artífice, cuando aparece el color por haberse
recibido luz en un cuerpo delimitado, cuando surge una mezcla de
distintos elementos por haberles aplicado fuego, cuando un rayo de luz
produce sombra porque se interpone un cuerpo opaco. Para que excluyamos
esto de la generación divina, se añadió luz de luz.
En tercer lugar, una cosa puede no
alcanzar la especie de aquello de que procede por defecto de la verdad,
porque no recibe verdaderamente su naturaleza sino sólo una semejanza de
ello. Por ejemplo: la imagen de un hombre en un espejo, en una pintura o
en una escultura; también la semejanza de las cosas en nuestro
entendimiento o en nuestros sentidos. A la imagen de hombre no la
llamamos hombre verdadero, sino semejanza de hombre; ni, como dice el Filósofo, la piedra está en el alma, sino una imagen de la piedra. Para que excluyamos esto de la generación divina se añade Dios verdadero de Dios verdadero.
También es imposible que la Palabra
difiera de Dios, de quien es la Palabra, según la naturaleza, pues le es
natural a Dios entenderse a sí mismo. Todo entendimiento tiene algunas
cosas que entiende naturalmente, como nuestro entendimiento entiende
naturalmente los primeros principios; luego, mucho más Dios, cuyo
entender es su propio ser, se entiende a sí mismo naturalmente. Por
tanto, su Palabra procede naturalmente de él, no como las demás cosas
que tienen un origen no natural, parecido al de las cosas artificiales
que nosotros realizamos. Nosotros engendramos lo que procede
naturalmente de nosotros, los hijos. Así, para que no pensemos que la
Palabra de Dios no procede naturalmente de él, sino que habría surgido
por decisión de su voluntad, se añade engendrado, no creado.
CAPÍTULO 44
Conclusión
Como se desprende claramente de lo
dicho, todas estas condiciones de la generación divina se refieren a que
el Hijo es de la misma naturaleza que el Padre, por eso se añadió al
final, como resumen de todo: De la misma naturaleza que el Padre.
CAPÍTULO 45
Dios está en sí mismo como lo amado en quien ama
Igual que lo entendido, cuando es
entendido, está en quien entiende, es necesario que lo amado esté en
quien ama cuando es amado, pues quien ama es movido de algún modo por lo
amado con moción intrínseca. Por eso, como lo que mueve contacta con lo
que es movido, es necesario que lo amado esté en el interior de quien
ama. Pero es necesario que Dios, igual que se entiende a sí mismo, se
ame a sí mismo, porque todo bien captado por el entendimiento es amable
de suyo. Luego, Dios está en sí mismo como lo amado en quien ama.
CAPÍTULO 46
Llamamos Espíritu al amor que hay en Dios
Aunque lo entendido está en quien
entiende y lo amado en quien ama, hay que advertir que ambas cosas están
por distinta razón una en la otra. Puesto que el entender se realiza
mediante una asimilación de quien entiende con lo entendido, es
necesario que lo entendido esté en quien entiende porque hay en éste una
semejanza de lo que ha sido entendido; el amar, en cambio, se produce
cuando quien ama es movido por lo amado, pues lo amado atrae hacia sí a
quien ama. Por eso, el amar no se realiza por asemejarse a lo amado como
el entender lo hace por asemejarse a lo entendido, sino que se lleva a
cabo por la atracción de quien ama hacia lo amado. Pero la semejanza se
transmite principalmente por generación unívoca y, por ella, llamamos
padre a quien engendra e hijo al engendrado en los seres vivos, en
quienes el espíritu produce la primera moción. Por tanto, igual que en
Dios el modo en que está en sí mismo como lo entendido en quien
entiende, lo expresamos diciendo el Hijo, que es la Palabra de Dios; así, al modo en que Dios está en sí mismo como lo amado en quien ama, lo expresamos al afirmar al Espíritu, que es el amor de Dios. De acuerdo con esto, la regla de la fe católica nos manda creer en el Espíritu.
CAPÍTULO 47
El Espíritu que está en Dios es Santo
Debemos tener en cuenta que, puesto que
el bien amado tiene razón de fin y que el movimiento voluntario llega a
ser bueno o malo por el fin, es necesario que el amor con que se ama al
sumo bien tenga una bondad eminente. Esta bondad la llamamos santidad, ya tomemos santo por puro, como hacen los griegos, porque en Dios hay una bondad purísima carente de cualquier defecto; ya tomemos santo como firme,
según la acepción latina, porque en Dios la bondad es inalterable; y
por eso llamamos santas a todas las cosas que están ordenadas a Dios,
como los templos, los vasos de los templos y todo lo dedicado al culto
divino. Así pues, es conveniente que el Espíritu con el que se nos
manifiesta el amor con que Dios se ama a sí mismo, sea llamado Espíritu
Santo. Y por eso también la regla de la fe católica llama Santo a este
Espíritu, cuando dice Creo en el Espíritu Santo.
CAPÍTULO 48
El amor en Dios no es accidental
Igual que el entender de Dios es su
propio ser, también su amar es su propio ser. Dios no se ama a sí mismo
por algo que se añada a su esencia, sino por su misma esencia. Así pues,
dado que Dios se ama a sí mismo por cuanto está en sí mismo como lo
amado en quien ama, Dios amado no está en Dios que ama de modo
accidental, como las cosas amadas están accidentalmente en nosotros
cuando las amamos, sino que Dios está en sí mismo como lo amado en quien
ama sustancialmente. Por tanto, el Espíritu Santo, con quien se nos
muestra el amor divino, no es algo accidental en Dios, sino que es algo
subsistente en la esencia divina como el Padre y el Hijo y, por eso, la
regla de la fe católica nos enseña que ha de ser adorado y glorificado
juntamente con el Padre y el Hijo.
CAPÍTULO 49
El Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo
Hay que tener en cuenta también que el
entender procede de la virtud intelectiva del entendimiento, y que
cuando el entendimiento entiende en acto, está en él lo entendido; por
tanto, el que lo entendido esté en quien entiende procede de la virtud
intelectiva de quien entiende, y es su palabra, como hemos dicho (c.37).
También, de un modo semejante, lo amado está en quien ama cuando es
amado en acto, y el que algo sea amado en acto procede de la virtud
amorosa de quien ama y del bien digno de amor entendido en acto; por
consiguiente, el que lo amado esté en quien ama depende de dos cosas:
del principio capaz de amar y de lo inteligible comprendido, que es la
palabra mental de lo digno de ser amado. Así pues, dado que en Dios, que
se entiende y se ama a sí mismo, la Palabra es el Hijo, y aquello de lo
que es palabra es el Padre de la Palabra, como se desprende de lo
dicho, es necesario que el Espíritu Santo, que es el amor con el que
Dios está en sí mismo como lo amado en quien ama, proceda del Padre y
del Hijo. Por eso en el Símbolo se dice: Que procede del Padre y del Hijo.
CAPÍTULO 50
La trinidad de personas no se opone a la unidad de la esencia en Dios
De todo lo que llevamos dicho podemos
colegir que ponemos en Dios una terna, que, no obstante, no se opone a
la unidad y simplicidad de la esencia divina. Hay que reconocer que Dios
es existente en su misma naturaleza a la vez que es entendido y amado
por él mismo, y que esto ocurre de un modo distinto en Dios y en
nosotros. Porque el hombre en su naturaleza es sustancia y su entender y
amar no son su sustancia, el hombre ciertamente puede ser considerado
como una realidad subsistente en su propia naturaleza, pero, cuando está
en su entendimiento, no es una realidad subsistente sino intención’ de
una realidad subsistente, y algo similar ocurre cuando está en sí mismo
como lo amado en quien ama.
Por consiguiente, si bien en el hombre
podemos distinguir tres cosas: el hombre que existe en su naturaleza, el
hombre que existe en el entendimiento y el hombre que existe en el
amor; estas tres cosas no constituyen una unidad perfecta porque su
entender no se identifica con su ser, y tampoco se identifica su amar.
Sólo una de estas tres es una realidad subsistente: el hombre que existe
en su naturaleza. En Dios en cambio, se identifican el ser, el entender
y el amar; luego el Dios que existe en su ser natural, el Dios que
existe en su entendimiento y el Dios que existe en su amor constituyen
una unidad y, no obstante, cada uno de ellos es subsistente. Y, puesto
que las realidades subsistentes en la naturaleza inteligente los latinos
suelen llamarlas personas, mientras que los griegos las denominan
hipóstasis, los latinos dicen que en Dios hay tres personas y los
griegos que hay tres hipóstasis: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
CAPÍTULO 51
Parece incorrecto poner números en Dios
Parece que lo anterior lleva a algo
inaceptable. Si en Dios ponemos un número ternario, como todo número es
consecuencia de alguna división, sería necesario poner en Dios alguna
diferencia que distinguiera a los tres entre sí; y, así, no habría en
Dios una simplicidad suma. Si tres coinciden en algo y también se
distinguen en algo, es necesario que haya en el conjunto composición; y
esto se opone a lo dicho anteriormente.
Si es necesario que haya un único Dios, como antes (c.15)
hemos demostrado, y ninguna cosa nace ni procede de sí misma, parece
imposible que Dios sea engendrado o que Dios proceda; por consiguiente
es falso afirmar en Dios el nombre de Padre, el de Hijo y el de Espíritu
que procede.
CAPÍTULO 52
Respuesta a estos argumentos. En Dios sólo hay distinción según las relaciones
Para resolver esta duda debemos partir
de que el modo de nacer o proceder es diferente en los distintos seres
según la diversidad de sus naturalezas. En los que carecen de vida,
porque no se mueven a sí mismos sino que únicamente son movidos desde el
exterior, surge uno de otro cuando son mutados y cambiados desde fuera;
así el fuego produce fuego, y el aire, aire. En los seres vivos, cuya
característica exclusiva es que se mueven a sí mismos, la generación se
produce en el generante, como ocurre con el feto de los animales y el
fruto de las plantas. En los seres vivos hay actividades que no pasan
más allá de los cuerpos materiales, como son las potencias vegetativas:
la nutritiva, la aumentativa y la generativa. Esta clase de potencias
sólo producen algo corpóreo, corporalmente distinto, pero de algún modo
unido a su progenitor en los seres vivos. Hay además otras fuerzas cuyas
operaciones, aunque no trasciendan los cuerpos, alcanzan especies de
los cuerpos, recibiéndolas sin materia; éstas se dan en todas las
potencias del alma sensitiva, pues los sentidos son receptores de las
especies sin materia, como dice el Filósofo. Estas potencias, aunque
reciben inmaterialmente las formas de las cosas, no las reciben sin
órgano corporal. Si en estas potencias hallamos alguna procesión, lo que
procede no es corporal ni separado, y está unido a su origen de un modo
incorporal e inmaterial, no corporalmente, aunque con el apoyo de un
órgano corporal. Así se produce en los animales lo imaginado, que no
está en la imaginación como un cuerpo en otro, sino de un modo
espiritual. Por eso Agustín llama espiritual a la visión imaginaria.
Si, por otra parte, de la operación de
la imaginación surge algo no corporal, con mucha más razón procederá de
la operación de la parte intelectiva, que ni siquiera necesita de órgano
corporal en su operación, sino que ésta es completamente inmaterial. La
palabra que hay en el entendimiento de quien la dice surge por
operación del entendimiento mismo, y no está localmente contenida en él
ni corporalmente separada, sino que existe efectivamente en el
entendimiento por el poder de una operación natural, pero es distinta de
él por su origen. Y el mismo razonamiento se aplica a la procesión que
apreciamos en las operaciones de la voluntad, cuando la cosa amada está
en quien ama, como hemos dicho (c.45).
Pero aunque las potencias intelectivas y
sensitivas por su propia naturaleza son más nobles que las potencias
del alma vegetativa, en los hombres y en los animales por procesión de
la parte imaginativa o sensitiva no procede algo de su misma especie
subsistente en la naturaleza, sino que esto sólo ocurre en la procesión
que se realiza por operación del alma vegetativa. A esto se debe que, en
todos los seres compuestos de materia y forma, la multiplicación de
individuos de la misma especie se realiza por división de la materia.
Por eso en el hombre y en los otros animales, por estar compuestos de
forma y materia, se multiplican los individuos en la misma especie por
división corporal, que se da en las operaciones del alma vegetativa. En
cambio, en las cosas que no están compuestas de materia y forma, sólo
puede haber una distinción formal. Si la forma por la que establecemos
la distinción es la sustancia de una cosa, es necesario que esta
distinción sea de cosas subsistentes, pero no, sí la forma no es la
sustancia de la cosa.
Como se desprende de lo dicho, en todo
entendimiento lo entendido necesariamente procede en cierto modo de
quien entiende en cuanto que entiende, y por su procesión se distingue
así del entendimiento, como se distingue del entendimiento que entiende
el concepto del entendimiento, que es la intención entendida. De modo
semejante es necesario que el afecto de quien ama, por el cual lo amado
está en quien ama, proceda de la voluntad de quien ama en cuanto que
ama. Pero el entendimiento divino tiene la propiedad de que el concepto
de su entendimiento, que es la intención entendida, necesariamente es su
sustancia, porque su entender se identifica con su ser, y de modo
semejante está la afección de quien ama en Dios cuando ama. Resulta, por
tanto, que la intención del entendimiento divino, que es su Palabra, no
se distingue de quien la produce en el ser sustancial, sino únicamente
en la relación de procesión de una respecto del otro; y lo mismo decimos
del afecto de amor en Dios que ama, que se refiere al Espíritu Santo.
Por consiguiente, queda así claro que
nada impide que la Palabra de Dios, que es el Hijo, sea uno con el Padre
según la sustancia, aunque se distinga de él según la relación de
procesión, como hemos dicho. Y así queda también claro que la misma cosa
no nace ni procede de sí misma, sino que el Hijo en cuanto que procede
del Padre se distingue de él. Y el mismo argumento se aplica al Espíritu
Santo en su relación con el Padre y el Hijo.
CAPÍTULO 53
Las relaciones por las que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se distinguen, son reales y no solamente de razón
Estas relaciones por las que el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo se distinguen son reales y no solamente de
razón. Son relaciones únicamente de razón las que no se siguen de algo
que está en la realidad natural, sino de algo que está solamente en el
conocimiento; por ejemplo, derecha e izquierda aplicadas a una piedra no
son relaciones reales, sino sólo de razón, porque no se siguen de una
virtud real que exista en la piedra, sino en la concepción de quien
considera la piedra como derecha, porque está a la derecha de un ser
vivo; en el ser vivo, en cambio, derecha e izquierda son relaciones
reales, porque se desprenden de virtudes que se hallan en determinadas
partes del animal. Luego las relaciones de que hablamos, por las que el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se distinguen, es necesario que sean
relaciones reales y no solamente de razón, porque existen realmente en
Dios.
CAPÍTULO 54
Estas relaciones no son accidentalmente inherentes
Tampoco es posible que sean
accidentalmente inherentes, porque las operaciones de las cuales derivan
estas relaciones son la sustancia misma de Dios, y también porque en
Dios no puede haber ningún accidente, como antes (c.23)
hemos mostrado. Por eso, si dichas relaciones están realmente en Dios,
es necesario que sean subsistentes, y no inherentes sólo como
accidentes. Con lo dicho más arriba (c.23) ha quedado explicado cómo puede estar sustancialmente en Dios lo que en los demás seres es accidente.
CAPÍTULO 55
Estas relaciones establecen en Dios la distinción de personas
Porque en Dios se establecen relaciones
que son subsistentes y no simples accidentes, y en las naturalezas
intelectuales la distinción de sustancias es distinción de personas, es
necesario que por estas relaciones se establezca en Dios una distinción
de personas. Por tanto, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son tres
personas, e igualmente tres hipóstasis, porque hipóstasis significa
sustancia completa.
CAPÍTULO 56
Es imposible que haya más de tres personas en Dios
Es imposible que en Dios haya más de
tres personas, pues no es posible que las personas divinas se
multipliquen por división de la sustancia, sino únicamente por
relaciones de procesión. Y tampoco de una procesión cualquiera, sino de
una que no termine en algo extrínseco, pues si terminara en algo
extrínseco, eso no tendría naturaleza divina, y así no podría ser
persona o hipóstasis divina. Pero sólo podemos aceptar procesiones
divinas que no terminen en el exterior mediante una operación del
entendimiento, y así procede la palabra, o por una operación de la
voluntad, y así surge el amor, como se desprende de lo dicho (c.37 y 45).
Luego sólo puede haber personas divinas que procedan como palabra, y a
ésta la llamamos Hijo, o como amor, y la llamamos Espíritu Santo.
Como Dios lo comprende todo con
una sola mirada de su entendimiento y también ama todo con un solo acto
de su voluntad, es imposible que en Dios haya más de una palabra o de un
amor. Luego, si el Hijo procede como palabra y el Espíritu Santo como
amor, es imposible que haya más de un Hijo o más de un Espíritu Santo en
Dios.
Perfecto es lo que tiene en sí todo. Lo
que carece de algo de su propio género no es completamente perfecto y,
por eso, tampoco se multiplican numéricamente los seres que son del todo
perfectos en su propia naturaleza, como Dios, el sol, la luna y otros
semejantes. Mas es necesario que el Hijo y el Espíritu Santo sean
completamente perfectos, pues ambos son Dios, como hemos visto (c.41 y 48). Luego es imposible que haya varios Hijos o varios Espíritus Santos.
Es imposible que se multiplique
numéricamente aquello que hace que un ser subsistente se distinga de los
demás seres, porque el individuo no puede predicarse de muchos. Pero el
Hijo es una persona divina subsistente en sí misma y distinta de las
demás por la filiación, igual que Sócrates es una persona humana
determinada por los principios individuantes. Luego, igual que los
principios individuantes que hacen de Sócrates un hombre determinado
sólo pueden convenir a uno solo, en Dios la filiación sólo puede
convenir a uno. Y lo mismo hay que decir de la relación de Padre y de la
de Espíritu Santo. Luego es imposible que en Dios haya más de un Padre,
más de un Hijo y más de un Espíritu Santo.
Las cosas que son únicas por la forma
sólo se multiplican en número por la materia, como se multiplica lo
blanco por estar en muchos sujetos. Pero en Dios no hay materia, luego
lo que es único en especie y en forma es imposible que se multiplique
numéricamente en Dios. Así son la paternidad, la filiación y la
procesión del Espíritu Santo; luego es imposible que en Dios haya varios
Padres, varios Hijos o varios Espíritus Santos.
CAPÍTULO 57
Las propiedades o nociones divinas en el Padre
Puesto que hay un número determinado de
personas en Dios, es necesario que también se distingan numéricamente
las propiedades de cada persona que la hacen distinta de las otras.
Parece que al Padre le corresponden tres propiedades: una, la
paternidad, que le distingue del Hijo; otra que le distingue tanto del
Hijo como del Espíritu Santo, y es la innascibilidad, pues el Padre no
es Dios que proceda de otro, mientras que el Hijo y el Espíritu Santo sí
proceden de otro; la tercera, la común espiración, por la que el Padre y
el Hijo se distinguen del Espíritu Santo. No es necesario señalar otra
propiedad que distinga al Padre del Espíritu Santo, porque el Padre y el
Hijo son un único principio del Espíritu Santo, como hemos visto (c.49).
CAPÍTULO 58
Las propiedades del Hijo y del Espíritu Santo
Al Hijo le corresponden también dos: la
filiación, que le distingue del Padre, y la común espiración, que le
distingue, junto con el Padre, del Espíritu Santo. No es necesario
señalar otra que le distinga del Espíritu Santo, porque, como hemos
dicho (c.49 y 57),
el Hijo y el Padre son un único principio del Espíritu Santo. Y tampoco
una sola que distinga del Padre al Hijo junto con el Espíritu Santo,
pues el Padre ya se distingue con una propiedad, la innascibilidad,
porque no procede de otro. Pero como el Hijo y el Espíritu Santo no
proceden con una única procesión, sino con más de una, uno y otro se
distinguen del Padre por dos propiedades. El Espíritu Santo tiene una
única propiedad, llamada procesión, por la que se distingue del Padre y
el Hijo a la vez. Queda claro por lo que llevamos dicho que no puede
haber una propiedad que distinga al Espíritu Santo del Hijo solo o del
Padre solo.
En conclusión, son cinco las propiedades
que atribuimos a las personas divinas: innascibilidad, paternidad,
filiación, común espiración y procesión.
CAPÍTULO 59
Por qué llamamos nociones a estas propiedades
Estas cinco pueden llamarse nociones de
las personas, pues por ellas se nos da a conocer la distinción de
personas en Dios; pero no pueden ser llamadas propiedades, si se toma
propiedad en sentido propio, es decir, como expresión de lo que conviene
a uno solo, pues la común espiración conviene al Padre y al Hijo. Sin
embargo, nada impide que llamemos también propiedad a la común
espiración al modo como llamamos a algo propio de unos seres porque los
diferencia de otros, por ejemplo, bípedo es propiedad de hombres y de
aves porque los diferencia de los cuadrúpedos.
Pero como en Dios las personas se
distinguen sólo por las relaciones, y las nociones son las que nos
manifiestan la distinción de las personas divinas, es necesario que
todas las nociones pertenezcan de algún modo a la relación. Pero cuatro
de ellas son verdaderas relaciones, con las que las personas divinas se
relacionan entre sí; la quinta, la innascibilidad, pertenece ciertamente
a la relación pero como negación de la relación, pues las negaciones se
reducen al género de las afirmaciones y las privaciones al género de
los hábitos, así no hombre se reduce al género de hombre, y no blanco,
al género de blanco.
Hay que saber, no obstante, que de entre
las relaciones que afectan a las personas entre sí, unas tienen nombre,
como paternidad y filiación, y éstas significan propiamente una
relación; mientras que carecen de nombre las relaciones que se
establecen entre el Padre y el Hijo con el Espíritu Santo, y entre el
Espíritu Santo con ellos. Entonces no empleamos nombres de relaciones
sino nombres de orígenes. Es claro que común espiración y procesión
significan origen y no relaciones derivadas del origen; esto se puede
apreciar en las relaciones del Padre y del Hijo. Generación significa
origen activo, y de ella surge la relación de paternidad; natividad
significa el origen pasivo del Hijo, y de ella surge la relación de
filiación. Igualmente surge alguna relación de la común espiración y de
la procesión, pero como son relaciones que carecen de nombre, nos
referimos a ellas con los nombres de los actos en vez de con los nombres
de las relaciones.
CAPÍTULO 60
Aunque en Dios haya cuatro relaciones subsistentes, sólo hay tres personas
Debemos considerar que, aunque las relaciones subsistentes en Dios son personas divinas, como hemos dicho (c.55),
no tiene que haber cinco o cuatro personas, tantas como relaciones. El
número es consecuencia de una distinción. Igual que la unidad es lo
indivisible o lo indiviso, la pluralidad es lo divisible o lo dividido.
Luego, para la pluralidad de personas se requiere que las relaciones
tengan una virtualidad divisora con carácter de oposición, pues sólo hay
división formal mediante la oposición. Sí nos fijamos en estas
relaciones, la paternidad y la filiación tienen entre sí una oposición
relativa, que las hace incompatibles en una misma sustancia individual;
por eso es necesario que la paternidad y la filiación sean dos personas
subsistentes. La innascibilidad se opone ciertamente a la filiación,
pero no a la paternidad, por lo que la innascibilidad y la paternidad
pueden darse juntas en una sola persona. Tampoco la común espiración se
opone a la paternidad, ni a la filiación, ni a la innascibilidad, por
eso nada impide que la común espiración esté en la persona del Padre y
en la persona del Hijo; por eso mismo la común espiración no es una
persona subsistente distinta de la persona del Padre y de la del Hijo.
La procesión, en cambio, conlleva una oposición relativa respecto a la
común espiración; por eso, como la común espiración es común al Padre y
al Hijo, es necesario que la procesión subsistente sea otra persona
distinta de la persona del Padre y de la del Hijo. Con esto queda
explicado por qué no decimos que Dios sea quínario, aunque sean cinco
las nociones, sino que decimos que es trino por ser tres las personas.
Las cinco nociones no son cinco realidades subsistentes, sí son tres
realidades subsistentes las tres personas.
Aunque a una sola persona le puedan
corresponder varias nociones o propiedades, solamente una la constituye
en persona, pues la persona no se constituye por una multiplicidad de
propiedades, sino porque la propiedad relativa subsistente es persona.
Si pensáramos que había más propiedades subsistentes de suyo aparte,
serían más de una persona. Luego es necesario pensar que de las
distintas propiedades o nociones que corresponden a una sola persona, la
que precede en el orden de naturaleza constituye la persona; las otras
las consideramos inherentes a la persona ya constituida. Es claro, por
otra parte, que la innascibilidad no puede ser la primera noción del
Padre que constituya su persona, porque una negación no constituye nada y
porque la afirmación precede por naturaleza a la negación. La común
espiración presupone por orden natural la paternidad y la filiación,
como la procesión del amor presupone la procesión de la palabra; por eso
tampoco la común espiración puede ser la noción primera del Padre, ni
la del Hijo. Resulta, por tanto, que la primera noción del Padre es la
paternidad, la del Hijo la filiación, y la del Espíritu Santo únicamente
la procesión. En conclusión, sólo hay tres nociones que constituyen las
personas: la paternidad, la filiación y la procesión. Y es necesario
que estas nociones sean propiedades, pues es necesario que lo que
constituye a una persona sólo le pertenezca a ella, ya que los
principios individuantes no pueden pertenecer a más de uno. Por tanto,
llamamos propiedades personales a las tres nociones antes señaladas; a
las otras dos las llamamos propiedades de las personas, no personales,
porque no constituyen la persona.
CAPÍTULO 61
Desaparecen las hipóstasis, si suponemos que no hay propiedades personales
De lo dicho se desprende que si mediante
el entendimiento prescindimos de las propiedades personales, no
permanecen las hipóstasis. En la separación que hace el entendimiento,
aunque se suprima una forma, permanece el sujeto de la forma, así aunque
suprimamos la blancura, sigue estando la superficie y, si desaparece
ésta, queda la sustancia, cuya forma permanece por la materia prima.
Pero si quitamos el sujeto, nada permanece. Las propiedades personales
son las personas mismas subsistentes, y no constituyen las personas
sobreviniendo a sustancias individuales preexistentes, pues en Dios sólo
podemos distinguir relaciones, no realidades absolutas. Resulta, por
tanto, que si con el entendimiento retiramos las propiedades personales,
no permanece hipóstasis alguna, pero si retiramos las nociones no
personales, permanecen las distintas hipóstasis.
CAPÍTULO 62
Cómo permanece la esencia divina, si retiramos mentalmente las propiedades personales
Si uno se pregunta si, suprimidas con el
entendimiento las propiedades personales, permanece la esencia divina,
hay que responder que de un modo sí permanece y de otro no. El
entendimiento realiza una doble separación. Una, abstrayendo de la
materia la forma, y así procede desde lo que es más formal hasta lo más
material, pues se remueve primero la forma última y, en último lugar, el
sujeto primero. La otra, abstrayendo de lo particular lo universal, y
se realiza al revés, pues primero se remueven las condiciones materiales
individuantes para entender lo que es común. Pero, aunque en Dios no
hay materia y forma, ni universal y particular, hay lo común, lo propio y
lo subyacente a la naturaleza común. Y las personas se relacionan con
la esencia divina, según nuestro modo de entender, como lo subyacente
propio con la naturaleza común. Luego, según el primer modo de
separación intelectual, si retiramos las propiedades personales, que son
las personas mismas subsistentes, no permanece la naturaleza común; del
segundo modo, sí permanece.
CAPÍTULO 63
La relación de los actos personales con las propiedades personales
Con lo dicho puede quedar claro cuál es
la relación, según el entendimiento, de los actos personales con las
propiedades personales. Las propiedades personales son personas
subsistentes, y la persona subsistente de cualquier naturaleza obra
comunicando su propia naturaleza por virtud de su propia naturaleza,
pues la forma de una especie es el principio de la generación de algo
semejante según la especie. Luego, como los actos personales pertenecen a
la comunicación de la naturaleza divina, es necesario que la persona
subsistente comunique la naturaleza común por virtud de su misma
naturaleza.
Podemos concluir dos cosas. Una, que la
potencia generativa del Padre es la naturaleza divina misma, pues toda
potencia para obrar es el principio mediante el cual obra. La otra, que,
según nuestro modo de entender, el acto personal, la generación,
presupone la naturaleza divina y la propiedad personal del Padre, que es
la hipóstasis del Padre, aunque esta propiedad en cuanto que es
relación procede de un acto. Por eso, sí nos fijamos en que el Padre es
persona subsistente, podemos decir que el Padre engendra porque es
Padre; pero si consideramos lo que hay de relación, debemos decir al
revés: que es Padre porque engendra.
CAPÍTULO 64
El significado de la filiación en relación con el Padre y con el Hijo
Hay que advertir que es necesario
entender la relación de la generación activa con la paternidad de un
modo, y de otro la relación de la generación pasiva o natividad con la
filiación. La generación activa, según el orden natural, presupone la
persona del generante, mientras que la generación pasiva o natividad
precede a la persona engendrada según el orden natural, porque la
persona engendrada tiene su ser por la natividad. Luego, la generación
activa, según nuestro modo de entender, presupone la paternidad que
constituye la persona del Padre, mientras que la natividad no presupone
la filiación que es constitutiva de la persona del Hijo, sino que, según
el modo de entender, la precede tanto por ser constitutiva de la
persona como por ser relación. Y de un modo semejante debemos entender
lo referente a la procesión del Espíritu Santo.
CAPÍTULO 65
Los actos nocionales sólo se distinguen de las personas según la razón
Del orden establecido entre los actos
nocionales y las propiedades nocionales inferimos que los actos
nocionales difieren de las propiedades personales únicamente según el
modo de entender, pero no difieren realmente. Igual que el entender de
Dios es Dios mismo que entiende, la generación del Padre es el Padre
mismo que engendra, aunque expresado de otro modo. De igual modo,
también, aunque una persona tenga varias nociones, no hay en ella
composición. La innascibilidad no puede causar una composición, porque
es negación. Las dos relaciones que hay en la persona del Padre, la
paternidad y la común espiración, son lo mismo realmente en relación con
la persona del Padre; del mismo modo que la paternidad es el Padre, la
común espiración en el Padre es el Padre, y en el Hijo es el Hijo.
Difieren, en cambio, según aquel con quien se relacionan. El Padre se
relaciona con el Hijo por la paternidad y con el Espíritu Santo por la
común espiración; el Hijo se relaciona con el Padre por la filiación y
con el Espíritu Santo por la común espiración.
CAPÍTULO 66
Las propiedades relativas son la esencia divina misma
Es necesario que las propiedades
relativas sean la misma esencia divina. Las propiedades relativas son
las personas subsistentes, y una persona subsistente en Dios solamente
puede ser la esencia divina, pues la esencia divina es Dios mismo, como
hemos señalado (c.10). Luego sólo queda que las propiedades relativas se identifiquen realmente con la esencia divina.
Todo lo que hay en un ente aparte de su
esencia, está en él accidentalmente. En Dios no puede haber ningún
accidente, como hemos demostrado (c.23). Luego las propiedades relativas se identifican realmente con la esencia divina.
CAPÍTULO 67
Las relaciones no se establecen desde el exterior, como afirman los porretanos
No se puede sostener que estas
propiedades no estén en las personas, ni que se relacionen
extrínsecamente con ellas, como afirmaron los porretanos. Es necesario
que las relaciones reales estén en las cosas relacionadas, y esto es
claro en las criaturas, en las que las relaciones reales están como los
accidentes en la sustancia. En Dios, estas relaciones por las que
distinguimos las personas son relaciones reales, como hemos demostrado (c.53);
luego es necesario que estén en las personas divinas, aunque no como
accidentes ciertamente, pues todo lo que en las criaturas es accidente,
cuando lo referimos a Dios, pierde su condición de accidente; por
ejemplo, la sabiduría, la justicia, etc., como hemos visto (c.23).
En Dios no hay más distinciones que las
establecidas mediante las relaciones, pues cuanto se afirma de un modo
absoluto es común. Por tanto, si las relaciones afectaran exteriormente a
las personas, no quedaría ninguna distinción en ellas. Luego las
propiedades relativas están en las personas, pero de modo que son las
personas mismas, y también la esencia divina, igual que decimos que la
sabiduría y la bondad están en Dios, y son Dios mismo y la esencia
divina, como hemos demostrado (c.23).
CAPÍTULO 68
Los efectos de la divinidad. En primer lugar, el ser
Después de haber considerado lo
referente a la unidad de la esencia divina y a la trinidad de personas,
nos falta considerar los efectos de la divinidad. El primer efecto de
Dios en las cosas es el ser, que todos los otros efectos presuponen y
sobre el cual se fundamentan. Es necesario que todo cuanto existe de
algún modo, proceda de Dios. En todas las cosas ordenadas hallamos
constantemente que lo que es primero y más perfecto en una clase, es la
causa de lo subsiguiente en esa clase, por ejemplo el fuego, que es lo
más cálido y la causa del calor en todos los demás cuerpos cálidos.
Tenemos comprobado que lo imperfecto siempre tiene su origen en lo
perfecto, así las semillas se originan de los animales y de las plantas.
Hemos visto más arriba (c.3 y ss.) que Dios es el ente primero y más perfecto, luego necesariamente él es la causa del ser de todas las cosas que tienen ser.
El principio y la causa de todo lo que
tiene algo por participación está en quien lo tiene por esencia, así el
hierro encendido recibe su participación de igneidad de lo que es fuego
por esencia. Hemos demostrado más arriba (c.11)
que Dios es su propio ser, luego el ser le pertenece por su propia
esencia, mientras que a los demás sólo por participación, porque la
esencia de ningún otro es su ser, y no puede haber más que un ser
absoluto y subsistente por sí mismo, como también hemos dicho (c.15). Luego necesariamente Dios es la causa del ser de cuanto existe.
CAPÍTULO 69
Dios no necesita una materia previa para crear las cosas
Esto mismo nos demuestra que Dios no
necesita una materia preexistente para construir las cosas cuando crea.
Ningún agente necesita previamente para su acción lo que será resultado
de su actuar. El constructor, para trabajar, necesita previamente
piedras y madera, porque no puede producirlas con su obrar, pero no
necesita previamente la casa que construirá trabajando. Mas es necesario
que la materia sea producida por la acción de Dios, pues hemos visto
que todo lo que de algún modo existe tiene como causa de su ser a Dios.
Resulta, por tanto, que Dios no necesita una materia preexistente para
obrar.
El acto es por naturaleza anterior a la
potencia, luego es más propio de él ser principio. Todo principio que
para producir su efecto necesita otro principio anterior, es un
principio secundario. Luego, como Dios es principio de las cosas como
acto primero, y la materia como ente en potencia, es inaceptable que
Dios necesite una materia previa para crear.
Y cuanto más universal es una causa, más
universal es su efecto. Las causas particulares hacen suyos los efectos
de las causas universales para algo determinado, y esta determinación
se relaciona con el efecto universal como el acto con la potencia. Luego
toda causa que hace que una cosa esté en acto, y presupone algo que
esté en potencia para ese acto, es particular en relación con otra causa
más universal. Pero esto no corresponde a Dios, que es la causa
primera, como acabamos de decir; luego no necesita una materia previa
para su actuar. Por eso es propio de él traer de la nada las cosas al
ser, y esto es crear. De ahí que la fe católica confiese que es creador.
CAPÍTULO 70
Crear sólo corresponde a Dios
También vemos que ser creador es
exclusivo de Dios pues se desprende de lo dicho que crear corresponde a
la causa que no cuenta con otra anterior y más universal. Esto pertenece
a Dios únicamente; luego sólo él es creador.
Cuanto más alejada está una potencia del
acto, más poder se necesita para llevarla al acto. Por muy grande que
sea la distancia de una potencia hasta el acto, siempre será mayor la
distancia cuando ni siquiera hay potencia; luego crear algo de la nada
requiere un poder infinito. Pero únicamente Dios tiene un poder
infinito, pues sólo él tiene esencia infinita; luego sólo Dios puede
crear.
CAPÍTULO 71
La diversidad de la materia no es la causa de la diversidad de las cosas
De lo que llevamos visto se desprende
que la causa de la diversidad de las cosas no es la diversidad de la
materia. Hemos demostrado (c.69)
que la acción divina por la que las cosas llegan a ser no necesita
materia preexistente; la materia sólo podría ser causa de la diversidad
de las cosas si fuera necesaria para producirlas, es decir, si se
indujeran las diversas formas según la diversidad de la materia. Luego
la materia no es la causa de la diversidad de las cosas producidas por
Dios.
En la medida que las cosas tienen ser,
tienen unidad y pluralidad, pues cada cosa tiene unidad en tanto que es
ente. Las formas no tienen el ser por las materias, sino que son las
materias quienes lo tienen por las formas, pues el acto es mejor que la
potencia, y la causa de que algo exista es necesariamente lo mejor.
Luego tampoco las formas son diversas precisamente porque haya materias
diversas, sino que se han puesto materias diversas para que se adecuaran
a las diversas formas.
CAPÍTULO 72
La causa de la diversidad de las cosas
Si las cosas tienen la misma relación
con la unidad y la multiplicidad que con el ser, y todo su ser depende
de Dios, como hemos visto (c.68), es necesario que la causa de la pluralidad de las cosas proceda de Dios. Veamos cómo.
Todo agente necesariamente hace cosas
semejantes a él en la medida que le es posible. Pero no era posible que
las cosas producidas por Dios alcanzaran la semejanza de la bondad
divina con la simplicidad que se encuentra en él; por eso fue necesario
que lo que en Dios es uno y simple apareciera en las cosas diferenciado y
de otro modo. Luego fue necesario que hubiera diversidad en las cosas
producidas por Dios, para que la diversidad de las cosas imitara la
perfección divina según su capacidad.
Todo lo creado es finito, pues sólo Dios tiene una esencia infinita, como hemos mostrado antes (c.18).
Todo lo finito aumenta con la adición de otra cosa, por eso fue mejor
que hubiera diversidad en las cosas, para que hubiera más bienes que si
hubiera producido Dios únicamente un género de cosas. Y es propio de lo
óptimo producir cosas óptimas; luego fue adecuado a Dios producir toda
la diversidad de cosas que puede soportar lo creado.
CAPÍTULO 73
Diversidad, grado y orden de las cosas
Fue conveniente que en las cosas hubiera
una diversidad ordenada, de modo que unas fueran mejores que otras. Es
propio de la inmensa bondad divina compartir con las cosas creadas la
semejanza de su bondad en el grado que es posible. Dios no sólo es bueno
en sí mismo, sino que también supera a todo en bondad y lo conduce a la
bondad. Por tanto, para que la semejanza con Dios de las cosas creadas
fuera más perfecta, fue necesario que unas cosas fueran hechas mejores
que otras, para que unas influyeran en las otras conduciéndolas a la
perfección.
La diversidad de las cosas se fundamenta
principalmente en la diversidad de las formas. La diversidad de formas
se establece por contrariedad, pues un género se divide en especies por
diferencias contrarías; y es necesario que haya orden en la
contrariedad, porque siempre uno de los contrarios es mejor que el otro.
Luego es necesario que Dios haya establecido la diversidad de las cosas
ordenada, haciendo que unas sean mejores que otras.
CAPÍTULO 74
Unas cosas creadas tienen más potencia que acto, y otras, más acto que potencia
Una cosa es más noble y más perfecta
cuando se parece más a Dios. Como Dios es acto puro sin mezcla de
potencia, es necesario que los entes superiores tengan el ser más en
acto y menos en potencia, y que los inferiores tengan el ser más en
potencia. Consideremos cómo es esto.
Dado que Dios es sempiterno e inmutable
en su ser, las cosas ínfimas, porque tienen menos semejanza con el ser
divino, son las sujetas a la generación y a la corrupción, y éstas son
las que llegan a ser y dejan de ser alguna vez. Y puesto que el ser es
consecuencia de la forma, son algo determinado cuando tienen una forma y
dejan de serlo cuando son privadas de ella. Luego es necesario que en
estas cosas haya algo que pueda en algún momento tener la forma y en
otro momento ser privado de ella, y a esto lo llamamos materia. Por
consiguiente, es necesario que las cosas ínfimas estén compuestas de
materia y forma.
Los entes creados más elevados alcanzan
la mayor semejanza con el ser divino, y en ellos no hay potencia para
ser y no ser, sino que han recibido un ser sempiterno por creación. Como
toda la esencia de la materia es potencia para ser, y llega a ser por
la forma, estos entes en los que no hay potencia para ser y no ser, no
están compuestos de materia y forma, sino que son únicamente formas
subsistentes en su ser, que recibieron de Dios. Y estas sustancias
necesariamente son incorruptibles, pues en todos los entes corruptibles
hay potencia para no ser, mientras que en ellas no, como acabamos de
decir; luego son incorruptibles.
Un ente sólo se corrompe cuando se
separa de él la forma, pues se tiene ser siempre por la forma. Estas
sustancias, por ser formas subsistentes, no pueden separarse de sus
formas y, por eso, no pueden perder el ser; luego son incorruptibles.
Entre ambos extremos hay, además, entes
intermedios, en los que, si bien no hay potencia para ser y no ser, hay
potencia espacial. Son los cuerpos celestes, no sujetos a generación y
corrupción porque en ellos no hay contrariedad, si bien son mutables en
el espacio. Pero hallamos en ellos materia y movimiento, que es acto de
lo que existe en potencia. Luego los cuerpos celestes tienen materia no
sujeta a generación y corrupción, sino sólo a cambio en el espacio.
CAPÍTULO 75
Hay sustancias inteligentes inmateriales
Es necesario que esas sustancias que hemos llamado inmateriales sean también inteligentes.
Un ente es inteligente precisamente por
carecer de materia, como podemos ver en lo mismo inteligible. Lo
inteligible en acto y el entendimiento en acto son una misma cosa, y es
claro que algo es inteligible en acto porque está separado de la
materia, pues sólo podemos tener conocimiento intelectual de las cosas
materiales por abstracción de la materia. Luego debemos pensar lo mismo
del entendimiento, es decir, que los entes inteligentes son
inmateriales.
Las sustancias inmateriales son los
entes primeros y supremos, pues el acto es por naturaleza superior a la
potencia. Es manifiesto que el entendimiento es superior a todas las
cosas corpóreas, pues usa de ellas como instrumentos. Luego es necesario
que las sustancias inteligentes sean inmateriales.
Los entes, cuanto más elevados son, más
semejanza con Dios alcanzan. Vemos cosas de ínfimo grado que participan
de la semejanza divina sólo en cuanto al ser, como las inanimadas;
otras, en cuanto al ser y al vivir, como las plantas; otras también en
cuanto al conocer, como los animales. El modo supremo de conocimiento es
el intelectual, y además el más adecuado a Dios. Luego las criaturas
supremas son inteligentes y, porque se acercan más a la semejanza con
Dios, decimos que han sido hechas a su imagen.
CAPÍTULO 76
Las sustancias inteligentes son libres
Esto nos muestra que gozan de libre
albedrío. Quien entiende no obra ni desea sin un juicio, como hacen los
inanimados; tampoco el juicio del entendimiento procede de un impulso
natural, como en los irracionales, sino que viene de la propia
comprensión, pues el entendimiento conoce el fin, los medios que
conducen al fin y la relación que hay entre el fin y los medios. Por eso
el entendimiento puede ser causa de un juicio propio, con el que desee y
haga algo por un fin. Llamamos libre a lo que es su propia causa; luego
quien tiene entendimiento, desea y hace todo con albedrío libre, y esto
es gozar de libre albedrío. Luego las sustancias supremas gozan de
libre albedrío.
Es libre lo que no está obligado a una
sola cosa determinada. El apetito de la sustancia inteligente no está
obligado a un único bien determinado, pues deriva de la comprensión del
entendimiento, que versa sobre el bien en universal. Luego el apetito de
la sustancia inteligente es libre, puesto que se dirige a un bien en
general.
CAPÍTULO 77
La perfección de su naturaleza establece en ellas orden y grado
Igual que estas sustancias inteligentes
sobrepasan a las otras sustancias en grado, también es necesario que
ellas se distingan entre sí también por grados. No pueden diferenciarse
entre sí con diferencia material, pues carecen de materia; por eso, si
hay pluralidad entre ellas, tiene que estar causada por distinción
formal, que es la constitutiva de la diversidad de especie. En los entes
en que hay diversidad de especie, necesariamente hay que pensar en
grado y en orden. La razón es que vemos que, igual que la adición o
sustracción de una unidad en los números hace variar la especie, las
cosas naturales difieren en especie por la adición o sustracción de
diferencias; por ejemplo, lo que es sólo animado se diferencia de lo que
es a la vez animado y sensible; lo que es animado y sensible
únicamente, de lo animado, sensible y racional. Luego es necesario que
estas sustancias inmateriales se distingan entre sí por grados y
órdenes.
CAPÍTULO 78
Los grados de las sustancias inteligentes
Porque el modo de obrar de una cosa
depende del modo de ser de su sustancia, es necesario que las superiores
entiendan de un modo más noble, puesto que tienen formas inteligibles y
poderes más universales y más unidos. Las inferiores necesariamente son
más débiles y tienen formas más diversificadas y menos universales.
CAPÍTULO 79
La inteligencia humana es la menor de las sustancias inteligentes
Como en las cosas no podemos proceder
hasta el infinito, igual que se encuentra una sustancia inteligente
suprema que alcanza la mayor proximidad con Dios, necesariamente tiene
que haber otra ínfima, la que se acerca más a la materia corpórea.
Podemos aclarar esto mismo de otro modo. Entender es propio del hombre,
superior a los demás animales, pues es notorio que, entre ellos, sólo el
hombre considera cosas universales, relaciones entre cosas y cosas
inmateriales; y esto sólo se percibe con el entendimiento. Pero es
imposible que el entender se ejerza mediante un órgano corporal, como la
vista se ejerce con los ojos, porque es necesario que el instrumento de
la capacidad cognitiva carezca de la clase de cosas que se conoce con
su ayuda; por ejemplo, la pupila carece de color por su misma
naturaleza, pues conocemos los colores cuando recibimos sus especies en
la pupila. Es necesario que el receptor carezca de lo que recibe. El
entendimiento puede conocer todas las naturalezas sensibles, luego, si
conociera mediante un órgano corporal, se necesitaría que este órgano
careciera de naturaleza corporal; y esto es imposible.
Toda naturaleza cognoscente conoce del
modo en que la especie de lo conocido está en ella, pues la especie es
su principio de conocimiento. El entendimiento conoce las cosas
inmaterialmente, incluso aquellas que en su naturaleza son materiales,
abstrayendo la forma universal de las condiciones materiales
individuantes. Luego es imposible que la especie de la cosa conocida
esté en el entendimiento materialmente y, por tanto, no es recibida en
un órgano corporal, porque todo órgano corporal es material.
Lo mismo observamos también en el hecho
de que los sentidos se debilitan y corrompen con lo sensible excelente,
como el oído con sonidos muy fuertes o la vista con cosas muy luminosas,
y esto se debe a que destruyen la armonía del órgano. Pero el
entendimiento se refuerza con la excelencia de lo inteligible, pues
quien entiende lo inteligible más alto, puede entender mejor lo demás.
Así pues, dado que el hombre es inteligente y su entender no se realiza
mediante órgano corporal, es necesario que haya una sustancia incorpórea
mediante la cual entienda el hombre; pues la subsistencia de lo que
puede realizar operaciones sin cuerpo, también es independiente del
cuerpo. En efecto, las virtudes y formas que no pueden subsistir por sí
mismas sin cuerpo, no pueden realizar operaciones sin cuerpo; el calor
no calienta por sí mismo, sino que lo hace un cuerpo con calor. Por
tanto la sustancia incorpórea mediante la cual entiende el hombre, es la
inferior en la clase de las sustancias inteligentes y la más próxima a
la materia.
CAPÍTULO 80
Diferencias en el modo de entender
Puesto que el ser inteligible supera al
ser sensible como el entendimiento a los sentidos, y que los entes
inferiores imitan a los superiores en la medida que pueden, igual que
los cuerpos generables y corruptibles imitan de algún modo el movimiento
circular de los cuerpos celestes, es necesario que las cosas sensibles
imiten según su capacidad a las inteligibles, y así podemos de algún
modo llegar al conocimiento de lo inteligible partiendo de su semejanza
en lo sensible. En lo sensible encontramos algo supremo que es acto, la
forma; algo ínfimo que está siempre en potencia, la materia prima; y
algo intermedio, lo compuesto de materia y forma. También debemos pensar
que ocurre lo mismo en el ser inteligible: el supremo inteligible, que
es Dios, es acto puro; las otras sustancias inteligentes tienen algo de
acto y de potencia en su ser inteligible; la sustancia inteligente
ínfima, con la que entiende el hombre, está siempre en potencia en el
ser inteligible. Esto también se confirma porque vemos que el hombre al
principio entiende en potencia únicamente, y después poco a poco pasa al
acto. Por eso se llama entendimiento posible aquello mediante lo cual
entiende el hombre.
CAPÍTULO 81
El entendimiento posible recibe de las cosas sensibles las formas inteligibles
Como hemos dicho (c.78),
cuanto más elevada es una sustancia inteligente tanto más universales
son las formas inteligibles que tiene, luego el entendimiento humano,
que hemos llamado posible, tiene formas menos universales que las demás
sustancias inteligentes. Por eso recibe de las cosas sensibles las
formas inteligibles.
Esto mismo lo podemos ver con claridad
de otro modo. Es necesario que la forma sea proporcionada al que la
recibe. Luego, puesto que el entendimiento humano posible es la
sustancia inteligente más próxima a la materia corporal, es necesario
que sus formas inteligibles sean lo más próximas posible a las cosas
materiales.
CAPÍTULO 82
El hombre necesita potencias sensitivas para entender
Hay que advertir que las formas en las
cosas corpóreas son particulares y tienen ser material, mientras que las
del entendimiento son universales e inmateriales. Esto nos muestra el
modo de entender. Entendemos las cosas universal e inmaterialmente. Es
necesario, por otra parte, que el modo de entender se corresponda con
las especies inteligibles con las que entendemos. Luego, como no se
puede ir de un extremo a otro sin pasar por el medio, es necesario que
las formas lleguen de las cosas corpóreas al entendimiento pasando por
un medio. Este medio son las potencias sensitivas, que reciben las
formas de las cosas materiales sin materia, pues en el ojo se forma una
especie de la piedra, pero sin la materia de la piedra. No obstante, las
formas de las cosas son recibidas en las potencias sensitivas
particularmente, pues con las potencias sensitivas sólo percibimos lo
particular. Luego fue necesario que el hombre tuviera también sentidos
para poder entender. La prueba de esto la tenemos en que quien carece de
uno de los sentidos, carece del conocimiento de lo sensible que se
percibe con ese sentido; así el ciego de nacimiento no puede tener
conocimiento de los colores.
CAPÍTULO 83
Es necesario que haya entendimiento agente
Es claro que el conocimiento de las
cosas no se produce en nuestro entendimiento por participación o influjo
de formas inteligibles subsistentes por sí mismas, como afirmaron los
platónicos y sus seguidores, sino que el entendimiento lo adquiere de
las formas sensibles mediante los sentidos. Pero como en las potencias
sensitivas las formas de las cosas son particulares, como hemos dicho (c.82),
no son inteligibles en acto sino sólo en potencia, pues el
entendimiento sólo entiende universales. Lo que está en potencia
únicamente puede pasar al acto con la intervención de un agente. Así
pues, es necesario que haya un agente que convierta en inteligibles en
acto las especies que están en las potencias sensitivas. Pero esto no lo
puede hacer el entendimiento posible, que en vez de ser productor de lo
inteligible está en potencia para recibirlo. Es necesario, por tanto,
que haya otro entendimiento que haga inteligibles en acto las especies
inteligibles en potencia, como la luz hace que los colores visibles en
potencia pasen a ser visibles en acto. A este entendimiento lo llamamos
agente, y no habría sido necesario afirmar su existencia si las formas
de las cosas fueran inteligibles en acto, como afirmaron los platónicos.
Así, por tanto, para entender
necesitamos en primer lugar el entendimiento posible, que es receptivo
de las especies inteligibles; en segundo lugar, el entendimiento agente,
que hace lo inteligible en acto. Cuando el entendimiento posible ya se
ha perfeccionado con especies inteligibles recibe el nombre de
entendimiento en hábito, ya que puede utilizar como le plazca las
especies inteligibles que tiene, en un nivel intermedio entre la
potencia pura y el acto completo. Cuando tiene las especies en acto
completo, recibe el nombre de entendimiento en acto, pues entiende en
acto las cosas cuando la especie elaborada de una cosa pasa a ser forma
del entendimiento posible. Por eso se dice que el entendimiento en acto
se identifica con lo entendido en acto.
CAPÍTULO 84
El alma humana es incorruptible
De acuerdo con lo que llevamos dicho, es
necesario que el entendimiento con el que entiende el hombre sea
incorruptible. Cada cosa obra según el ser que tiene. El entendimiento
tiene una operación en la que no participa el cuerpo, como hemos visto (c.79). De esto se sigue que obra por sí mismo, luego es sustancia subsistente en su ser. Hemos visto también antes (c.74) que las sustancias inteligentes son incorruptibles, luego el entendimiento con el que entiende el hombre es incorruptible.
El sujeto propio de la generación y de
la corrupción es la materia. Por eso cuanto más alejada de la materia
está una cosa, más alejada está de la generación y de la corrupción,
pues son propiamente corruptibles las cosas compuestas de materia y
forma. Las formas materiales son corruptibles accidentalmente, no de
suyo; las formas inmateriales, que superan los límites de la materia,
son totalmente incorruptibles. El entendimiento por su propia naturaleza
es realmente más elevado que la materia; esto lo demuestra su
operación, pues sólo entendemos algo si lo separamos de la materia.
Luego el entendimiento por su propia naturaleza es incorruptible.
Y tampoco puede haber corrupción si no
hay contrariedad, pues sólo lo contrario puede producir corrupción; por
eso son incorruptibles los cuerpos celestes, en los que no hay
contrariedad. Pero la contrariedad es algo tan alejado de la naturaleza
del entendimiento, que las cosas que de suyo son contrarias, en él no lo
son. Hay una sola razón para la inteligibilidad de los contrarios, que
mediante uno se entiende el otro. Luego es imposible que el
entendimiento sea corruptible.
CAPÍTULO 85
No hay un único entendimiento posible para todos los hombres
Quizá alguno pueda decir que el
entendimiento ciertamente es incorruptible, pero es único para todos los
hombres, de modo que después de la corrupción de todos sea la única
cosa que de ellos quede. Que haya solamente un entendimiento para todos
puede defenderse de muchas maneras.
Partiendo de lo inteligible. Si hay un
entendimiento en ti y otro en mí, necesariamente habrá una especie
inteligible en ti y otra en mí, y en consecuencia lo entendido por ti
será distinto de lo entendido por mí. Luego la intención entendida
estará multiplicada según el número de individuos, y no será universal
sino individual. Y de esto parece seguirse que no es entendida en acto,
sino sólo en potencia, pues las intenciones individuales son lo
entendido en potencia, no en acto.
Porque, como hemos demostrado (c.84),
el entendimiento es una sustancia subsistente en su ser, y en una
especie no hay sustancias inteligentes diferentes numéricamente, como
también hemos visto (c.77).
Luego, si hay un entendimiento en ti y otro en mí numéricamente
distintos, cada uno será también distinto según la especie; y así tú y
yo no seríamos de la misma especie.
Dado que todos los individuos tienen en
común la naturaleza de la especie, hay que aceptar que, además de la
naturaleza de la especie, hay algo que distingue a los individuos entre
sí. Por tanto, si en todos los hombres hay un único entendimiento según
la especie, y muchos numéricamente, hay que aceptar algo que haga que un
entendimiento y otro se distingan numéricamente. Esto no puede ser algo
de la sustancia del entendimiento, pues éste no está compuesto de
materia y forma. Se sigue, en consecuencia, que toda diferencia de la
sustancia del entendimiento que se puede aceptar, es una diferencia
formal; y ésta establece diferencia de especie. Luego resulta que el
entendimiento de un hombre sólo podría ser numéricamente distinto del
entendimiento de otro por la diversidad de los cuerpos y, por tanto,
parece que no quedaría más que un único entendimiento, cuando se
corrompan los distintos cuerpos.
Pero es clarísimo que esto es imposible.
Para demostrarlo debemos proceder como se hace con quienes niegan los
principios, afirmando algo que no se pueda negar en modo alguno.
Digamos, por tanto, que este hombre, por ejemplo Sócrates o Platón,
entiende. Esto solamente lo podría negar el contrincante si entendiera
que debe negarse. Luego al negar afirma, pues afirmar y negar es propio
de quien entiende. Sí este hombre entiende, aquello con lo que entiende
formalmente es su forma, pues nada obra si no es por el acto, luego
aquello por lo que obra el agente es su acto, igual que el calor con que
calienta lo cálido es su forma. Por tanto, el entendimiento con que
entiende el hombre es la forma de este hombre y, por la misma razón,
también la de aquél. Pero es imposible que una forma numéricamente
idéntica pertenezca a entes distintos en número, pues un mismo ser no
pertenece a entes numéricamente distintos. Mas cada ente tiene el ser
por su forma; luego es imposible que el entendimiento con que entiende
el hombre sea único para todos.
Algunos que conocen la dificultad de
este argumento, han intentado encontrar un modo de rehuirlo. Dicen que
el entendimiento posible, de que hemos tratado antes (c.80 y 81),
recibe las especies inteligibles y por ellas pasa a estar en acto.
Además las especies inteligibles están de algún modo en los fantasmas.
Luego cuando la especie inteligible está en el entendimiento posible y
en los fantasmas que hay en nosotros, entonces el entendimiento posible
llega hasta nosotros y se une con nosotros, y por su medio podemos
entender.
Pero esta respuesta carece de valor. En
primer lugar, porque la especie inteligible que hay en los fantasmas es
entendida sólo en potencia, es entendida en acto cuando está en el
entendimiento posible; luego no está en el entendimiento posible como en
los fantasmas, sino abstraída de ellos. Por tanto se pierde la unión
del entendimiento posible con nosotros. Además, concedido que hubiera
alguna unión, ésta sería incapaz de hacernos entender. Porque la especie
de una cosa esté en el entendimiento, no se sigue que esta cosa
entienda, sino que es entendida; no entiende una piedra por más que su
especie esté en el entendimiento. Luego, del hecho de que las especies
de los fantasmas que están en nosotros estén en el entendimiento
posible, tampoco se sigue que nosotros entendamos, sino que somos
entendidos o, mejor, que son entendidos los fantasmas que hay en
nosotros.
Esto se ve con más claridad si consideramos la comparación que establece Aristóteles, en el III De anima,
cuando dice que el entendimiento se relaciona con los fantasmas como la
vista con los colores. Es claro que, porque llega a haber en la vista
especies de los colores que hay en una pared, la pared puede ser vista,
pero no ver. Luego, de que las especies de los fantasmas que hay en
nosotros lleguen a estar en el entendimiento, tampoco se sigue que
nosotros entendamos, sino que somos entendidos.
Si nosotros entendemos formalmente
mediante el entendimiento, es necesario que el entender del
entendimiento sea el mismo entender del hombre, igual que el calentar
del fuego es el mismo que el calentar del calor. Luego, si el mismo
entendimiento en número está en ti y en mí, se seguiría con necesidad
que, con respecto a una misma cosa inteligible, sería idéntico
numéricamente tu entender y el mío, cuando entendemos a la vez la misma
cosa. Pero esto es imposible, pues la acción de distintos agentes no
puede ser una e idéntica numéricamente. Luego se sigue que, si el
entendimiento es incorruptible como hemos visto (c.84), una vez destruidos los cuerpos permanezcan tantos entendimientos como hombres ha habido.
Es fácil resolver las objeciones en
contra. El primer argumento falla en muchos puntos. En primer lugar,
porque concedemos que sea lo mismo lo entendido por todos los hombres,
pero llamo entendido al objeto del entendimiento. Pero el
objeto del entendimiento no es la especie inteligible sino la esencia de
la cosa, porque ninguna ciencia intelectiva versa sólo sobre especies
inteligibles, sino sobre la naturaleza de las cosas, igual que el objeto
de la vista es el color y no la especie del color que está en el ojo.
Por tanto, aunque haya varios entendimientos de hombres distintos, es la
misma la cosa entendida en todos, igual que distintos observadores ven
el mismo cuerpo coloreado. En segundo lugar, porque no es necesario que
sea entendido sólo en potencia y no en acto lo que es individual; esto
únicamente ocurre con las cosas que se individualizan mediante la
materia, porque es necesario que lo que es entendido en acto sea
inmaterial. Por eso las sustancias inmateriales, aunque sean individuos
existentes por sí, son entendidas en acto. Luego también las especies
inteligibles por ser inmateriales, aunque sean numéricamente distintas
en ti y en mí, por eso no pierden el ser inteligibles en acto; sino que
el entendimiento que entiende su objeto mediante ellas vuelve sobre sí
mismo, entendiendo su propio entender y la especie mediante la cual
entiende.
Hay que considerar después que, incluso
si ponemos un único entendimiento para todos los hombres, no desparece
la dificultad, porque todavía habría multitud de entendimientos, pues
hay muchas sustancias separadas inteligentes, y así se seguiría, según
su razonamiento, que los objetos de estos entendimientos serían
numéricamente distintos y, por consiguiente, individuales y no
entendidos en acto. Queda claro, por tanto, que si el argumento aducido
fuera concluyente, descartaría completamente que hubiera variedad de
entendimientos y no sólo entre los seres humanos. Por eso, como esta
conclusión es falsa, es manifiesto que el argumento no concluye con
necesidad.
El segundo argumento se resuelve
fácilmente, si consideramos la diferencia que hay entre el alma
intelectiva y las sustancias separadas. Es propio del alma intelectiva,
por la misma naturaleza de su especie, unirse a un cuerpo como forma, de
ahí que en la definición de alma entre también el cuerpo. Por eso las
almas humanas se distinguen numéricamente por su vinculación a cuerpos
distintos. Pero esto no ocurre en las sustancias separadas.
Y con esto queda claro el modo de
solucionar el tercer argumento. El alma intelectiva, por la misma
naturaleza de su especie, no tiene el cuerpo como una parte de ella
misma, sino que tiene el poder unirse al cuerpo; de ahí que, por poderse
unir a cuerpos distintos, se distinga numéricamente. Pero esto
permanece en las almas incluso cuando se han destruido los cuerpos, pues
siguen pudiéndose unir a cuerpos distintos aunque no estén unidas en
acto.
CAPÍTULO 86
No hay un único entendimiento agente en todos
Hubo quienes, aunque admitían que había
un entendimiento posible para cada hombre, afirmaron que sólo había un
entendimiento agente para todos. Aunque esta opinión es más aceptable
que la precedente, puede ser refutada con argumentos parecidos. La
acción propia del entendimiento posible es recibir lo entendido y
entenderlo, la del entendimiento agente consiste en hacer inteligibles
en acto abstrayéndolos. Pues bien, ambos se dan en cada hombre, pues
cada hombre, Sócrates o Platón, recibe lo entendido y abstrae y entiende
lo abstraído. Luego es necesario que tanto el entendimiento posible
como el agente estén unidos como forma a cada hombre, y así es necesario
que se diversifiquen numéricamente de acuerdo con el número de los
seres humanos.
Es necesario que el agente y el paciente
se relacionen entre sí de un modo semejante a la materia y la forma,
pues es el agente el que pone en acto a la materia. Por eso a cada
potencia pasiva le corresponde una potencia activa de su mismo género,
pues el acto y la potencia pertenecen al mismo género. El entendimiento
agente se relaciona con el posible como la potencia activa con la
pasiva, como se desprende de lo dicho (c.83).
Luego es necesario que ambos entendimientos sean del mismo género. Por
consiguiente, dado que el entendimiento posible no está separado según
el ser, sino que está unido a nosotros como forma y se diversifica según
la multitud de seres humanos, como hemos demostrado (c.85),
es necesario que el entendimiento agente sea algo unido a nosotros
formalmente, y que se diversifique según el número de los hombres.
CAPÍTULO 87
El entendimiento posible y el agente radican en la esencia única del alma
Puesto que tanto el entendimiento
posible como el agente están unidos a nosotros formalmente, es necesario
afirmar que coinciden en la misma esencia del alma. Todo lo que se une
formalmente a algo, se une como forma sustancial o como forma
accidental. Si, por tanto, el entendimiento posible y el agente se
unieran al hombre como forma sustancial, como cada ente sólo tiene una
forma sustancial, hay que decir que ambos coinciden en la única esencia
de la forma, que es el alma. Sí, en cambio, se unieran como forma
accidental, es claro que ninguno de ellos puede ser accidente del
cuerpo, pues sus operaciones se llevan a cabo sin órgano corpóreo, como
más arriba (c.79)
hemos visto; se sigue, por tanto, que uno y otro son accidentes del
alma. Como en cada hombre sólo hay un alma, es necesario que el
entendimiento agente y el posible coincidan en la única esencia del
alma.
Toda acción propia de una especie
procede de los principios que derivan de la forma que establece la
especie. Entender es una acción propia de la especie humana, luego es
necesario que el entendimiento agente y el posible, que son los
principios de esta operación como hemos visto (c.79-83),
deriven del alma humana, que es la que establece la especie del hombre.
Pero no derivan de ella descendiendo hasta el cuerpo, porque su
operación se realiza sin órgano corporal, como hemos observado (c.79).
La acción es del mismo que es la potencia. Resulta, por tanto, que el
entendimiento agente y el posible están juntos en la única esencia del
alma.
CAPÍTULO 88
Cómo están estas dos potencias en la esencia única del alma
Nos falta considerar cómo es posible
esto, pues parece que surgen dificultades. El entendimiento posible está
en potencia para todas las cosas inteligibles y el entendimiento agente
hace que estén en acto las cosas inteligibles, por eso necesariamente
se relaciona con ellas como el acto con la potencia. Mas no parece
posible que una misma cosa esté en potencia y en acto respecto a lo
mismo; luego parece imposible que coincidan en la sustancia única del
alma el entendimiento posible y el agente.
Pero esta duda se aclara fácilmente, sí
advertimos cómo está en potencia el entendimiento posible respecto a las
cosas inteligibles y cómo hace el entendimiento agente que éstas estén
en acto. El entendimiento posible está en potencia respecto a lo
inteligible, porque no tiene en su propia naturaleza una forma
determinada de las cosas sensibles, igual que la pupila está en potencia
para los colores. Luego, puesto que los fantasmas abstraídos de las
cosas sensibles son semejanzas determinadas de las naturalezas
sensibles, ellos se relacionan con el entendimiento posible como el acto
con la potencia. Pero los fantasmas están a su vez en potencia para
algo que tiene en acto el alma intelectiva, es decir, para ser
abstraídos de las condiciones materiales y, en cuanto a esto, el alma se
relaciona con ellos como el acto con la potencia. No hay inconveniente
en que algo esté en acto y en potencia respecto a lo mismo según
diversos motivos. Por eso mismo los cuerpos naturales actúan y reciben
acción entre sí, porque cada uno de ellos está en potencia y en acto
respecto al otro. Así, por tanto, no hay inconveniente en que una misma
alma intelectiva esté en potencia para todas las cosas inteligibles, por
cuanto hay en ella un entendimiento posible, y se relacione con ellas
como acto, por tener un entendimiento agente.
Esto parece todavía más claro por el
modo como el entendimiento hace lo inteligible en acto. No hace lo
inteligible en acto como si esto fluyera de él hasta el entendimiento
posible. Si fuera así, no necesitaríamos ni fantasmas ni sentidos para
entender. El entendimiento hace lo inteligible en acto abstrayéndolo de
los fantasmas, como la luz hace de algún modo que los colores estén en
acto, no porque los tenga en sí, sino porque les da de algún modo la
visibilidad. Así pues, hay que pensar que el alma intelectiva es una
sola, que carece de las naturalezas sensibles pero puede recibirlas
intelectualmente, y que hace que los fantasmas sean inteligibles en acto
abstrayendo de ellos las especies inteligibles. Por eso, llamamos
entendimiento posible a la potencia del alma que la hace receptiva de
las especies inteligibles, y llamamos entendimiento agente a la potencia
con la que abstrae de los fantasmas las especies inteligibles. El
entendimiento agente es como una luz inteligible, de la que participa el
alma a semejanza de las sustancias inteligentes superiores.
CAPÍTULO 89
Todas las potencias radican en la esencia del alma
No solamente el entendimiento agente y
el posible están juntos en una única esencia de alma humana, sino que
también lo están todas las demás potencias que son principios de las
operaciones del alma. Todas estas potencias radican de algún modo en el
alma. Las potencias de la parte vegetativa y sensitiva están en el alma
como en el principio, mientras que están en el conjunto de alma y cuerpo
como en el sujeto, pues sus operaciones son del conjunto y no sólo del
alma, y la acción es de quien es la potencia. Otras potencias están en
el alma como en el principio y en el sujeto, pues sus operaciones son
del alma sin órgano corporal; éstas son las potencias de la parte
intelectiva. Como es imposible que haya varias almas en el hombre, es
necesario que todas las potencias pertenezcan a la misma alma.
CAPÍTULO 90
Sólo hay un alma en cada cuerpo
Así se demuestra que es imposible que
haya varías almas en un mismo cuerpo. Es claro que el alma es la forma
sustancial del ente que tiene alma, porque los entes animados se ponen
en el género y en la especie por el alma. Es imposible que una misma
cosa tenga varias formas sustanciales, pues la forma sustancial se
diferencia de la accidental en que ella es la que hace el ser algo
determinado propiamente, mientras que la accidental le llega a algo que
ya es determinado, y le hace tener cualidad, cantidad y comportarse de
diverso modo. Si una misma cosa tiene varias formas, la primera de ellas
le confiere el ser algo determinado o no; si no la constituye en algo
determinado, no es forma sustancial; si, en cambio, la constituye en
algo determinado, todas las otras formas que llegan después, acceden a
algo que ya está determinado. Por tanto ninguna de éstas será
sustancial, sino que serán todas accidentales. Así pues, queda claro que
una misma cosa no puede tener más de una forma sustancial, y que
tampoco es posible que haya varias almas en un mismo ente vivo.
Es claro que consideramos viviente al
hombre porque tiene alma vegetativa, animal porque tiene alma sensitiva,
y hombre por tener alma intelectiva. Si en el hombre hubiera tres
almas, una vegetativa, otra sensitiva y otra racional, se seguiría que
por una de ellas lo pondríamos en un género y por cada una de las otras
le correspondería una especie. Pero esto es imposible, pues así el
género y la especie no constituirían una unidad en sentido propio, sino
una unidad accidental, como un conglomerado, igual que ocurre con blanco
y músico, que no constituyen una unidad propiamente dicha. Luego es
necesario que en el hombre haya solamente un alma.
CAPÍTULO 91
Argumentos que parecen probar que en el hombre hay pluralidad de almas
Parece que hay razones para oponerse a
esa opinión. En primer lugar, que la diferencia se relaciona con el
género como la forma con la materia. Animal es el género del hombre, y
racional su diferencia constitutiva. Por tanto, puesto que el animal es
un cuerpo animado por un alma sensitiva, parece que el cuerpo animado
por un alma sensitiva está todavía en potencia respecto al alma
racional, y así el alma racional sería distinta de la sensitiva.
El entendimiento no tiene órgano
corporal, mientras que las potencias sensitivas y nutritivas sí lo
tienen. Luego parece imposible que la misma alma sea a la vez sensitiva e
intelectiva, porque una misma cosa no puede estar a la vez separada y
no separada.
El alma racional es incorruptible, como hemos señalado arriba (c.84).
Las almas vegetativa y sensitiva son corruptibles, porque son actos de
órganos corruptibles. Luego una misma alma no puede ser vegetativa,
sensitiva y racional, porque es imposible que una misma cosa sea
corruptible e incorruptible.
En la generación del hombre aparece la
vida que procede del alma vegetativa antes de que se advierta por el
sentido y el movimiento que haya sido concebido el animal, y se
demuestra que el animal existe por el sentido y el movimiento antes de
que tenga entendimiento. Si, pues, es la misma el alma por la que lo
concebido vive primero con vida de planta, después con vida de animal y
finalmente con vida de hombre, se sigue que o la vida vegetativa, la
sensitiva y la racional proceden de un principio extrínseco, o que la
intelectiva procede de una virtud que hay en el semen. Pero ambas
alternativas parecen insostenibles porque, al no haber operaciones de
alma vegetativa ni de la sensitiva sin cuerpo, tampoco sus principios
pueden existir sin cuerpo. Sin embargo, la operación del alma
intelectiva es sin cuerpo y, por eso, parece imposible que su causa sea
una virtud del cuerpo. Luego parece imposible que una misma alma sea
vegetativa, sensitiva e intelectiva.
CAPÍTULO 92
Respuesta a estos argumentos
Para despejar tales dudas debemos
considerar que, igual que en los números las especies se diversifican
porque una es mayor que otra, también en las cosas naturales una especie
supera a otra en perfección. Toda la perfección que hay en los cuerpos
inanimados, la tienen las plantas e incluso más. La que tienen las
plantas, la tienen los animales y con algo más. Y así hasta llegar al
hombre, que es la criatura más perfecta de las corpóreas. Todo lo que es
imperfecto se comporta como materia con respecto a lo más perfecto, y
esto es manifiesto en muchos casos. Los elementos son la materia de los
cuerpos que tienen partes semejantes, y los cuerpos de partes semejantes
son como la materia respecto a los animales. Y lo mismo debemos
advertir en cada uno de ellos. En efecto, lo que alcanza un grado de
perfección más alto en las cosas naturales, por su forma tiene toda la
perfección propia de la naturaleza inferior, y por esa forma tiene
también la perfección mayor con que supera a la inferior. Por ejemplo,
la planta recibe de su alma el ser sustancia, y el ser sustancia
corpórea y además ser cuerpo animado. El animal recibe de su alma todo
eso y además ser sentiente. El hombre, además de todas esas cosas,
recibe de su alma el ser inteligente. Por tanto, si en cualquier cosa
consideramos lo que corresponde a una perfección de grado inferior, esto
será como la materia respecto a una perfección de grado superior. Por
ejemplo, si consideramos en un animal que tiene vida de planta, esto es
de algún modo material respecto a lo propio de la vida sensitiva, que es
la propia del animal.
El género se toma de la materia, pero no
es materia, si lo fuera no se predicaría del conjunto. El nombre que
damos a las cosas tomado de lo que en ellas es material, es su género, y
del mismo modo la diferencia la tomamos de la forma. Por eso, cuerpo
vivo o animado es el género de animal, sensible es su diferencia
constitutiva. Del mismo modo, animal es el género de hombre, y racional
su diferencia constitutiva. Luego, como la forma de un grado superior
tiene en sí misma todas las perfecciones del grado inferior, la forma
por la que se recibe el género y la forma por la que se recibe la
especie no son distintas realmente. Sino que la misma forma proporciona
el género porque tiene la perfección del grado inferior, y proporciona
la diferencia por tener la perfección del grado superior. Y así queda
claro que, aunque animal sea el género de hombre y racional su
diferencia constitutiva, no es necesario que haya en el hombre un alma
sensitiva y otra intelectiva, como objetaba el primer argumento.
Esto mismo parece solucionar la segunda
objeción. Hemos dicho que la forma de la especie superior contiene en sí
todas las perfecciones de los grados inferiores. Hay que considerar que
una especie natural es tanto más alta, cuanto más sometida a la forma
esté la materia, y así es necesario que cuanto más noble es una forma,
más elevada esté sobre la materia. Por eso el alma humana, que es la más
noble de las formas naturales, alcanza el grado supremo de elevación:
el tener alguna operación sin el apoyo de la materia corporal. No
obstante, porque el alma contiene las perfecciones de los grados
inferiores, tiene también operaciones en las que participa la materia
corporal. Es claro que la operación procede de las cosas según su
virtud. Luego es necesario que el alma humana tenga algunas fuerzas o
potencias que sean los principios de las operaciones que se ejercen con
la ayuda del cuerpo, y es necesario que éstas sean acto de algunas
partes del cuerpo. Esto ocurre con las potencias de la parte vegetativa y
sensitiva. Y también es necesario que tenga potencias que sean los
principios de las operaciones que se ejercen sin el cuerpo, como son las
potencias de la parte intelectiva; y éstas no son acto de ningún
órgano. Por eso mismo llamamos separados tanto al entendimiento posible
como al agente, porque no son actos de ningún órgano como lo son la
vista o el oído. Pero, a pesar de ello, ambos entendimientos radican en
el alma que es forma del cuerpo. En consecuencia, porque el
entendimiento esté separado y carezca de órgano corporal, no es
necesario que en el hombre haya un alma sensitiva y otra intelectiva.
Esto mismo también nos aclara que,
aunque el alma sensitiva sea corruptible y la intelectiva incorruptible,
nada obliga a afirmar un alma intelectiva y otra sensitiva en el
hombre, como concluía el tercer argumento. El ser incorruptible es
característico de la parte intelectiva porque es separada. Luego, igual
que en la esencia del alma radican las potencias que son separadas y las
que no lo son, como hemos dicho (c.88 y 89), nada impide que algunas potencias desaparezcan junto con el cuerpo, y que otras sean incorruptibles.
Con lo dicho también queda solucionada
la cuarta objeción. Todo movimiento natural procede lentamente de lo
imperfecto a lo perfecto, pero ocurre de modo distinto en la alteración y
en la generación. Una cualidad puede aumentar y disminuir, por eso la
alteración, que es el movimiento en la cualidad, pasa de la potencia al
acto, de lo imperfecto a lo perfecto, permaneciendo la misma cualidad en
todo el proceso. La forma sustancial, en cambio, no puede aumentar ni
disminuir, porque el ser sustancial es único e indivisible para cada
uno; por eso una generación no procede, permaneciendo la misma a través
de varios pasos intermedios, desde lo imperfecto a lo perfecto, sino que
es necesario que haya una nueva generación y una nueva corrupción para
cada uno de los grados de perfección. Así pues, en la generación del
hombre lo concebido vive primero vida de planta con un alma vegetativa; a
continuación, desaparecida esa forma por corrupción, por otra
generación adquiere un alma sensitiva y vive con vida de animal.
Finalmente, retirada esta alma por corrupción, se introduce la forma
última y completa, que es el alma racional y que contiene en sí cuanta
perfección había en las formas precedentes.
CAPÍTULO 93
El alma racional no es producida por escisión
Esta última forma completa que es el
alma racional, no nace de una virtud que haya en el semen, sino de un
agente superior. La virtud que hay en el semen es una virtud corpórea,
mientras que el alma racional supera toda la naturaleza y la virtud de
cualquier cuerpo, pues ningún cuerpo alcanza la operación intelectiva de
ella. Luego, dado que nada produce efectos superiores a su especie,
porque el agente es más noble que el paciente, y quien hace es más noble
que lo hecho, es imposible que la virtud de un cuerpo produzca un alma
racional y, por lo mismo, que lo logre la virtud que pueda haber en el
semen.
Además, a cada cosa le corresponde ser
hecha según el ser que va a tener, porque el ser hecho es propio de
quien también es el ser, ya que si algo es hecho es para tener el ser. A
las cosas que tienen el ser por ellas mismas, les corresponde ser
hechas por ellas mismas; esto ocurre en las sustancias. A las que no
tienen el ser por ellas mismas, no les corresponde ser hechas por ellas,
como ocurre en los accidentes y las formas materiales. El alma racional
tiene el ser por ella misma, pues por sí misma tiene operación, como se
desprende de lo dicho antes (c.84).
Luego al alma racional le corresponde ser hecha por ella misma. Por
consiguiente, al no estar compuesta de materia y forma, como antes (c.70)
demostramos, se sigue que sólo puede llegar a ser por creación. Y crear
es exclusivo de Dios, como antes señalamos. Luego sólo Dios trae al ser
al alma racional.
Esto también resulta razonable. Vemos en
las artes coordinadas entre sí, que la suprema aporta la forma última,
mientras que las inferiores van preparando la materia para la forma
última. Es claro que el alma racional es la forma última más perfecta
que puede conseguir la materia de las cosas generables y corruptibles.
Luego los agentes naturales inferiores causan oportunamente las
disposiciones y formas previas y, a su vez el agente supremo, Dios,
causa la forma última, que es el alma racional.
CAPÍTULO 94
El alma racional no procede de la sustancia de Dios
No hay que creer que el alma racional
proceda de la sustancia divina, como dijeron algunos erróneamente. Hemos
demostrado antes (c.9) que Dios es simple e indivisible, luego no une el alma racional al cuerpo separándola de su sustancia.
También hemos demostrado (c.17)
que es imposible que Dios sea forma de un cuerpo. Pero el alma racional
está unida al cuerpo como forma. Luego no procede de la esencia de
Dios.
Hemos demostrado también antes (c.14)
que Dios no es movido ni por sí ni por accidente, y en el alma racional
observamos claramente lo contrarío, pues pasa de la ignorancia a la
ciencia, y del vicio a las virtudes. Luego no procede de la sustancia de
Dios.
CAPÍTULO 95
Dios crea cosas inmediatamente
De todo lo que llevamos dicho se
desprende con necesidad que las cosas que sólo pueden llegar a ser por
creación, proceden inmediatamente de Dios. Es claro que los cuerpos
celestes sólo pueden llegar al ser por creación, pues no podemos decir
que hayan sido hechos de una materia preexistente. Si así hubiera sido,
serían generables, corruptibles y sujetos a contrariedad. Pero esto no
ocurre en ellos, como indica su propio movimiento, pues se mueven
circularmente, y el movimiento circular no tiene contrario. Resulta por
tanto que los cuerpos celestes han sido traídos al ser inmediatamente
por Dios.
Tampoco los elementos proceden
propiamente de una materia preexistente, porque lo que preexistiría
tendría alguna forma. En este caso, si esta materia preexistente a los
elementos tuviera una forma distinta de ellos, sería necesario que
hubiera un cuerpo distinto de los elementos y anterior a ellos en el
orden de la causa material. O sería necesario que uno de ellos fuera
anterior a los demás en este mismo orden, si la materia preexistente
tuviera la forma de un elemento. Luego es necesario que los elementos
hayan sido traídos al ser inmediatamente por Dios.
Mucho más imposible es que las
sustancias incorpóreas e invisibles hayan sido creadas por alguien
distinto, pues todas estas sustancias son inmateriales. No puede haber
más materia que la sujeta a dimensión, y ésta la divide de modo que de
una materia pueden surgir varias cosas materiales; por eso es imposible
que las sustancias incorpóreas hayan sido causadas de una materia
preexistente. Resulta por tanto que solamente Dios les ha dado el ser
por creación. Y por eso, la fe católica confiesa que Dios es creador del cielo y de la tierra y de todo lo visible e invisible.
CAPÍTULO 96
Dios da el ser a las cosas voluntariamente, no por necesidad natural
Con esto también se demuestra que Dios
no da el ser a las cosas por necesidad natural, sino por su voluntad. De
un único agente que actúa por naturaleza sólo procede inmediatamente
una sola cosa, mientras que el agente que actúa voluntariamente puede
producir cosas diversas. Esto se debe a que cada agente obra de acuerdo
con su forma. La forma natural, por la que se obra por naturaleza, es
única para cada agente, mientras que las formas entendidas, por las que
se obra voluntariamente, son variadas. Luego, como Dios da el ser
inmediatamente a muchas cosas, como acabamos de ver (c.95), es claro que Dios les da el ser por su voluntad, no por necesidad de su naturaleza.
En el orden de los agentes, el agente
que obra con entendimiento y voluntad es anterior al que procede por
necesidad natural, pues el que actúa voluntariamente se da a sí mismo el
fin por el cual obrar, mientras que el agente natural obra por un fin
proporcionado por otro. Es claro por lo que hemos dicho (c.3) que Dios es el primer agente, luego obra por voluntad, no por necesidad impuesta por la naturaleza.
Hemos visto más arriba (c.19)
que Dios tiene un poder infinito. Por tanto, no está determinado a este
o aquel efecto, sino que se encuentra indeterminado respecto a todos.
Quien se encuentra indeterminado para efectos diversos, se determina a
producir uno mediante el deseo; como el hombre que puede andar y no
andar, anda cuando quiere. Luego, es necesario que los efectos procedan
de Dios por determinación de la voluntad; y, en consecuencia, Dios no
obra por necesidad de la naturaleza sino por voluntad. De ahí que la fe
católica llame a Dios omnipotente no sólo creador, sino también hacedor,
pues hacer es propio del artífice que obra con libre voluntad. Y porque
todo agente voluntario obra guiado por la concepción de su
entendimiento, que llamamos su palabra, como antes (c.37 y 38) hemos dicho, y la Palabra de Dios es el Hijo, la fe católica confiesa acerca del Hijo que por él fueron hechas todas las cosas.
CAPÍTULO 97
Dios es inmutable en su acción
Precisamente porque da el ser a las
cosas voluntariamente, es claro que puede dar un nuevo ser a las cosas
sin mutación de sí mismo. Ésta es la diferencia entre el agente natural y
el voluntario, que el agente natural obra siempre del mismo modo pues
siempre se comporta del mismo modo, y hace cosas iguales a sí mismo; el
agente voluntario, en cambio, hace lo que le place. Puede suceder que
sin mutación propia quiera actuar en este momento y no hacerlo antes,
pues nada impide que alguien tenga voluntad de obrar en el futuro,
incluso cuando no está obrando. Por consiguiente, puede suceder que, sin
mutación en Dios, no haya dado el ser a las cosas desde la eternidad,
aunque él sea eterno.
CAPÍTULO 98
Argumento a favor de la eternidad del movimiento. Y su refutación
Parece que, aunque Dios pueda producir
un efecto nuevo con voluntad eterna e inmutable, es necesario que algún
movimiento preceda al nuevo efecto. Observamos que la voluntad sólo
retrasa lo que quiere hacer, porque hay algo ahora que desaparecerá
después, o porque no lo hay y se espera en el futuro. Por ejemplo, un
hombre puede en verano querer vestirse una ropa, pero no hacerlo en ese
momento sino en el futuro, porque en verano hay un calor que cesará con
el frío que llegará más adelante. Luego, si Dios quiso desde la
eternidad producir un efecto y no lo hizo desde la eternidad, parece que
esperaría que llegara a haber algo que todavía no había, o que
desapareciera algo entonces presente. Ninguna de las dos cosas puede
suceder sin movimiento. Luego parece que una voluntad precedente no
puede producir un efecto posterior sin que preceda también un
movimiento. Y así, si Dios tuvo voluntad eterna de producir cosas que no
fueron producidas desde la eternidad, es necesario que a su producción
la haya precedido un movimiento y, en consecuencia, entes movibles. Y si
éstos no han sido producidos por Dios y desde la eternidad, otra vez se
requerirían un movimiento preexistente y entes movibles, hasta el
infinito.
Esta objeción se puede rebatir
fácilmente, si consideramos la diferencia que hay entre el agente
universal y el agente particular. El agente particular tiene su acción
sometida a la regla y a la medida que estableció el agente universal.
Esto lo vemos en el ámbito civil, donde el legislador propone la ley
como regla y medida conforme a la cual deben juzgar los jueces
particulares. El tiempo es la medida de las acciones que se realizan en
el tiempo, pues el agente particular tiene su acción condicionada al
tiempo, de modo que obra ahora y no antes por alguna razón determinada.
El agente universal, que es Dios, estableció la medida que es el tiempo y
según su voluntad; por lo cual, entre las cosas producidas por Dios
está también el tiempo. En consecuencia, igual que cada cosa tiene la
cantidad y la medida que Dios quiso proporcionarle, el tiempo tiene la
cantidad que Dios quiso darle, de modo que el tiempo y cuanto sucede en
el tiempo comienza cuando Dios quiere que exista.
Esta objeción planteada parte de un
agente que presupone el tiempo y obra en el tiempo, pero que no
instituye el tiempo. La pregunta que se plantea de por qué la voluntad
eterna produce el efecto ahora y no antes, presupone un tiempo
preexistente, pues ahora y antes son partes del tiempo. Por tanto,
acerca de la producción universal de las cosas, entre las que hay que
considerar el tiempo, no hay que preguntar por qué ahora y no antes,
sino por qué quiso que fuera ésa la medida del tiempo. Pero esto depende
de la voluntad divina, para la cual es indiferente asignar una cantidad
u otra al tiempo.
Esto mismo podemos pensar de las
dimensiones del mundo. No nos preguntamos por qué puso Dios el mundo
corpóreo en este sitio, y no más arriba o más abajo o en otra posición
diferente, porque fuera del mundo no hay ningún espacio. Sino que
proviene de la voluntad divina el dar al mundo corpóreo ese volumen, y
que nada de él esté fuera de ese espacio por diferencia de posición.
Aunque no hubo un tiempo anterior al mundo, ni hay espacio fuera del
mundo, empleamos ese modo de hablar para decir que antes de que hubiera
mundo no había nada más que Dios, y que fuera del mundo no hay ningún
cuerpo, entendiendo sólo con la imaginación que antes y fuera sean tiempo o espacio.
CAPÍTULO 99
Argumentos a favor de la preexistencia de una materia eterna. Y su refutación
Parece que, aunque no se hayan producido
las cosas perfectas desde la eternidad, fue necesario que hubiera
materia desde la eternidad. Todo lo que tiene ser después de no ser,
cambia de no ser a ser. Si, pues, las cosas creadas, como el cielo, la
tierra y demás, no existieron desde la eternidad sino que comenzaron a
ser después de no haber sido, es necesario afirmar que han sido
cambiadas de no ser a ser. Toda mutación y todo movimiento tienen un
sujeto, pues el movimiento es el acto de un ente en potencia. El sujeto
de la mutación que da el ser a la cosa producida, no puede ser la misma
cosa producida, pues ella es el término del movimiento. El movimiento no
es término y sujeto, sino que el sujeto de esta mutación es aquello de
lo que es producida la cosa, y a eso lo llamamos materia. Luego parece
que, si las cosas han sido traídas al ser sin que existieran antes, será
necesario que se les haya dado una materia; y si ésta, a su vez, ha
sido producida sin existir previamente, necesariamente tuvo que tener
otra materia precedente. Pero no hay que proceder al infinito. Por tanto
resulta que habrá que llegar a una materia eterna que no haya sido
producida sin que existiera antes.
Si el mundo comenzó a existir sin haber
existido antes, antes de que hubiera mundo era posible que hubiera un
mundo o que fuera hecho, o no era posible. Si no era posible que hubiera
un mundo o que fuera hecho, esto equivale a que era imposible que
hubiera mundo o que fuera hecho. Y lo que es imposible que se haga, es
necesario que no sea hecho; luego es necesario que el mundo no haya sido
hecho. Pero como esto es claramente falso, hay que decir necesariamente
que, si el mundo comenzó a existir sin haber existido antes, era
posible que el mundo existiera o fuera hecho. Luego había algo en
potencia para que el mundo fuera hecho o existiera. Pero lo que está en
potencia para el hacerse o el ser de algo es su materia, como lo es la
madera con relación a una silla. Luego es necesario que haya habido
siempre materia, aunque no hubiera habido mundo.
Sin embargo, puesto que, como hemos señalado más arriba (c.69),
también la materia procede únicamente de Dios, por la misma razón la fe
católica confiesa que la materia no es eterna ni es eterno el mundo.
Fue conveniente que la causalidad divina se expresara en las cosas de
modo que las cosas producidas por Dios comenzaran sin haber existido
antes. Esto muestra con evidencia y claridad que las cosas no existen
por sí mismas, sino por un autor eterno. Los anteriores argumentos no
nos obligan a afirmar la eternidad de la materia. A la producción
universal de las cosas no podemos llamarla propiamente mutación, pues en
ninguna mutación es producido el sujeto de la mutación por la mutación
misma, porque el sujeto de la mutación y el término no se identifican,
como se dice. Luego, como la producción universal de las cosas por Dios,
que llamamos creación, se extiende a todo lo que hay en la realidad,
esta producción no puede tener propiamente carácter de mutación, aunque
las cosas creadas llegaran a existir sin haber existido antes. Existir
después de no haber existido no basta para que haya auténtica mutación, a
no ser que se suponga un sujeto que en un momento está bajo la
privación y en otro bajo la forma. Por eso en algunos casos encontramos
que una cosa sucede después de otra, y en ellas no hay propiamente
carácter de movimiento o de mutación, como cuando decimos que del día se
hace la noche. Así, por tanto, aunque el mundo haya comenzado a existir
sin existir antes, no es necesario que esto haya sucedido por una
mutación, sino por creación; y la creación no es una mutación verdadera,
sino una relación, no referida a ningún existir precedente, de la cosa
creada que depende en su ser de un creador. En toda mutación tiene que
haber algo que permanezca idéntico y se muestre de modo distinto una vez
y la siguiente, es decir, que una vez esté en un extremo y después en
el otro. Esto no ocurre con la creación en la realidad, sino sólo en la
imaginación, cuando imaginamos que una misma cosa primero no existía y
después existe. Así, puede haber algún parecido entre la creación y la
mutación.
Tampoco el segundo razonamiento nos
obliga. Aunque es verdad decir que antes de que hubiera mundo, era
posible que hubiera mundo o que llegara a haberlo, no es necesario que
esto se refiera a una potencia. En los enunciables empleamos el término posible significando un modo de la verdad, es decir, significando que no es necesario ni imposible. Pero este posible no se refiere a ninguna potencia, como enseña el Filósofo en el V de la Metafísica.
Si lo referimos a una potencia, es necesario que no sea a la potencia
pasiva, sino a la activa, de modo que, al decir que fue posible que
hubiera mundo antes de que lo hubiera, se entienda que Dios pudo darle
el ser al mundo antes de dárselo. Por eso no estamos obligados a afirmar
que la materia haya precedido al mundo. Y así, la fe católica no pone
nada coeterno con Dios, y por eso le confiesa creador y hacedor de todo lo visible y lo invisible.
CAPÍTULO 100
Dios lo hace todo por un fin
Es necesario que Dios haya hecho todas las cosas por un fin, porque hemos señalado antes (c.96)
que Dios dio el ser a las cosas con entendimiento y voluntad, no por
necesidad de naturaleza; y todo agente que obra con entendimiento y
voluntad, obra por un fin, pues el principio del entendimiento operativo
es el fin.
Dios ha producido las cosas del mejor
modo, pues es propio del mejor de todos hacer cada una de las cosas del
modo mejor. Es mejor hacer algo por un fin que hacerlo sin intención del
fin, pues del fin procede la presencia del bien en las cosas que son
hechas. Luego Dios ha hecho las cosas por un fin. Esto lo observamos en
las cosas que obran por naturaleza, entre las que no hay nada en vano,
sino que todo tiene una finalidad. Además no es aceptable decir que
están mejor ordenadas las cosas que hace la naturaleza que la creación
de la naturaleza misma por el primer agente, cuando todo el orden de la
naturaleza deriva de esta creación. Luego es claro que Dios ha producido
todas las cosas por un fin.
CAPÍTULO 101
El fin último de todas las cosas es la bondad divina
Es necesario que el fin último de las
cosas sea la bondad divina. Las cosas hechas por un agente con voluntad
tienen un fin último, que es lo primero y propiamente deseado por el
agente, pues por este fin todo agente hace cuanto hace. Lo primero
querido por la voluntad divina es su bondad, como hemos visto (c.32). Luego es necesario que la bondad divina sea el fin último de todas las cosas hechas por Dios.
El fin de la generación de cada cosa
generada es su forma, pues una vez adquirida descansa. Todo lo generado,
tanto artificial como natural, se parece algo al agente, porque todo
agente hace cosas de algún modo semejantes a él mismo. La casa
construida materialmente procede de la casa que está en la mente del
artífice, y en el orden natural un hombre engendra un hombre. Y si hay
cosas engendradas o hechas según la naturaleza que no son semejantes al
generante según la especie, se asemejan a sus agentes como lo imperfecto
a lo perfecto. El que no se parezcan según la especie al generante se
debe a que no pueden alcanzar una semejanza perfecta con él, si bien
participan de ella imperfectamente, como los animales y las plantas, que
son engendrados por la virtud del sol. Por tanto, el fin de la
generación o producción de todas las cosas es la forma del productor o
generante, esto es que alcancen una semejanza con él. La forma del
primer agente, que es Dios, no es otra que su bondad. Luego, para eso
han sido hechas todas las cosas, para que sean semejantes a la bondad
divina.
CAPÍTULO 102
La asimilación a Dios es la causa de la diversidad en las cosas
En este fin debemos ver la razón de la
diversidad y distinción que hay en las cosas. Como una sola criatura no
pudo representar perfectamente la bondad divina por la distancia de
cualquiera de ellas a Dios, fue necesario que la representaran muchas,
para que lo que le falta a una lo supla otra. También en las
conclusiones de los silogismos, cuando con un solo medio no se demuestra
suficientemente la conclusión, es necesario añadir más medios para
lograr la conclusión; como sucede en los silogismos dialécticos. No
obstante, todas las criaturas juntas no representan perfectamente la
bondad divina ni se pueden equiparar a ella, sólo la representan según
la perfección que puede haber en las criaturas.
Lo que hay en la causa universal
propiamente y unido, lo hallamos en los efectos multiplicado y distinto,
pues lo que está en la causa es más noble que lo que está en los
efectos. La bondad divina, una y simple, es el principio y la raíz de
toda la bondad que encontramos en las criaturas; por eso es necesario
que las criaturas se asemejen a la bondad divina como muchas cosas
distintas se parecen a algo uno y simple. Luego la multitud y distinción
de las cosas no procede por casualidad o de un modo fortuito, ni
tampoco su producción se debe al acaso o al azar, sino a un fin, pues
del mismo principio procede el ser, la unidad y la multitud de las
cosas. La distinción en las criaturas tampoco se debe a la materia, pues
la primera producción de las cosas fue por creación, que no requiere
materia. También consideramos casuales las cosas que provienen sólo de
la necesidad de la materia.
La multitud de las cosas tampoco se debe
al orden de los agentes intermedios. Por ejemplo, que no pudiera
proceder directamente de un primer agente simple más que una sola cosa,
tan distante de la simplicidad del primero que de ella ya pudiera
proceder una multitud; y así sucesivamente, cuanto más se alejara del
primer agente simple, más numerosa fuera la multitud que encontramos.
Esto opinaron algunos. Ya hemos demostrado antes (c.69 y 72) que hay muchas cosas que sólo pudieron llegar a ser por creación, y esto sólo lo puede hacer Dios, como antes vimos (c.70);
por lo que resulta que Dios mismo creó inmediatamente muchas cosas.
También es claro que, según esa opinión, la multiplicación y la
distinción de las cosas serían casuales, no intentadas por el primer
agente. Pero la multitud y la distinción de las cosas han sido
concebidas por el entendimiento divino y establecidas en las cosas para
que éstas representen la bondad de Dios con variedad de matices, y según
esta variedad participen de la bondad, para que de este modo, por el
mismo orden de la diversidad de las cosas, brille en ellas una belleza
que dé realce a la sabiduría divina.
CAPÍTULO 103
La bondad divina es la causa de las cosas y también la de todo movimiento y de toda operación
La bondad divina no sólo es el fin de la
creación de las cosas, sino que es necesario que sea también el fin de
toda operación y de todo movimiento de las criaturas. Cada ente obra
según su cualidad, así lo cálido calienta. Toda cosa creada participa de
alguna semejanza de la bondad divina por su forma, como hemos visto (c.102). Luego toda acción y todo movimiento de las criaturas están ordenados a la bondad divina como al fin.
Parece que los movimientos y las
operaciones de las cosas tienden a lo perfecto. Lo perfecto tiene razón
de bien, pues la perfección de toda cosa es su bondad. Luego todo
movimiento y toda perfección de las cosas tienden al bien. Por otra
parte, todo bien es una semejanza del bien sumo, igual que todo ser es
semejanza del primer ente. Luego el movimiento y la acción de cada cosa
tienden a asimilarse a la bondad divina.
Si hay muchos entes ordenados, es
necesario que las acciones y los movimientos de todos los agentes se
ordenen al bien del primer agente como a último fin. Pues, dado que
todos los agentes inferiores son movidos por el agente superior, y que
todo motor mueve hacia su fin propio, es necesario que las acciones y
los movimientos de los agentes inferiores tiendan al fin del primer
agente; así, por ejemplo, en un ejército las acciones de todas las
líneas tienen como finalidad última la victoria, que es el fin del jefe.
Hemos demostrado arriba (c.3) que el primer motor y el primer agente es Dios pero su fin no es otra cosa que su propia bondad, como también hemos visto (c.100).
Luego es necesario que todas las acciones y todos los movimientos de
cada una de las criaturas se ordenen a la bondad divina. No ciertamente
para causarla o aumentarla, sino para adquirirla según su capacidad,
participando de alguna semejanza con esa bondad.
Las cosas creadas adquieren de diverso
modo la semejanza con la bondad divina mediante sus operaciones, igual
que también la manifiestan de diverso modo según su ser, pues todo ente
obra según es. Luego, puesto que todas las criaturas tienen en común que
representan la bondad divina según son, todas tienen en común que
mediante sus operaciones adquieren semejanza divina en la conservación
de su ser y en la comunicación de su ser a otra. En primer lugar, toda
criatura intenta efectivamente, con su operación, conservarse en su ser
perfecto en la medida que le es posible, y en esto tiende a la semejanza
con la perpetuidad divina. También con su operación toda criatura
procura comunicar su ser perfecto a otra, según su capacidad, y con ello
tiende a la semejanza con la causalidad divina.
La criatura racional, por su parte,
mediante su operación tiende a la semejanza divina de un modo distinto a
las demás, lo mismo que también tiene un ser más noble que las otras.
El ser de las otras criaturas está tan constreñido y limitado por la
materia, que no tiene infinitud ni en acto ni en potencia; toda criatura
racional, en cambio, tiene infinitud en potencia o en acto, por cuanto
el entendimiento contiene en sí los inteligibles. En nosotros, por
tanto, la naturaleza inteligente considerada en su primer ser es en
potencia sus inteligibles y, como éstos son infinitos, tiene infinitud
en potencia. Por eso el entendimiento es la especie de las especies,
porque no tiene sólo una especie determinada a una sola cosa, como la
piedra, sino una especie capaz de todas las especies. En Dios en cambio,
la naturaleza inteligente es infinita en acto, por cuanto contiene en
sí la perfección de todo ente, como hemos visto antes (c.21);
las otras criaturas inteligentes se encuentran en el medio entre la
potencia y el acto. La criatura inteligente, por tanto, tiende con su
operación a la semejanza divina, no sólo por conservarse en el ser o
multiplicarse comunicándolo de algún modo, sino para tener en acto en sí
lo que tiene en potencia por naturaleza. Luego el fin que la criatura
inteligente consigue mediante su operación, es que su entendimiento pase
a estar totalmente en acto según todos los inteligibles que tiene en
potencia. Y así será lo más semejante a Dios.
CAPÍTULO 104
El fin último de la criatura inteligente es ver a Dios en su esencia
Algo está en potencia de dos modos: por
naturaleza, respecto a lo que puede ser reducido a acto por un agente
connatural; y, en segundo lugar, respecto a lo que no puede ser reducido
a acto por un agente connatural, sino por otro agente distinto. Esto
observamos, efectivamente, en las cosas corpóreas, pues está en la
potencia natural que un niño se convierta en adulto o que del semen
surja un animal; pero no está en la potencia natural que la madera se
convierta en una silla o que un ciego recobre la vista. Esto ocurre
también en nuestro entendimiento. Nuestro entendimiento está en potencia
natural respecto a unos inteligibles, los que pueden ser llevados a
acto por el entendimiento agente, que es nuestro principio innato para,
con su ayuda, llegar a ser inteligentes en acto. Pero no podemos
alcanzar el fin último porque nuestro entendimiento llegue naturalmente
al acto, pues la virtud del entendimiento agente es hacer que los
fantasmas, que son inteligibles en potencia, pasen a ser inteligibles en
acto, como vimos antes (c.83),
y los fantasmas son recibidos mediante los sentidos; luego el
entendimiento agente lleva a acto a nuestro entendimiento únicamente
respecto a lo inteligible que logramos conocer a través de lo sensible.
Mas es imposible que el fin último del hombre consista en un
conocimiento así, pues una vez que se adquiere el fin último descansa el
deseo natural, y por mucho que uno avance entendiendo con este modo de
conocer con el que adquirimos saber a partir de los sentidos, todavía
quedará deseo natural de conocer otras cosas. Pues hay muchas cosas que
los sentidos no pueden alcanzar, y de las que sólo podemos lograr un
conocimiento exiguo mediante lo sensible, hasta saber de ellas que
existen, pero no qué son, porque las esencias de las sustancias
inmateriales son de género distinto al de las esencias de las cosas
sensibles y las trascienden casi desproporcionadamente. Incluso acerca
de las cosas que caen bajo los sentidos, hay muchas cuya esencia no
podemos conocer con certeza; la de unas, ciertamente, de ningún modo, la
de otras sólo débilmente. Por eso siempre queda el deseo natural de un
conocimiento más perfecto.
Pero es imposible que el deseo natural
sea vano, Luego alcanzaremos el último fin cuando nuestro entendimiento
sea llevado a estar en acto por un entendimiento agente más sublime que
el connatural que tenemos, y que sacie nuestro deseo innato de saber.
Nuestro deseo de saber es de tal condición que, si conocemos el efecto,
deseamos conocer la causa; y si conocemos las circunstancias de una
cosa, nuestro deseo no reposa hasta que conocemos su esencia. Por
consiguiente, nuestro deseo natural de saber no puede descansar en
nosotros hasta que conozcamos la primera causa mediante la esencia, no
de cualquier modo. La primera causa es Dios, como demuestra lo dicho
(c.68), luego el fin último de la criatura inteligente es ver a Dios
mediante la esencia.
CAPÍTULO 105
Cómo puede ver el entendimiento creado la esencia divina
Debemos considerar cómo es posible esto.
Es claro que, como nuestro entendimiento sólo conoce mediante una
especie propia, es imposible que mediante la especie de una cosa conozca
la esencia de otra; y cuanto más dista de la cosa conocida la especie
mediante la que conoce nuestro entendimiento, tanto más imperfecto es el
conocimiento de la esencia de esa cosa que tiene nuestro entendimiento.
Por ejemplo, si conoce al buey mediante la especie de asno, conocerá su
esencia imperfectamente, sólo mediante el género; y más
imperfectamente, si la conoce mediante la de piedra, pues la conocería
por un género más remoto. Si la conociera mediante la especie de algo
que no tenga un género común con el buey, de ningún modo conocería la
esencia del buey. Queda claro con lo dicho (c.12 y 13)
que nada creado tiene un género común con Dios; luego mediante una
especie creada, tanto sensible como inteligible, Dios no puede ser
conocido en su esencia. Por tanto, para conocer a Dios en su esencia, es
necesario que Dios mismo se haga forma del entendimiento que lo conoce
así, y se una a él. Digo que se una, no para constituir una sola
naturaleza, sino como se une la especie inteligible a quien entiende,
pues igual que él es su ser, es su verdad, y ésta es la forma del
entendimiento.
Es necesario que todo lo que alcanza una
forma, adquiera una disposición para esa forma. Nuestro entendimiento,
por su propia naturaleza, no está en la disposición última respecto a la
forma que es la Verdad, porque la habría alcanzado desde el principio;
luego es necesario que, para alcanzarla, haya sido elevado mediante una
disposición añadida en ese momento. A esta disposición la llamamos la
luz de la gloría, y con ella Dios, que es el único que por su propia
naturaleza posee esta forma, llena nuestro entendimiento; igual que la
disposición del calor a alcanzar la forma de fuego, sólo puede proceder
del fuego. De esta luz se habla en el Salmo (35,10): En tu luz veremos la luz.
CAPÍTULO 106
Cómo descansa nuestro deseo natural con la visión de Dios por esencia. En esta visión consiste la bienaventuranza
Es necesario que el deseo natural repose
después de haber conseguido este fin, porque la esencia divina, que se
une, como acabamos de decir, al entendimiento de quien ve a Dios, es el
principio suficiente para conocer todo, y la fuente de toda bondad, de
modo que nada más puede ser deseado. Y éste es el modo más perfecto de
alcanzar la semejanza divina, conociéndole como él mismo se conoce, esto
es, por su esencia, aunque no le comprendamos como él mismo se
comprende. No porque nos quedemos sin conocer alguna parte suya, pues no
tiene partes, sino porque no lo conocemos tan perfectamente como él
puede ser conocido, pues la virtud de nuestro entendimiento al entender
no puede igualarse a la verdad de Dios tanto como puede ser conocida,
porque su claridad o verdad es infinita, y nuestro entendimiento finito.
Su entendimiento es infinito y lo es su verdad, por eso sólo él se
conoce cuan cognoscible es. Igual que conoce una conclusión demostrable
quien la conoce por la demostración, y no quien la conoce de un modo más
imperfecto, por un argumento probable. Y porque al último fin del
hombre lo llamamos bienaventuranza, la felicidad o bienaventuranza del
hombre consiste en ver a Dios por la esencia; aunque en la perfección de
la bienaventuranza diste mucho de Dios, pues Dios tiene esta
bienaventuranza por naturaleza, mientras que el hombre la consigue
mediante una participación de la luz divina, como antes dijimos (c.105).
CAPÍTULO 107
El movimiento hacia Dios para conseguir la bienaventuranza es semejante al movimiento natural
Hay que considerar que, puesto que pasar
de la potencia al acto es un movimiento o algo parecido a un
movimiento, el proceso para conseguir la bienaventuranza se desarrolla
como un movimiento o una mutación naturales. Efectivamente, en el
movimiento natural advertimos, en primer lugar, una propiedad que adecua
o inclina al móvil hacia ese fin concreto, como, en la tierra, la
gravedad que lo lleva hacia abajo; porque ninguna cosa se movería
naturalmente a un fin si no fuera proporcionada a él. En segundo lugar,
advertimos movimiento hacia el fin; en tercer lugar, la forma o el
lugar; en cuarto, el descanso en la forma o en el lugar. De igual modo,
en el movimiento intelectual hacia el fin, lo primero es el amor que
inclina hacia el fin; lo segundo, el deseo, que es como el movimiento
hacia el fin, y las operaciones que provienen de ese deseo; lo tercero,
la forma que adquiere el entendimiento; lo cuarto, la delectación
consiguiente, que no es otra cosa que el reposo de la voluntad en el fin
adquirido. Por tanto, igual que el fin de la generación natural es la
forma y el del movimiento local el lugar, y no el reposo en la forma o
en el lugar, sino que esto es consecuencia del fin –y mucho menos el
movimiento mismo es el fin o algo parecido al fin–, así el fin de la
criatura inteligente es ver a Dios y no el deleitarse en él. Este
deleite es lo que acompaña al fin y de algún modo lo perfecciona. Y
mucho menos pueden ser fin último el deseo o el amor, pues se tienen
incluso antes del fin.
CAPÍTULO 108
Error de quienes ponen la felicidad en las criaturas
Por consiguiente, es claro que se
equivocan quienes buscan la felicidad en cosas distintas de Dios. Ya sea
en los placeres corporales, comunes a hombres y brutos; ya sea en las
riquezas, que se ordenan propiamente a la conservación de quien las
posee, y esto es común a todo ente creado; ya sea en el poder, que se
ordena a comunicar su perfección a los demás, y esto ya dijimos que
también es común a todas las cosas; ya sea en los honores o la fama, que
se deben a alguien porque ya ha conseguido el fin o está bien dispuesto
para él; ya sea en el conocimiento de las cosas que están incluso por
encima del hombre, puesto que el deseo del hombre únicamente descansa en
el conocimiento de Dios.
CAPÍTULO 109
Sólo Dios es bueno por esencia, las criaturas lo son por participación
De lo dicho, por tanto, se desprende que
Dios y las criaturas se relacionan de modo distinto con la bondad según
la doble clase de bondad que podemos advertir en las criaturas. Dado
que el bien tiene razón de perfección y de fin, vemos doble bondad en
las criaturas según su doble perfección y su doble fin. Observamos una
perfección de la criatura porque permanece en su naturaleza, y ésta es
el fin de su generación o su construcción. Observamos otra perfección en
la criatura, la que adquiere con su movimiento u operación, y ésta es
el fin de su movimiento o su operación. Pero con ninguna de las dos
llega la criatura a la bondad divina, porque, como la forma y el ser de
una cosa, considerados en su naturaleza, son su bien y su perfección, la
sustancia compuesta no es ni su forma ni su ser; la sustancia simple
creada, aunque es su forma, no es su ser. Dios, en cambio, es su esencia
y su ser, como hemos señalado (c.10 y 11).
Igualmente también todas las criaturas obtienen la bondad perfecta de
un fin externo, pues la perfección de la bondad consiste en la
consecución del fin último, y el fin último de las criaturas está fuera
de ellas y es la bondad divina, que ciertamente no se ordena a un fin
ulterior. Resulta, por tanto, que Dios es de todos los modos su bondad y
es esencialmente bueno; las criaturas simples no son del todo su bondad
porque no son su ser o porque se ordenan a algo extrínseco como último
fin. Es claro que las sustancias compuestas no son su bondad de ningún
modo. Luego sólo Dios es la bondad pura y es esencialmente bueno, a las
demás cosas las llamamos buenas porque participan de él.
CAPÍTULO 110
Dios no puede perder su bondad
Por esto se ve que Dios no puede carecer
de bondad en modo alguno. Lo que es esencialmente inherente a algo, no
le puede faltar, así no puede quitarse del hombre el ser animal; luego
tampoco es posible que Dios no sea bueno. Y por usar un ejemplo más
adecuado, igual que no puede ser que el hombre no sea hombre, tampoco
puede ser que Dios no sea perfectamente bueno.
CAPÍTULO 111
La criatura puede perder su bondad
Debemos considerar cómo puede haber
falta de bondad en las criaturas. Es manifiesto que algo de bondad está
inseparablemente en la criatura de dos modos: uno, porque la bondad
procede de su esencia; otro, porque está determinada a una sola cosa.
Así pues, del primer modo, la bondad que es la forma está en las
sustancias simples inseparablemente, pues éstas son esencialmente su
forma. Del segundo modo, no pueden perder la bondad que es el ser, pues
la forma no es como la materia, que se refiere al ser y al no ser, sino
que la forma es resultado del ser, aunque no es el ser mismo. Por eso
queda claro que las sustancias simples no pueden perder el bien natural
en que subsisten, sino que están unidas a él inseparablemente. Las
sustancias compuestas, en cambio, porque no son sus formas ni su ser,
tienen el bien natural de modo que se puede perder; a no ser que en
ellas la materia no se refiera a formas diversas, ni al ser y al no ser,
como vemos en los cuerpos celestes.
CAPÍTULO 112
Cómo pierden bondad con sus operaciones
Pero porque no apreciamos únicamente la
bondad de las criaturas como subsiste en su naturaleza, sino que la
perfección de su bondad está en que se ordenen al fin, y al fin se
ordenan mediante su operación, nos falta considerar cómo pierden bondad
con estas operaciones que las encaminan al fin. Aquí hay que considerar,
en primer lugar, que acerca de las operaciones naturales tenemos el
mismo juicio que acerca de la naturaleza que las origina; por eso,
cuando la naturaleza de alguno no puede sufrir deterioro, tampoco sus
operaciones pueden ser deficientes; pero si la naturaleza de algo puede
sufrir detrimento, también sus operaciones pueden ser defectuosas. Por
eso, en las sustancias incorruptibles, tanto corpóreas como incorpóreas,
no puede haber defecto de la acción natural. En los ángeles la virtud
natural permanece siempre con vigor para ejercer sus operaciones, e
igualmente encontramos que los movimientos de los cuerpos celestes nunca
salen de sus órbitas. En cambio, en los cuerpos inferiores se dan
muchos fallos en las acciones naturales por las corrupciones y
deficiencias que aparecen en sus naturalezas: por deficiencia de un
principio natural se produce la esterilidad de las plantas, la
monstruosidad en la generación de los animales y otros desórdenes
semejantes.
CAPÍTULO 113
En las sustancias espirituales creadas puede haber deficiencia de la acción voluntaria
Hay acciones cuyo principio no es la
naturaleza, sino la voluntad, que tiene como objeto el bien, su fin
principal, y lo que conduce al fin como secundario. Así pues, la
operación voluntaria se ordena al bien, igual que la operación natural
se ordena a la forma por la que actúan las cosas. En consecuencia, igual
que no puede haber deficiencia de las acciones naturales en las cosas
que no pueden sufrir detrimento en sus formas, sino que sólo puede darse
en las cosas corruptibles cuyas formas pueden deteriorarse, así las
acciones voluntarias sólo pueden deteriorarse en las cosas en las que la
voluntad puede apartarse del fin, mientras que es claro que no puede
haber deficiencia de la acción voluntaria en aquellas cuya voluntad no
puede apartarse del fin. Pero la voluntad no puede apartarse del bien
que es la naturaleza misma de quien tiene voluntad, pues todo ente desea
según su capacidad el ser perfecto, que es su bien propio; aunque,
respecto a un bien exterior, puede ser deficiente, si se contenta con
otro bien que le es connatural. Por consiguiente, no puede haber
deficiencia de la acción voluntaria en aquel cuya voluntad tiene como
fin último su misma naturaleza. Pero éste sólo es Dios, porque su
bondad, que es el fin último de todas las cosas, es su naturaleza. El
fin último de la voluntad de todos los demás agentes voluntarios no es
su propia naturaleza, por eso en ellos puede haber deficiencia de la
acción voluntaria, si la voluntad permanece aferrada al bien propio, sin
dirigirse más allá, hasta el bien sumo, que es el último fin. Luego en
todas las sustancias inteligentes creadas puede haber defecto de la
acción voluntaria.
CAPÍTULO 114
Qué entendemos por bien y mal en las cosas
Hay que advertir aquí que así como con la palabra bien entendemos el ser perfecto, con la palabra mal sólo
entendemos la privación del ser perfecto. Porque la privación entendida
en sentido propio corresponde a lo que se debe tener por naturaleza en
el tiempo y forma debidos, es claro que llamamos malo a algo porque
carece de la perfección que debe tener. Por eso para el hombre es malo
carecer de la vista, pero no lo es para la piedra, que por naturaleza no
está dotada de vista.
CAPÍTULO 115
Es imposible que el mal sea una naturaleza
Es imposible que el mal sea una
naturaleza, pues toda naturaleza es acto, es potencia o está compuesta
de acto y potencia. Lo que es acto, es perfección y tiene razón de bien,
pues todo lo que está en potencia apetece por naturaleza estar en acto.
El bien es lo que todas las cosas apetecen. Por eso lo compuesto de
acto y potencia, en cuanto participa de acto, también participa de
bondad. Y la potencia, en cuanto que se ordena al acto, tiene bondad, y
la señal es que una potencia cuanto más capaz es de acto y de
perfección, más excelente es. Resulta, por tanto, que ninguna de suyo es
un mal.
Cada cosa está completa en la medida que
está en acto, pues el acto es la perfección de la cosa. Y ninguno de
los contrarios se completa con el añadido del otro, sino que es
destruido o disminuido, y así ni siquiera el mal mejora con la
participación del bien. Toda naturaleza se completa por tener el ser en
acto y, así, como el ser es el bien apetecido por todos, toda naturaleza
se completa por la participación del bien. Luego ninguna naturaleza es
un mal.
Toda naturaleza apetece la conservación
de su ser y huye de la destrucción cuanto puede. Luego, como el bien es
lo que todas las cosas apetecen, y el mal, por el contrario, de lo que
todas huyen, necesariamente hay que decir que todas las naturalezas de
suyo son un bien, y el no ser, un mal. Pero el ser mal no es un bien,
sino que lo que entra en la razón de bien es el no ser mal; luego
ninguna naturaleza es un mal.
CAPÍTULO 116
Cómo el bien y el mal son diferencias del ente, son contrarios y géneros de cosas contrarias
Nos falta, por tanto, considerar cómo el
bien y el mal son considerados contrarios y géneros de cosas
contrarias, y constituyen diferencias específicas en los hábitos
morales. Cada uno de los contrarios es una naturaleza, y, además, lo que
no es no puede ser ni género ni diferencia, pues el género se predica
de las cosas en su esencia y la diferencia en su cualidad. Luego hay que
saber que, igual que las cosas naturales adquieren de la forma la
especie, las morales la adquieren del fin que es el objeto de la
voluntad, y de ella depende todo lo moral. Igual que en las cosas
naturales una forma conlleva la privación de otra, por ejemplo, la forma
de fuego conlleva la privación de la forma de aíre o de la de madera,
en las morales un fin conlleva la privación de otro. Por tanto, como el
mal es la privación de la perfección debida, en las cosas naturales es
un mal recibir una forma que conlleva privación de la forma debida, no
por la forma sino por la privación que conlleva, así el fuego es un mal
para la leña; también en las cosas morales, es un mal adherirse a un fin
que conlleva privación del fin debido, no por el fin sino por la
privación que le acompaña. Y así, dos acciones morales que se ordenan a
dos fines contrarios difieren según el bien y el mal, y por consiguiente
también difieren los hábitos contrarios, si hay en ellos diferencias de
bien y mal y tienen contrariedad entre sí, no por la privación por la
que calificamos el mal, sino por el fin al que acompaña la de privación.
Algunos entienden que en este sentido
dijo Aristóteles que el bien y el mal son géneros de otros contrarios,
de los morales. Pero, si lo miramos rectamente, el bien y el mal parecen
más diferencias que especies en el género de las cosas morales. Por eso
parece que es más acertado decir que el bien y el mal son considerados
géneros según la opinión de Pitágoras, que redujo todo al bien y al mal
como a géneros primeros. Y esta opinión tiene algo de verdad, por cuanto
en todos los contrarios uno es perfecto, mientras que el otro es
defectuoso, como se ve en lo blanco y lo negro, en lo dulce y lo amargo,
etc. Pero siempre lo que es perfecto pertenece a la razón de bien, lo
defectuoso a la razón de mal.
CAPÍTULO 117
Nada puede ser esencial ni sumamente mal, sino que el mal es la corrupción de un bien
Aceptado, por tanto, que el mal es la
privación de una perfección debida, ya queda aclarado que el mal
corrompe al bien por ser su privación; así decimos que la ceguera
corrompe la vista, porque es corrupción de la vista. Pero no corrompe
todo el bien, porque arriba (c.115)
hemos dicho que no sólo la forma es bien, sino que también lo es la
potencia para la forma, y esta potencia es el sujeto de la privación
como lo es también de la forma. Por eso es necesario que el sujeto del
mal sea un bien, no ciertamente el opuesto al mal, sino el que es
potencia para ese mal.
Esto también aclara que no todo bien
puede ser sujeto del mal, sino únicamente el bien que está en potencia
para una perfección que se puede perder. Por eso en los seres que sólo
son acto, o en los que el acto no puede separarse de la potencia, no
puede haber mal en cuanto al acto.
Con esto también queda claro que no
puede haber nada que sea esencialmente mal, pues es necesario que el mal
se apoye siempre en un sujeto bueno. Y por eso mismo nada puede ser
sumamente malo, igual que hay uno sumamente bueno, que es esencialmente
bien.
Por lo mismo, también vemos que el mal
sólo puede ser deseado o hacer algo en virtud del bien asociado. Lo
deseable es perfección y fin, y el principio de la acción es la forma.
Pero si a una perfección o forma se le une la privación de otra
perfección o forma, puede suceder accidentalmente que una privación o un
mal sea deseado y que sea principio de alguna acción, no en cuanto que
es mal sino por el bien al que está unido; igual que un músico puede
edificar si también es constructor, no por ser músico.
Con esto queda claro igualmente que es
imposible que el mal sea primer principio, precisamente porque lo que es
principio por accidente es posterior a lo que es principio de suyo.
CAPÍTULO 118
El bien es el sujeto en que se fundamenta el mal
Si alguno quisiera objetar contra lo
dicho que el bien no puede ser sujeto del mal, porque uno de los
opuestos no es sujeto del otro, y porque no hallamos en los otros
opuestos que se den juntos, debe considerar que los otros opuestos son
de un género determinado. El bien y el mal, en cambio, son comunes. Y
porque todo ente en cuanto tal es bueno, toda privación en cuanto tal es
mala. Por eso, igual que es necesario que el sujeto de la privación sea
un ente, también es un bien; pero no es necesario que el sujeto de una
privación sea el blanco o el dulce o el vidente, porque estas cosas no
se dicen del ente en cuanto tal. Y por eso lo negro no está en lo
blanco, ni el ciego en el vidente, pero el mal sí está en el bien, del
mismo modo que la ceguera está en el sujeto de la vista. No llamamos
vidente al sujeto de la vista, porque vidente no es algo común a todo
ente.
CAPÍTULO 119
Los dos géneros de mal
Porque el mal es privación y defecto, y el defecto, como se desprende de lo dicho (c.112),
puede darse en algo no sólo considerado en su naturaleza, sino en
cuanto que se ordena a un fin con su operación, se sigue que de ambos
modos hablamos de mal, es decir, en cuanto defecto en la cosa misma,
como la ceguera es un mal del animal, y en cuanto defecto de la acción,
así la cojera indica una acción con defecto. Por consiguiente, llamamos
pecado al mal de una acción ordenada a un fin y que no se ordena a ese
fin debidamente, tanto en las acciones voluntarias como en las
naturales. Peca un médico en su acción cuando no obra convenientemente
para la salud; la naturaleza también peca en su acción cuando no
engendra un ser con la debida disposición y forma, como cuando aparecen
monstruos en la naturaleza.
CAPÍTULO 120
Los tres géneros de acción, y el mal de culpa
Pero hay que saber que la acción a veces
está en la potestad del agente, así son todas las acciones voluntarias.
Llamo acción voluntaria a aquella cuyo principio está en el agente
conocedor de lo que constituye su acto. Pero a veces hay acciones que no
son voluntarias, tales son las violentas, cuyo principio es exterior, y
las acciones naturales o que se realizan por ignorancia, porque no
proceden de un principio cognoscente. Así pues, si en las acciones no
voluntarias ordenadas a un fin aparece un defecto, lo llamamos
únicamente pecado; pero si surge en las acciones voluntarias, no
hablamos sólo de pecado sino de culpa, porque el agente, al ser dueño de
su acción, es digno de vituperio y pena. Si hay acciones mixtas, que
tienen algo de voluntario y algo de involuntario, la culpa disminuye
cuanto más de involuntario interviene. Pero porque la acción natural
sigue a la naturaleza de la cosa, es claro que en las cosas
incorruptibles, cuya naturaleza no puede cambiar, no puede haber pecado
de acción natural. En cambio, la voluntad de la criatura inteligente
puede sufrir defecto en su acción voluntaria, como antes hemos señalado (c.113).
Por eso resulta que, aunque carecer del mal de naturaleza es común a
todas las cosas incorruptibles, carecer del mal de culpa por exigencia
de la propia naturaleza, algo que sólo puede darse en una naturaleza
racional, lo hallamos únicamente en Dios.
CAPÍTULO 121
Algún mal tiene razón de pena y no de culpa
Igual que el defecto de una acción
voluntaria constituye razón de pecado y de culpa, la carencia de un bien
impuesta en pago de una culpa, contra la voluntad de quien la sufre,
tiene razón de pena. La pena se impone como medicina y como reparación
de la culpa. Como medicina, por cuanto el hombre se retrae de la culpa
por la pena; con tal de no sufrir algo que contraría a su voluntad, deja
de hacer una acción desordenada que habría sido del agrado de su
voluntad. Y también repara la culpa, porque mediante la culpa el hombre
sobrepasa los límites del orden natural, al conceder a su voluntad más
de lo conveniente; por eso mediante la pena, con la que se sustrae algo a
la voluntad, es reconducido al orden de la justicia. De ahí que no sea
adecuada la pena impuesta por una culpa si no contraría a la voluntad
más de lo que le agrada la culpa.
CAPÍTULO 122
Todas las penas no contrarían igual a la voluntad
No toda pena es contraria a la voluntad
del mismo modo. Hay penas que son contrarias a lo que el hombre quiere
en acto, y éstas son las que más se sienten. Otras contrarían a la
voluntad no en acto sino en hábito, como cuando a alguien se le despoja
de algo, por ejemplo de un hijo o de una posesión, sin que él lo sepa.
Esta ignorancia hace que la pena no sea contraria a la voluntad en acto,
sería contraria a la voluntad si se supiera. A veces la pena contraría a
la voluntad según la naturaleza de la potencia, pues la voluntad se
ordena por naturaleza al bien. Por eso, si alguien es privado de una
virtud, a veces esto no es contra su voluntad actual, porque puede
despreciar la virtud; ni contra su voluntad habitual, porque podría
estar dispuesto por hábito a desear lo contrario a la virtud. Pero es
contra la rectitud natural de la voluntad, con la que el hombre apetece
por naturaleza la virtud.
Con eso también queda claro que el grado
de las penas puede medirse de dos modos: según la cantidad de bien que
se sustrae con la pena, y según sea más o menos contrarío a la voluntad.
A veces es menos contrario a la voluntad verse privado de un bien mayor
que de otro menor.
CAPÍTULO 123
La providencia divina gobierna todo
Con lo dicho puede quedar claro que la
providencia divina gobierna todas las cosas. Todo lo ordenado al fin de
un agente es dirigido a ese fin por el agente; por ejemplo, todos los
que están en un ejército se ordenan al fin del jefe, que es la victoria,
y es el jefe quien les dirige al fin. Antes (c.101)
hemos visto que todas las cosas tienden con sus acciones al fin que es
la bondad divina; luego todas son dirigidas hacia el fin por Dios, de
quien es propio este fin. Pero esto es ser regido y gobernado por la
providencia de alguien. Luego todas las cosas son regidas por la
providencia divina.
Hallamos que las cosas que pueden obrar
mal y no se comportan siempre igual, son ordenadas por las que se
comportan siempre del mismo modo; por ejemplo, todos los movimientos de
los cuerpos inferiores, que pueden obrar mal, tienen orden según el
movimiento invariable del cuerpo celeste. Pero todas las criaturas son
mutables y pueden obrar mal, pues podemos encontrar defectos de acción
voluntaria originados por su propia naturaleza en las criaturas
inteligentes, y las otras criaturas tienen movimiento de generación y de
corrupción o al menos en el espacio. Únicamente Dios es indefectible.
Luego resulta que todas las cosas están ordenadas por él.
Las cosas que son por participación
tienen su causa en algo que es por esencia; pues todas las cosas
encendidas tienen al fuego como causa de su ignición de algún modo.
Luego, como únicamente Dios es bueno por esencia, mientras que todas las
demás cosas tienen el complemento de la bondad por participación, es
necesario que todas sean llevadas al complemento de la bondad por Dios.
Esto es ser dirigido y gobernado, pues una cosa es dirigida y gobernada
cuando es puesta en el orden del bien. Luego todas las cosas son
gobernadas y dirigidas por Dios.
CAPÍTULO 124
Dios dirige las criaturas inferiores mediante las superiores
De acuerdo con esto es necesario que
Dios dirija las criaturas inferiores mediante las superiores. Llamamos
criaturas superiores a las que son más perfectas en bondad; pero las
criaturas alcanzan de Dios su rango de bondad según son dirigidas por
él. Luego las criaturas superiores participan más del orden del gobierno
divino que las inferiores. Pero lo que participa más de una perfección
se relaciona con lo que participa menos, como el acto con la potencia y
como el agente con el paciente. Luego las criaturas superiores se
relacionan con las inferiores en el orden de la providencia divina como
agentes con pacientes y, por tanto, las inferiores son gobernadas
mediante las superiores.
Es propio de la bondad divina comunicar
su semejanza a las criaturas, pues por eso decimos que Dios hizo todas
las cosas por su bondad, como se concluye de lo dicho (c.101).
Pero pertenece a la perfección de la bondad divina que él mismo sea
bueno, y que conduzca los otros seres a la bondad. Luego comunica ambas
cosas a las criaturas: que sean buenas en sí mismas, y que una lleve a
otra a la bondad. Por tanto, así, mediante unas criaturas lleva a las
otras a la bondad. Pero es necesario que dirijan las superiores, pues lo
que participa de la semejanza de la forma y de la acción de un agente
es más perfecto que lo que participa sólo de la forma y no de la acción;
igual que la luna recibe la luz del sol más perfectamente que los
cuerpos opacos, porque ella no sólo es lúcida sino que también ilumina,
mientras que éstos sólo son iluminados pero no iluminan. Luego Dios
gobierna las criaturas inferiores mediante las superiores.
El bien de muchos es mejor que el bien
de uno solo y, por consiguiente, es más representativo de la bondad
divina, que es el bien de todo el universo. Pero si la criatura
superior, que participa de una bondad más abundante de Dios, no
cooperara al bien de las criaturas inferiores, esa abundancia de bondad
sería solamente de uno; se hace común de muchos cuando coopera al bien
de muchos. Luego pertenece a la bondad divina que Dios dirija las
criaturas inferiores mediante las superiores.
CAPÍTULO 125
Las sustancias inteligentes superiores dirigen a las inferiores
Por tanto, dado que las criaturas inteligentes son superiores a las otras criaturas, como ha quedado claro (c.75),
es manifiesto que Dios gobierna todas las demás criaturas mediante las
inteligentes. Además, como entre las criaturas inteligentes unas son
superiores a otras, Dios dirige las inferiores mediante las superiores.
Esto hace que los hombres, que ocupan el lugar más bajo en el orden de
naturaleza entre las sustancias inteligentes, sean gobernados por los
espíritus superiores, que son llamados ángeles, es decir mensajeros,
porque anuncian a los hombres las cosas de Dios. Los mismos ángeles
inferiores son regidos por los superiores, por cuanto entre ellos hay
diversas jerarquías, los principados sagrados, y en cada una de ellas
diversos órdenes.
CAPÍTULO 126
Grados y órdenes de los ángeles
Y porque la operación de toda sustancia
inteligente en cuanto tal procede del entendimiento, es necesario hallar
diversidad de operación, de primacía y de orden en las sustancias
inteligentes según el diverso nivel de inteligencia. Cuanto más sublime y
digno es un entendimiento, puede considerar las razones de los efectos
en una causa más alta y más universal. Antes también hemos dicho (c.78)
que el entendimiento superior tiene especies inteligibles más
universales. Así pues, el primer grado de entender que corresponde a las
sustancias inteligentes es ver las razones de los efectos en la primera
causa, en Dios, y por consiguiente las razones de sus obras, pues
mediante ellas Dios dispone los efectos inferiores. Esto es lo propio de
la primera jerarquía, que se divide en tres órdenes según las tres
cosas que advertimos en todo arte operativo: 1) el fin, que proporciona
las razones de las obras; 2) las razones de las obras, presentes en la
mente del artífice; 3) la aplicación de las razones a los efectos. Por
tanto, pertenece al primer orden observar los efectos en el mismo sumo
bien, como último fin de las cosas y, por eso, se llama de los Serafines,
que significa ardientes o encendidos, por el fervor de su amor, pues el
objeto del amor es el bien. Lo propio del segundo orden es contemplar
los efectos de Dios en las razones inteligibles, como están en Dios, de
ahí que se les llame Querubines, por la plenitud de su ciencia.
Lo característico del tercer orden es considerar en Dios cómo
participan de él las criaturas mediante las razones inteligibles
aplicadas a los efectos, y por eso los llamamos Tronos, pues tienen a Dios asentado en ellos.
El segundo modo de entender es
considerar las razones de los efectos como están en las causas
universales, y esto es lo propio de la segunda jerarquía; que a su vez
se divide en tres órdenes de acuerdo a las tres cosas que pertenecen a
las causas universales, sobre todo a las que actúan según el
entendimiento. La primera es planificar lo que se va a hacer, por eso en
las cosas artificiales las artes supremas son las preceptivas, que
llamamos arquitectónicas; y por esto el primer orden de esta jerarquía
recibe el nombre de Dominaciones, pues es propio del señor
mandar y planificar. Lo segundo que encontramos en las causas
universales es lo que mueve en primer lugar a obrar, como si tuviera el
principado de la ejecución. Este segundo orden de esta jerarquía se
llama Principados según Gregorio, o Virtudes según
Dionisio, para que se entienda con ello que obrar en primer lugar es lo
más virtuoso. La tercera cosa que hallamos en las causas universales es
lo que remueve cuanto impide la ejecución; por eso el tercer orden de
esta jerarquía es el de las Potestades, cuyo oficio consiste en
refrenar todo lo que pudiera dificultar la ejecución de la ordenación
divina; por eso también decimos que retienen a los demonios.
El tercer modo de entender es considerar
las razones de los efectos en los efectos mismos, y esto es propio de
la tercera jerarquía, que es la que nos preside inmediatamente a
nosotros, que recibimos de los efectos el conocimiento de los efectos. Y
esta jerarquía también tiene tres órdenes. El inferior se llama Ángeles, porque comunican a los hombres lo que pertenece a su gobierno, por eso también los llamamos custodios. Sobre este orden está el de los Arcángeles,
que anuncian a los hombres lo que supera la razón, como los misterios
de la fe. El orden supremo de esta jerarquía es, según Gregorio, el de
las Virtudes, porque realizan cosas que superan la naturaleza
para confirmar lo que se nos anuncia y es superior a la razón; por eso
es propio de las Virtudes hacer milagros. Según Dionisio, en cambio, el
orden supremo de esta jerarquía se llama Principados, para, que
entendamos que son los Príncipes que presiden cada pueblo, los Ángeles
quienes presiden cada hombre, y los Arcángeles quienes indican a cada
hombre lo que pertenece a la salvación de todos.
Y porque la potencia inferior obra en
virtud del orden superior, el orden inferior realiza lo que pertenece al
orden superior en cuanto que obra por su virtud. Los órdenes superiores
tienen lo que es propio de los órdenes inferiores con mayor excelencia.
Por eso entre ellos todo es de algún modo común. No obstante, los
órdenes reciben un nombre propio de lo propiamente peculiar de cada uno
de ellos, aunque el orden ínfimo conserva el nombre común, como si
obrara con la virtud de todos. Pero porque es propio del superior
influir en el inferior, y la acción intelectual consiste en instruir o
enseñar, cuando los ángeles superiores instruyen a los inferiores,
decimos que los purifican, iluminan y perfeccionan. Los purifican,
porque quitan la ignorancia; los iluminan, porque refuerzan el
entendimiento de los inferiores con su luz para que comprendan algo más
elevado; los perfeccionan, porque los llevan a la perfección de una
ciencia superior: estas tres cosas suponen adquirir ciencia, como dice
Dionisio. Pero esto no quita que todos los ángeles, incluso los
inferiores, vean la esencia divina, pues aunque todos los espíritus
bienaventurados vean a Dios por esencia, unos lo ven más perfectamente
que otros, como puede advertirse por lo dicho. Cuanto más perfectamente
se conoce una causa, tantos más efectos de ella son conocidos en ella.
Así pues, los ángeles superiores instruyen a los inferiores sobre los
efectos divinos que ellos conocen y no conocen éstos, pero no sobre la
esencia divina que todos ven directamente.
CAPÍTULO 127
Los cuerpos superiores ordenan los cuerpos inferiores, pero no al entendimiento humano
Del mismo modo que Dios gobierna las
sustancias inteligentes inferiores mediante las superiores, también
ordena los cuerpos inferiores mediante los superiores. Por eso todos los
movimientos de los cuerpos inferiores están causados por los
movimientos de los cuerpos celestes, y por virtud de los cuerpos
celestes los inferiores reciben las formas y las especies, igual que las
razones inteligibles de las cosas llegan a los espíritus inferiores a
través de los espíritus superiores. Pero como en el orden de las cosas
la sustancia inteligente es preferida a todos los cuerpos, no es
adecuado a este orden de la providencia que Dios regule las sustancias
inteligentes mediante sustancias corpóreas. Luego, como el alma humana
es una sustancia inteligente, es imposible que sea ordenada por los
movimientos de los cuerpos celestes en cuanto a su entender y querer; y,
por tanto, los cuerpos celestes no ejercen directamente influjo en el
entendimiento humano ni en la voluntad.
Los cuerpos sólo obran mediante
movimiento; luego todo lo que recibe la acción de un cuerpo, es movido
por éste. Pero el alma humana según la parte intelectiva, en la que está
la voluntad, es imposible que sea movida con un movimiento corporal,
puesto que el entendimiento no es acto de órgano corporal. Luego es
imposible que el alma humana, en cuanto a su entendimiento o su
voluntad, sufra el influjo de los cuerpos celestes.
Lo que procede del influjo de los
cuerpos celestes en los cuerpos inferiores, es natural. Si, por tanto,
las operaciones del entendimiento y de la voluntad provinieran del
influjo de los cuerpos celestes, procederían de un instinto natural, y
así el hombre no diferiría en sus actos de los demás animales, que se
mueven a sus acciones por instinto. Y desaparecerían el libre albedrío,
el consejo, la elección y todo lo demás que hace al hombre superior a
los otros animales.
CAPÍTULO 128
Cómo está subordinado el entendimiento humano a los cuerpos celestes
No obstante, debemos considerar que el
conocimiento del entendimiento humano se origina en las potencias
sensitivas; por eso, si se perturba la fantasía o la imaginativa o la
memoria del alma, se perturba el conocimiento del entendimiento, y si
estas potencias se encuentran bien, la percepción del entendimiento es
más correcta. Así también la mutación del apetito sensitivo produce
mutación de la voluntad, que es el apetito de la razón, por cuanto el
objeto de la voluntad es un bien percibido, y algo nos parece bueno o
malo de modo distinto según estemos dispuestos de un modo u otro por la
concupiscencia, la ira, el temor y otras pasiones semejantes. Todas las
potencias de la parte sensitiva, sean cognitivas sean apetitivas, son
actos de partes del cuerpo, y si se alteran éstas, necesariamente se
alteran accidentalmente las potencias. Luego, porque la alteración de
los cuerpos inferiores está sometida al movimiento del cielo, a este
mismo movimiento están sometidas las operaciones de las potencias
sensitivas, aunque accidentalmente, y así el movimiento celeste tiene
algún influjo indirectamente sobre los actos del entendimiento y de la
voluntad humanos, por cuanto la voluntad se inclina a algo movida por
las pasiones. Pero como la voluntad no está sometida a las pasiones de
modo que deba seguir necesariamente su impulso, sino que tiene en su
potestad reprimir las pasiones según el juicio de la razón, se sigue que
la voluntad humana tampoco está sometida al influjo de los cuerpos
celestes en los cuerpos humanos, sino que tiene libre albedrío para
secundarlo o resistirlo cuando le parezca conveniente. Pero esto sólo
está al alcance de los sabios, mientras que seguir las pasiones y las
inclinaciones del cuerpo es propio de la mayoría, que carece de
sabiduría y de virtud.
CAPÍTULO 129
Sólo Dios mueve la voluntad del hombre, no las cosas creadas
Como todo lo que es mutable y de muchas
formas tiene como causa algo que es inmóvil primero y único, y como la
inteligencia y la voluntad del hombre las vemos mutables y multiformes,
es necesario que tengan una causa superior, inmóvil y uniforme. Y porque
su causa no son los cuerpos celestes, como hemos señalado (c.127),
es necesario que sean causas más elevadas. Pero ocurre de modo distinto
en la inteligencia y en la voluntad, pues hay un acto de entendimiento
cuando las cosas entendidas están en el entendimiento, mientras que
vemos acto de voluntad cuando hay inclinación de la voluntad hacia las
cosas deseadas. Luego el entendimiento por naturaleza se perfecciona con
algo exterior, que se relaciona con él como con una potencia; por eso
el hombre puede ser ayudado para el acto del entendimiento por alguien
exterior que sea más perfecto como ser inteligente, y no sólo por Dios,
sino también por un ángel y por un hombre más instruido, aunque de
distinto modo en un caso y en otro. Un hombre ayuda a otro a entender
porque le presenta algo inteligible que éste no consideraba, pero no
porque un hombre perfeccione la luz del entendimiento del otro, pues la
luz natural de ambos es de la misma especie. Pero como la luz natural
del ángel es por naturaleza más sublime que la luz natural del hombre,
el hombre puede ser ayudado por el ángel a entender no sólo mediante el
objeto que le presente el ángel, sino también por parte de la luz, si es
fortalecido con la luz del ángel. No obstante, la luz natural del
hombre no procede del ángel, puesto que la naturaleza racional del alma,
que recibe el ser por creación, únicamente ha sido dispuesta por Dios;
luego Dios ayuda al hombre a entender no sólo por parte del objeto que
le propone para que lo entienda, o por aumento de luz, sino también
porque procede de Dios la misma luz natural del hombre que le hace
inteligente. Y por esto también, como él es la verdad primera de la que
todas las demás verdades reciben la certeza, igual que las proposiciones
segundas proceden de las primeras en los silogismos demostrativos, sólo
la virtud divina puede conferir certeza al entendimiento, igual que
también las conclusiones llegan a ser ciertas en las ciencias únicamente
en virtud de los primeros principios.
El acto de la voluntad, en cambio, por
ser una inclinación hacia el exterior que procede del interior,
semejante a las inclinaciones naturales, del mismo modo que las
inclinaciones naturales que tienen las cosas proceden de su naturaleza,
el acto de la voluntad sólo procede de Dios, que es la única causa de la
naturaleza racional dotada de voluntad. Por eso es claro que no atenta
contra la libertad del albedrío que Dios mueva la voluntad del hombre,
como tampoco es contra la naturaleza que Dios obre en las cosas
naturales, sino que tanto la inclinación natural como la voluntaria
proceden de Dios, proviniendo ambas de acuerdo con la constitución del
ente al que pertenecen; pues Dios mueve las cosas según corresponde a la
naturaleza de ellas.
De lo dicho se desprende, por tanto, que
los cuerpos celestes pueden influir en el cuerpo humano y en sus
virtudes corpóreas, igual que en los otros cuerpos; pero no en el
entendimiento, si bien esto lo puede hacer otra criatura inteligente. En
la voluntad, en cambio, sólo puede influir Dios.
CAPÍTULO 130
Dios está en todas las cosas y su providencia lo abarca todo
Pero como las causas segundas sólo
actúan por la virtud de la causa primera, igual que los instrumentos
obran por la dirección del artífice, es necesario que todos los demás
agentes mediante los cuales Dios lleva a cabo el orden de su gobierno,
obren con la virtud de Dios mismo. Luego el obrar de cada uno de ellos
procede de Dios, igual que el movimiento de un móvil procede de la
moción de un motor. Pero es necesario que el motor y lo movido estén
juntos; luego es necesario que Dios esté presente en el interior de todo
agente, como actuando en él, cuando lo mueve a obrar.
Dios no causa sólo el obrar de los agentes segundos, sino también su ser, como hemos visto (c.68).
Pero no hay que entender que Dios causa el ser de las cosas como un
constructor causa una casa, que aunque él se ausente el ser de la casa
permanece. Es que el constructor solamente es causa de la casa por mover
hacia el ser de la casa, y este movimiento es la construcción de la
casa; por eso directamente es causa del hacerse de la casa, y esto cesa
si se ausenta el constructor. Dios, en cambio, es de suyo directamente
causa del ser, comunicando el ser a todas las cosas, igual que el sol
comunica luz al aire y a las otras cosas que son iluminadas por él. Y
así, igual que para la conservación de la luz en el aíre se requiere que
permanezca la iluminación del sol, para la conservación de las cosas en
el ser se requiere que Dios se lo conceda sin interrupción. Y así todas
las cosas no sólo porque comienzan a ser, sino también porque se
conservan en el ser, se relacionan con Dios como lo hecho con el
hacedor. Pero es necesario que el hacedor y lo hecho estén juntos, como
el motor y lo movido; luego es necesario que Dios esté presente en todas
las cosas por cuanto tienen ser. Y el ser está presente en lo más
íntimo de todas las cosas; luego es necesario que Dios esté presente en
todas ellas.
Quien ejecuta el orden de su providencia
mediante causas intermedias, es necesario que conozca y ordene los
efectos de estas causas intermedias, si no, quedarían fuera del orden de
su providencia. Y tanto más perfecta es la providencia del gobernante,
cuanto más descienden su conocimiento y su ordenación a lo singular,
porque sí algo singular se sustrae al conocimiento del gobernante, la
determinación de esto singular se escaparía a su providencia. Hemos
mostrado antes (c.123)
que es necesario que todo esté sometido a la divina providencia, y es
claro que la providencia divina es perfectísima, porque todo lo que se
dice de Dios le pertenece en grado máximo. Luego es necesario que la
ordenación de su providencia llegue hasta los efectos más pequeños.
CAPÍTULO 131
Dios dispone todo inmediatamente
Queda, por tanto, claro que, aunque Dios
gobierna las cosas mediante las causas segundas en la ejecución de su
providencia, la disposición u ordenación de la providencia divina abarca
todas las cosas sin mediación. No gobierna las cosas primeras y
universales encomendándoles la disposición de las cosas inferiores y
singulares. Esto ocurre entre los hombres por la debilidad de nuestro
conocimiento, que no puede atender a la vez a muchas cosas; por eso los
gobernantes superiores disponen las cosas más importantes y encargan la
disposición de las de menor importancia a otros. Pero Dios puede conocer
muchas cosas a la vez, como hemos señalado (c.29), por eso no descuida la ordenación de las cosas mayores porque atienda las más pequeñas.
CAPÍTULO 132
Argumentos que parecen demostrar que Dios no tiene providencia de las cosas particulares
Pudiera parecer a alguien que Dios no
gobierna las cosas singulares. Nadie gobierna con su providencia lo que
desconoce. Pero puede parecer que Dios carece de conocimiento de las
cosas singulares, porque éstas no se conocen con el entendimiento sino
con los sentidos; y en Dios, que es completamente incorpóreo, no puede
haber conocimiento sensitivo, sino sólo intelectivo. Luego a alguien le
puede parecer que por eso la divina providencia no puede ordenar las
cosas singulares.
Como las cosas singulares son infinitas,
y de lo infinito no puede haber conocimiento, porque lo infinito en
cuanto tal es desconocido, parece que las cosas singulares escapan al
conocimiento divino y a la providencia.
Entre las cosas singulares hay muchas
contingentes, y de lo contingente no puede haber conocimiento cierto;
luego, como la ciencia de Dios debe ser certísima, parece que las cosas
singulares no son conocidas ni atendidas por Dios.
Las cosas singulares no existen todas a
la vez, porque cuando aparecen unas, otras se corrompen. De las cosas
que no existen no puede haber ciencia; por tanto, si Dios tuviera
conocimiento de las cosas singulares, se seguiría que comenzaría a
conocer cosas y dejaría de conocerlas, con lo que sería mutable. Luego
parece que no conoce ni gobierna lo singular.
CAPÍTULO 133
Respuesta a estos argumentos
Pero esos razonamientos se desvanecen
fácilmente si consideramos lo que realmente sucede. Como Dios tiene un
conocimiento perfecto de sí mismo, es necesario que conozca todo lo que
de algún modo está en él. Pero como toda esencia y toda virtud del ente
creado proceden de Dios, y lo que procede de algo está virtualmente en
ello, es necesario que al conocerse a sí mismo conozca la esencia del
ente creado y cuanto virtualmente está en él. Así conoce todas las cosas
singulares que están virtualmente en él y en las otras causas. Además,
tampoco podemos decir lo mismo del modo de conocer del entendimiento
divino y del nuestro, como suponía el primer argumento. Nuestro
entendimiento recibe el conocimiento de las cosas mediante especies
abstraídas, que son semejanzas de las formas, y no de la materia ni de
las disposiciones materiales que son los principios de individuación;
por eso nuestro entendimiento no puede conocer las cosas singulares,
sino únicamente las universales. Pero el entendimiento divino conoce las
cosas por su esencia, y en ella están contenidas virtualmente, como en
el primer principio, no sólo la forma sino también la materia. Por eso
es conocedor no sólo de las cosas universales, sino también de las
singulares.
Tampoco hay inconveniente en que Dios
conozca lo infinito, aunque nuestro entendimiento no pueda. Nuestro
entendimiento no puede considerar en acto muchas cosas a la vez, pues si
conociera cosas infinitas contemplándolas, sería necesario que las
enumerara una tras otra; y esto es contrario a la noción de infinito.
Pero nuestro entendimiento sí puede conocer cosas infinitas virtualmente
y en potencia, puesto que conoce todas las especies de los números y de
las proporciones por cuanto tiene principio suficiente para conocer
todo. Dios, en cambio, puede conocer muchas cosas a la vez, como antes
hemos indicado (c.29);
y precisamente porque conoce todas las cosas con su esencia, es
principio capaz de conocer todo, y no solamente lo que ya hay, sino
también lo que puede haber. Por consiguiente, igual que nuestro
entendimiento conoce potencial y virtualmente cosas infinitas, pues
tiene el principio de este conocimiento, Dios considera todas las cosas
infinitas en acto. También es claro que, aunque las cosas singulares
corruptibles y temporales no existen a la vez, Dios las conoce a la vez;
pues las conoce según su propio modo de ser, que es eterno y sin
sucesión temporal. Luego, igual que conoce inmaterialmente las cosas
materiales con un solo acto, ve con una sola mirada las cosas que no
existen a la vez. Y así no es necesario que su conocimiento aumente o
disminuya por conocer las cosas singulares.
Con esto también se explica que tiene
conocimiento cierto de las cosas contingentes, porque también las ve
como son en acto, en su propio ser, antes de que existan, y no solamente
como futuras y virtualmente existentes en sus causas, como podemos
conocer nosotros algunas cosas futuras. Pero, aunque no se puede tener
un conocimiento cierto de las cosas contingentes futuras cuando sólo
existen virtualmente en sus causas, porque no están determinadas a una
sola cosa; no obstante, cuando están en acto en su ser, ya sí están
determinadas a una sola cosa, y puede tenerse un conocimiento cierto de
ellas. Podemos conocer, con la certeza de estarlo viendo, que Sócrates
está sentado cuando lo está. También Dios conoce con certeza en su
eternidad todas las cosas que se producirán a lo largo de todo el
tiempo, pues su eternidad alcanza presencialmente todo el decurso del
tiempo y llega más allá. Pensemos así que Dios en su eternidad conoce el
flujo del tiempo, como quien está en lo alto de una atalaya ve
simultáneamente todo el transitar de los viandantes.
CAPÍTULO 134
Únicamente Dios conoce las cosas singulares futuras contingentes
Ha quedado claro que solamente Dios, que
es propia y verdaderamente eterno, puede conocer de este modo los
futuros contingentes según están en acto en el ser divino, y esto es
tener certeza acerca de ellos. Por eso se afirma que es signo de la
divinidad predecir con certeza el futuro, según lo que dice Isaías
(41,23): Anunciad también el futuro y diremos que sois dioses. No
obstante, conocer el futuro en sus causas también está al alcance de
otros, si bien este conocimiento no es cierto sino por conjeturas, a no
ser que se trate de efectos que se siguen necesariamente de las causas.
De este modo el médico pronostica enfermedades futuras, y el marino,
tempestades.
CAPÍTULO 135
Dios está presente en todas las cosas por potencia, esencia y presencia, y ordena todo inmediatamente
Así, por tanto, nada impide que Dios
conozca los efectos singulares y los ordene inmediatamente por sí mismo,
aunque los ejecute mediante las causas medias. Pero en la misma
ejecución, de algún modo, se relaciona inmediatamente con todos los
efectos, por cuanto todas las causas medias obran en virtud de la causa
primera, y vemos que de ese modo obra en todo. Y se le pueden atribuir
todas las obras de las causas segundas, como se atribuye al artífice la
obra del instrumento, pues es más correcto decir que es el obrero quien
hace un cuchillo, que decir que lo hace el martillo. También se
relaciona inmediatamente con todos los efectos por cuanto él es
propiamente la causa del ser y quien conserva todas las cosas en el ser.
Y según estos tres modos de inmediación decimos que Dios está en todas
las cosas por esencia, potencia y presencia. Por esencia, por cuanto el
ser de cada cosa es una participación del ser divino, y así la esencia
divina está en cada una por el hecho de tener ser, como la causa en su
propio efecto. Por potencia, por cuanto todas las cosas obran en virtud
de él. Por presencia, porque él ordena y dispone todo.
CAPÍTULO 136
Sólo es propio de Dios hacer milagros
Porque todo el orden de las causas
segundas y su virtud procede de Dios, y él no produce sus efectos por
necesidad sino con libre voluntad, como antes vimos (c.96),
es claro que puede obrar prescindiendo del orden de las causas
segundas; por ejemplo, puede sanar a quienes no se pueden sanar por obra
de la naturaleza, o hacer algo parecido que no sigue el orden de las
causas naturales. Esto ocurre, no obstante, según el orden de la divina
providencia, porque el hecho mismo de que Dios alguna vez haga algo
fuera del orden de las causas naturales, ha sido dispuesto por Dios con
alguna finalidad. Cuando Dios hace algo así fuera del orden de las
causas segundas, a lo así hecho lo llamamos milagro, porque admira ver
efectos cuya causa se ignora. Por tanto, como Dios es una causa que nos
es de suyo oculta, cuando hace algo fuera de las causas segundas que
conocernos, lo llamamos con toda propiedad milagro. Pero si hace algo
una causa que alguno desconoce, esto sólo es propiamente milagro para
quien la ignora. Por eso a veces sucede algo que parece admirable a
alguien, mas no lo es para quien conoce la causa.
Pero obrar así, fuera del orden de las
causas segundas, es propio únicamente de Dios, que es quien establece
este orden y no está obligado por él, mientras que todas las demás cosas
están sometidas a este orden. Por eso hacer milagros es exclusivo de
Dios según dice el Salmo (71,18): El único que hace grandes maravillas. Por
tanto, cuando nos parece que una criatura hace milagros, o bien no se
trata de auténticos milagros porque se llevan a cabo mediante virtudes
de las cosas naturales, aunque nos resulten ocultas, como ocurre con los
milagros de los demonios que se hacen con las artes mágicas; o, si se
trata de verdaderos milagros, alguien ha pedido a Dios que se realicen.
En consecuencia, dado que estos milagros son hechos por Dios, es
correcto tomarlos como demostración de la fe que sólo se sustenta en
Dios, pues el que se diga que un hombre ha afirmado algo con autoridad
divina, nunca se demuestra más adecuadamente que mediante obras que
únicamente Dios puede hacer.
Estos milagros, aunque se realicen fuera
del orden de las causas segundas, no son propiamente contra la
naturaleza, pues lo propio del orden natural es que las cosas inferiores
estén sometidas a las acciones de las superiores. Por eso mismo, no
decimos que sea contrario a la naturaleza lo que sucede en los cuerpos
inferiores por influjo de los cuerpos celestes, aunque acaso alguna vez
sea contra la naturaleza particular de una cosa determinada, como vemos
en el movimiento del agua en el flujo y reflujo del mar que produce la
acción de la luna. Así, por tanto, también lo que sucede en las
criaturas por intervención divina, aunque parezca que es contra el orden
particular de las causas segundas, es según el orden universal de la
naturaleza. Por tanto, los milagros no son contra la naturaleza.
CAPÍTULO 137
Decimos que hay algo casual y fortuito
Aunque todas las cosas, incluso las más pequeñas, estén dispuestas por Dios, como hemos visto (c.130 y 131),
nada impide que suceda algo casual y fortuito. Hay algo casual y
fortuito para una causa inferior, cuando se produce algo sin su
intención, pero esto no es fortuito ni casual para la causa superior,
sin cuya intención no ocurre. Por ejemplo, si un señor envía dos siervos
al mismo lugar sin que lo sepa ninguno de ellos, su encuentro será
casual para ellos dos, pero no para el señor. Así pues, cuando ocurre
algo sin la intención de las causas segundas, es fortuito y casual en
relación con estas causas. Y lo podemos llamar casual propiamente,
porque los efectos reciben con propiedad el nombre según la condición de
las causas próximas. Pero relacionadas con Dios no son fortuitas sino
previstas.
CAPÍTULO 138
Si el destino es una naturaleza, y qué es
Con esto se ve cuál es la noción de
destino. Como encontramos que muchos efectos suceden casualmente según
la consideración de las causas segundas, algunos determinaron que estos
efectos no se relacionaban con ninguna causa superior que los ordenara, y
necesariamente negaban que hubiera destino. Otros, en cambio,
determinaron que estos efectos que parecen casuales y fortuitos estaban
vinculados a una causa superior que los ordenaba, pero, porque no
pasaban del orden de lo corpóreo, atribuyeron su ordenación a los
cuerpos primeros, a los celestes, y dijeron que el destino era la fuerza
de la posición de las estrellas, y que era esa fuerza la que producía
tales efectos. Pero como ya hemos visto (c.127)
que el entendimiento y la voluntad, que son los principios propios de
los actos humanos, no están sometidos a los cuerpos celestes, no podemos
decir que lo que parece suceder casual y fortuitamente en las cosas
humanas se vincule como a su causa ordenante a los cuerpos celestes.
Parece que el destino se da sólo en las cosas humanas, en las que
también hay fortuna. Sobre estas cosas suelen preguntar quienes quieren
conocer el futuro, y acerca de ellas suelen responder los adivinos, por
lo que al destino también se le llama hado, derivado de fando (decir). Y, por consiguiente, afirmar que hay un destino así es ajeno a la fe.
Pero como no sólo las cosas naturales,
sino también las humanas, están sometidas a la divina providencia, es
necesario vincular con ella cuanto parece ocurrir casualmente en las
cosas humanas. Y así es necesario afirmar que hay destino, afirmando que
todo está sometido a la providencia divina. El destino así entendido se
relaciona con la providencia divina como su efecto propio, pues es el
desarrollo de la divina providencia aplicado a las cosas, y de acuerdo
con esto dice Boecio que el destino es la disposición, es decir la ordenación, inmóvil inherente a las cosas móviles. Pero
como, en la medida de lo posible, debemos evitar incluso los nombres
que emplean también los infieles, para que quienes no entienden no
puedan tener motivo de error, es más cauto para los fieles no emplear la
palabra destino, porque este término se toma con más frecuencia según la primera acepción. Por eso también dice Agustín en el libro V de La ciudad de Dios que, si alguno cree que hay destino del segundo modo, mantenga su opinión, pero modere su lenguaje.
CAPÍTULO 139
No ocurre todo por necesidad
Por más que el orden de la divina providencia aplicado a las cosas sea cierto, y por esta razón Boecio dice que el destino es la disposición inmóvil inherente a las cosas móviles,
de ello no se sigue que todo ocurra por necesidad, pues hablamos de
efectos necesarios o contingentes según la condición de las causas
próximas. Es claro que si la causa primera es necesaria y la causa
segunda contingente, se sigue un efecto contingente. Por ejemplo, la
causa primera de la generación en las cosas corpóreas inferiores es el
movimiento de un cuerpo celeste y, aunque este movimiento se produce por
necesidad, la generación y la corrupción en estas cosas inferiores se
producen de modo contingente, precisamente porque las causas inferiores
son contingentes y pueden obrar mal. Hemos visto (c.130)
que Dios ejecuta el orden de su providencia mediante las causas
inferiores; luego habrá algunos efectos de la providencia divina
contingentes por la condición de las causas inferiores.
CAPÍTULO 140
Hay muchas cosas contingentes, y hay providencia
No obstante, la contingencia de los
efectos o de las causas no puede afectar a la certeza de la providencia.
Hay tres cosas que parecen dar certeza a la providencia: la
infalibilidad de la presciencia divina, la eficacia de la voluntad
divina y la sabiduría de la disposición divina que encuentra las vías
adecuadas para conseguir el efecto. Y nada de esto es incompatible a la
contingencia de las cosas. La presciencia infalible de Dios incluye
también los futuros contingentes, pues Dios ve en su eternidad las cosas
futuras porque están en acto en el ser divino, como antes (c.133)
hemos expuesto. También la voluntad de Dios, por ser causa universal de
las cosas, no sólo es causa de que se haga algo sino también del modo
como es hecho. Por consiguiente, pertenece a la eficacia de la voluntad
divina no sólo que se haga lo que Dios quiere, sino que se haga del modo
como quiere. Mas quiere que unas cosas se hagan de modo necesario y
otras de modo contingente, porque unas y otras son necesarias para
completar el ser del universo. Luego, para que las cosas provengan de
ambos modos, a unas les dio causas necesarias y a otras, causas
contingentes, para que así, mientras unas cosas se hacen de modo
necesario y otras de modo contingente, se cumpla eficazmente la voluntad
divina. También es manifiesto que se mantiene la certeza de la
providencia por la sabiduría de la divina disposición, sin quitar la
contingencia de las cosas. Pues si puede hacerse, mediante la prudencia
humana, que las causas que pueden producir mal su efecto, reciban ayuda
para que alguna vez se siga el efecto sin deficiencia, como vemos en el
médico cuando cura y en el viticultor que pone remedio a la esterilidad
de la vid; con más razón la sabiduría de la disposición divina puede
hacer que, aunque las causas contingentes puedan fracasar de suyo en el
efecto, se siga un efecto sin deficiencia, si se aplican ayudas; y esto
no quita su contingencia. Así pues, queda así claro que la contingencia
de las cosas no excluye la certeza de la divina providencia.
CAPÍTULO 141
La certeza de la providencia divina no excluye el mal en las cosas
Del mismo modo podemos mostrar también
que, permaneciendo la divina providencia, pueden aparecer males en el
mundo por defecto de las causas segundas. Vemos que, en todas las causas
ordenadas, aparece el mal en los efectos por defecto de una causa
segunda, y este defecto de ningún modo es causado por la causa primera;
por ejemplo, el mal de cojear está causado por una torcedura de la
pierna, no por la facultad motora del alma. Por eso, lo que hay en la
cojera relacionado con el movimiento tiene su causa en la facultad
motora, lo relacionado con la deficiencia no está causado por esta
facultad sino por una lesión de la pierna. Así, por consiguiente, todo
lo que hay de malo en las cosas, en cuanto que tiene ser, especie o
naturaleza, está causado por Dios, pues sólo puede haber mal en el bien,
como antes hemos visto (c.118),
pero lo que tiene de defecto se debe a una causa inferior defectible. Y
así, aunque Dios sea la causa universal de todo, no es causa de los
males en cuanto que son males, pero sí lo es de todo el bien que les
acompaña.
CAPÍTULO 142
Permitir males no merma la bondad de Dios
Tampoco es incompatible con la bondad
divina permitir que haya males en las cosas gobernadas por Dios. En
primer lugar, porque no es propio de una providencia destruir la
naturaleza de lo gobernado, sino salvarla. Pero la perfección del
universo requiere que haya cosas en las que no puede haber mal, y que
haya otras que por su propia naturaleza puedan sufrir el defecto del
mal. Por tanto, si la providencia divina excluyera totalmente el mal de
las cosas, no las gobernaría según la naturaleza de ellas, y esto sería
un defecto mayor que tolerar los defectos particulares. En segundo
lugar, porque a veces no puede darse el bien de uno sin un mal de otro;
así vemos que no se da la generación de una cosa sin la corrupción de
otra, el alimento del león supone la muerte de algún animal, y no hay
paciencia de un justo sin la persecución de un injusto. Sí, pues, se
excluyera el mal totalmente de las cosas, se seguiría la eliminación de
muchos bienes. Luego no es propio de la providencia divina excluir de
las cosas totalmente el mal, sino ordenar a algún bien los males que se
producen. En tercer lugar, porque los bienes se tornan más valiosos
cuando se comparan con los males particulares, así la oscuridad de lo
negro hace resaltar más la claridad de lo blanco. Y así, porque permite
que haya males en el mundo, la bondad divina resalta más en los bienes, y
la sabiduría en la ordenación de los males a bienes.
CAPÍTULO 143
Dios es especialmente providente con el hombre mediante la gracia
En consecuencia, porque la divina
providencia es providente con cada una de las cosas según el modo de ser
de ellas, y la criatura racional se diferencia de las otras en que con
su libre albedrío es dueña de sus actos, es necesario que también la
provea de un modo singular en dos cosas: en las ayudas para obrar, y en
las recompensas por sus obras. A las criaturas irracionales Dios
únicamente les da para obrar las ayudas con las que se mueven
naturalmente a obrar; a las criaturas racionales, en cambio, les da
lecciones y preceptos para vivir. No es adecuado dar preceptos a quien
no es dueño de sus actos. Aunque también decimos, por cierta similitud,
que Dios da preceptos a las criaturas irracionales, según las palabras
del Sal (148,6): Les puso un precepto y no pasará. Este precepto no es otra cosa que la disposición de la divina providencia que mueve las cosas naturales a sus propias acciones.
Porque las criaturas racionales tienen
dominio de sus actos, sus acciones son calificadas como culpables o como
meritorias, y esta calificación no sólo la hacen las autoridades
humanas, sino que también la hace Dios, pues los hombres no están
regidos sólo por hombres sino también por Dios. A quien está sometido a
la autoridad de alguien, éste le imputa cuanto hace meritoria o
culpablemente. Y dado que por las acciones bien hechas se debe un premio
y por la culpa una pena, como hemos dicho (c.121),
la justicia de la providencia divina castiga a las criaturas racionales
por las malas acciones y las premia por las buenas. En las criaturas
irracionales, en cambio, no hay lugar a pena ni a premio, ni a ser
culpadas o premiadas.
Pero porque el fin de la criatura
racional sobrepasa las facultades de su naturaleza, y el recto orden de
la providencia debe adecuar al fin las cosas que conducen a éste, es
lógico que Dios conceda a la criatura racional también auxilios que
exceden sus facultades naturales, y no sólo los adecuados a la
naturaleza. Por eso, sobre la facultad natural de la razón Dios concede
al hombre la luz de la gracia, que le refuerza interiormente para las
virtudes. Tanto para el conocimiento, pues la mente del hombre es
elevada mediante esta luz hasta conocer cosas que exceden la razón, como
para la acción y el afecto, pues con esta luz el afecto del hombre es
elevado sobre todo lo creado para amar a Dios y esperar en él, y para
llevar a cabo cuanto este amor requiere.
Estos auxilios concedidos al hombre
sobrenaturalmente son llamados gratuitos por dos razones; 1) Porque Dios
los concede gratuitamente, pues no puede haber en el hombre nada a lo
que se le deban merecidamente, ya que superan las facultades de la
naturaleza humana. 2) Porque de un modo especial con estos dones el
hombre se hace grato a Dios. Y dado que el amor de Dios es la causa de
la bondad de las cosas, y no está provocado por una bondad previa como
ocurre con nuestro amor, es necesario advertir un especial don del amor
divino en quienes han recibido efectos especiales de bondad. Por eso
decimos que Dios ama en grado sumo y propiamente a los que ha concedido
estos efectos de bondad para llegar al último fin, que es la fuente
misma de la bondad.
CAPÍTULO 144
Dios perdona los pecados con los dones gratuitos
Y porque los pecados nacen de las
acciones que se apartan del recto orden hacía el fin, y al fin se ordena
el hombre con auxilios naturales y con auxilios gratuitos, es necesario
que los pecados de los hombres sean corregidos con auxilios naturales y
con los gratuitos. Pero los contrarios se repelen entre sí; luego,
igual que los pecados quitan del hombre los auxilios gratuitos, con los
dones gratuitos se le perdonan los pecados. De lo contrario, la malicia
del hombre sería más poderosa cuando peca, pues quita la gracia, que la
bondad divina para remover los pecados con los dones de la gracia.
Dios provee a las cosas según el modo de
ser de ellas. El modo de ser de las cosas mudables es tal que en ellas
pueden alternarse los contrarios, como la generación y la corrupción en
la materia corpórea, y el color blanco y el negro en un cuerpo con
color. Pero el hombre es mudable por su voluntad mientras vive en esta
vida. Por eso, Dios le da al hombre dones gratuitos que puede perder con
el pecado, y le imputa pecados que pueden ser perdonados con los dones
gratuitos.
Cuando se trata de cosas que superan la
naturaleza, las consideramos posibles e imposibles según el poder
divino, no según el poder natural. Que un ciego recupere la vista o un
muerto resucite, no está al alcance del poder natural sino del divino.
Pero los dones gratuitos son sobrenaturales. Luego cuanto puede
conseguir uno con ellos, pertenece al poder divino. Por tanto, decir que
uno no puede conseguir dones gratuitos después del pecado, es negar el
poder divino. Mas los dones gratuitos no pueden darse junto con el
pecado, puesto que los dones gratuitos dirigen al hombre al fin del que
aparta el pecado. Luego decir que los pecados no se pueden perdonar,
contradice el poder de Dios.
CAPÍTULO 145
Los pecados se pueden perdonar
Si alguno dice que los pecados son
imperdonables, no por impotencia de Dios sino porque la justicia divina
exige que quien se aparta de la gracia no pueda después volver a ella,
está afirmando algo completamente falso. El orden de la justicia no
admite que mientras uno está en el camino, se le aplique lo que
corresponde a quien ya ha llegado al término. Permanecer inmóvilmente en
el bien o en el mal, pertenece al término del camino, pues la
inmovilidad y el descanso son término del movimiento, mientras que toda
la vida presente es estado de camino. Esto lo demuestra la mutabilidad
del hombre tanto en el cuerpo como en el alma. Luego no es propio de la
justicia divina que el hombre permanezca inmutablemente en el pecado
después de haberlo cometido.
Además, los beneficios divinos no
provocan en el hombre ningún peligro, y menos los beneficios mayores.
Recibir la gracia sería peligroso para el hombre que aún vive esta vida
mudable, si pudiera pecar después de haberla recibido y más tarde no
pudiera retornar a ella; sobre todo cuando los pecados anteriores a la
gracia se perdonan con la gracia, y éstos a veces son mayores que los
que comete el hombre después de haber recibido la gracia. Luego no se
debe decir que los pecados del hombre son imperdonables, hayan sido
cometidos antes de recibir la gracia o después.
CAPÍTULO 146
Únicamente Dios puede perdonar los pecados
Pero únicamente Dios puede perdonar los
pecados. Los pecados cometidos contra alguien sólo pueden ser perdonados
por aquel contra quien se cometieron, y a los hombres les son
atribuidos pecados no sólo por hombres, sino también por Dios, como
dijimos (c.143). Pero ahora estamos hablando de los pecados imputados por Dios a los hombres. Luego solamente Dios puede perdonarlos.
Puesto que por los pecados el hombre se
aparta del último fin, no pueden ser perdonados si el hombre no se
ordena de nuevo al fin. Pero esto se consigue con los dones gratuitos
que proceden únicamente de Dios, pues superan la capacidad de la
naturaleza. Luego únicamente Dios puede perdonar los pecados.
Se le imputa al hombre un pecado como
culpa, por ser voluntario. Pero únicamente Dios puede cambiar la
voluntad. Luego sólo él puede perdonar los pecados.
CAPÍTULO 147
Artículos de la fe tomados de los efectos del gobierno divino
Éste es, por tanto, el segundo efecto
del actuar de Dios, el gobierno de las cosas, especialmente el gobierno
de las criaturas racionales, a quienes concede la gracia y perdona los
pecados. Este efecto está recogido en el Símbolo de la fe: confesamos que el Espíritu Santo es Señor,
pues es propio del señor ordenar a sus súbditos hacia el fin y todas
las cosas están ordenadas hacia el fin que es la bondad divina. También
confesamos que mueve todas las cosas, por lo que se añade vivificante. Igual
que el movimiento que llega al cuerpo procedente del alma es la vida
del cuerpo, el movimiento con que Dios mueve el universo parece la vida
del universo. Y porque toda la razón del gobierno de Dios procede de la
bondad divina, y ésta se atribuye al Espíritu Santo que procede como
amor, es oportuno asociar los efectos de la providencia divina a la
persona del Espíritu Santo. Y en cuanto al efecto del conocimiento
sobrenatural que Dios realiza en los hombres con la fe, el Símbolo dice en la santa Iglesia católica, pues la Iglesia es la congregación de los fíeles. En cuanto a la gracia que comunica a los hombres, dice en la comunión de los santos. En cuanto al perdón de las culpas, dice en el perdón de los pecados.
CAPÍTULO 148
Todo ha sido hecho para el hombre
Las cosas inferiores, que participan
menos de la bondad divina, tienen también como fines de algún modo otros
entes superiores, porque, como hemos visto (c.101),
todas las cosas tienen como fin la bondad divina, y de entre las que se
ordenan a este fin unas están más cerca de él que otras, pues
participan más plenamente de la bondad divina. En todo orden de fines,
los más próximos al último son a su vez fines de los que están más
alejados; por ejemplo, la poción es para la purgación, la purgación para
la delgadez, ésta para la salud; en este caso, la delgadez es el fin de
la purgación, como la purgación lo es de la poción. Esto sucede
razonablemente. Igual que en el orden de las causas agentes la virtud
del primer agente llega hasta los últimos a través de las causas
intermedias, en el orden de los fines lo que está más alejado del fin
llega al fin último mediante lo que está más cercano a este fin; así la
poción sólo se ordena a la salud mediante la purgación. Por eso, también
en el orden del universo las cosas inferiores alcanzan el fin último
principalmente porque se ordenan a cosas superiores.
Esto mismo parece claro a quien
considera el orden de las cosas. Como las cosas que son hechas
naturalmente, se portan por naturaleza igual que llegaron al ser, y
vemos que las más imperfectas se destinan al uso de las más nobles, por
ejemplo, que las plantas se nutren de la tierra, los animales de las
plantas, y éstos están para el servicio del hombre; en consecuencia, los
inanimados están para los animados, las plantas para los animales y
éstos para el hombre. Como hemos visto (c.75)
que la naturaleza inteligente es superior a la naturaleza corpórea, se
sigue que toda naturaleza corpórea está ordenada a la inteligente. Entre
las naturalezas inteligentes, la más próxima al cuerpo es el alma
racional, que es la forma del hombre. Luego parece que toda la
naturaleza corpórea es de algún modo para el hombre, por ser animal
racional. Y por tanto, la perfección de toda la naturaleza corpórea
depende de algún modo de la perfección del hombre.
CAPITULO 149
El fin último del hombre
La perfección del hombre es la
consecución del fin último, que es la perfecta bienaventuranza o
felicidad y consiste en la visión de Dios, como hemos señalado antes (c.106).
Consecuencia de la visión de Dios es la inmutabilidad del entendimiento
y de la voluntad. Del entendimiento, porque al haber llegado a la causa
primera en la que pueden ser conocidas todas las cosas, cesa toda
búsqueda intelectual. La movilidad de la voluntad cesa porque, después
de conseguir el fin último en el que se halla la plenitud del bien, no
queda nada que pueda ser deseado. Queda claro, por tanto, que la
perfección última del hombre consiste en el descanso completo y en la
inmovilidad tanto del entendimiento como de la voluntad.
CAPÍTULO 150
Cómo llega el hombre a la eternidad
Hemos demostrado en lo anteriormente expuesto (c.5)
que la esencia de la eternidad es resultado de la inmovilidad. Así como
del movimiento surge el tiempo, en el que hay un antes y un después, es
necesario que sí desaparece el movimiento cese el antes y el después, y
así resulta la definición de eternidad: que existe toda entera a la
vez. Por consiguiente, en la perfección última el hombre consigue la
eternidad de vida, y no sólo porque viva inmortal en cuanto al alma,
porque el alma racional es inmortal por naturaleza, como hemos visto (c.84), sino también porque es conducido a la perfecta inmovilidad.
CAPÍTULO 151
Para su perfecta bienaventuranza el alma necesita reunirse con el cuerpo
Hay que considerar que la voluntad no
puede tener una inmovilidad completa sí no se cumple totalmente el deseo
natural. Todo lo que ha sido hecho para estar unido por naturaleza,
desea por naturaleza estar unido a sí mismo, pues todo apetece lo que le
es naturalmente conveniente. Así pues, dado que el alma humana se une
naturalmente al cuerpo, como arriba (c.85)
hemos mostrado, hay en ella un deseo natural de unirse al cuerpo, y no
podría, por tanto, calmarse perfectamente su voluntad si no se une de
nuevo al cuerpo, y esto equivale a que el hombre resucite de la muerte.
La perfección final requiere la
perfección primera. La perfección primera de cada cosa está en alcanzar
la perfección de su naturaleza; y la perfección final en la consecución
del fin último. Luego para que el alma humana se perfeccione
completamente en el fin, es necesario que sea perfecta en su naturaleza,
y esto no puede ser sí no está unida al cuerpo. La naturaleza del alma
es ser parte del hombre como forma, y ninguna parte es perfecta en su
naturaleza si no está en su todo; luego se requiere para la
bienaventuranza última del hombre que el alma se una otra vez al cuerpo.
Lo que es por accidente y contra la
naturaleza no puede durar eternamente. Pero es necesario que la
separación del alma y el cuerpo sea por accidente y contra la
naturaleza, si es propiedad esencial y natural del alma estar unida al
cuerpo. Luego el alma no estará separada del cuerpo perpetuamente. Y, en
consecuencia, puesto que su sustancia es incorruptible, como hemos
visto (c.84), resulta que ha de unirse a un cuerpo renovado.
CAPÍTULO 152
Cómo es compatible y contraria a la naturaleza la separación de alma y cuerpo
Parece que la separación de alma y
cuerpo no es por accidente sino conforme a la naturaleza. El cuerpo del
hombre está compuesto de contrarios, y todo lo que es así es corruptible
por naturaleza; luego el cuerpo humano es corruptible por naturaleza.
Y, una vez corrompido el cuerpo, es necesario que el alma permanezca
separada, si es inmortal como antes hemos mostrado (c.84).
Luego parece que es conforme con la naturaleza el que se separe el alma
del cuerpo. Debemos considerar, por tanto, cómo puede ser esto según la
naturaleza y cómo contrarío a ella. Hemos visto antes (c.93)
que el alma racional, al contrario que las otras formas, supera todas
las facultades de la materia corpórea. Esto lo demuestra su operación
intelectual, que realiza sin el cuerpo. Por tanto, para que la materia
corpórea fuera adecuadamente adaptada al alma, fue necesario que se
añadiera al cuerpo humano una disposición que lo convirtiera en materia
adecuada a esta forma. Y como el ser de esta forma sólo viene de Dios
por creación, esta disposición que supera la naturaleza corpórea sólo ha
podido ser conferida al cuerpo por Dios para conservar el cuerpo
incorrupto y adecuarlo a la perpetuidad del alma. Y esta disposición
permaneció en el cuerpo mientras el alma del hombre estuvo unida a Dios;
cuando el alma se apartó de él por el pecado, fue conveniente que el
cuerpo humano perdiera la disposición sobrenatural que le sometía
invariablemente al alma. Por eso el hombre incurrió en la necesidad de
morir. Por eso, si miramos la naturaleza del cuerpo, la muerte es
natural, pero si nos fijamos en la naturaleza del alma y en la
disposición que se confirió al cuerpo al principio sobrenaturalmente por
causa del alma, la muerte es por accidente y contra la naturaleza, pues
es de la naturaleza del alma estar unida al cuerpo.
CAPÍTULO 153
El alma vuelve a tomar un cuerpo completamente idéntico
Puesto que el alma se une al cuerpo como
forma y a cada forma le corresponde una materia propia, es necesario
que el cuerpo, al que una vez renovado se una el alma, sea de la misma
naturaleza y especie que el cuerpo que deja con la muerte. Por
consiguiente el alma no retomará en la resurrección un cuerpo celeste o
aéreo, o el cuerpo de otro animal, como algunos imaginan, sino un cuerpo
humano compuesto de carne y huesos, organizado con los mismos órganos
que actualmente tiene. Y a la inversa, igual que a una forma idéntica
según la especie le corresponde una materia idéntica según la especie, a
una forma numéricamente idéntica le corresponde una materia
numéricamente idéntica. Del mismo modo que el alma de una vaca no puede
ser alma de un caballo, el alma de esta vaca no podrá ser alma del
cuerpo de otra vaca. Por consiguiente es necesario que, dado que el alma
racional permanece la misma según el número, se una de nuevo a un
cuerpo numéricamente idéntico en la resurrección.
CAPÍTULO 154
Vuelve a tomar un cuerpo numéricamente idéntico sólo por el poder de Dios
Las cosas que se corrompen
sustancialmente no vuelven a ser numéricamente idénticas por obra de la
naturaleza, sino sólo específicamente iguales. No son numéricamente
idénticas las nubes que producen la lluvia y las que se generan a partir
del agua llovida y de nuevo evaporada. Luego, como el cuerpo humano se
corrompe sustancialmente con la muerte, no puede repararse numéricamente
idéntico por obra de la naturaleza. Pero como esto lo exige la razón de
resurrección, como vimos (c.153),
se sigue que la resurrección de los hombres no se realiza por acción de
la naturaleza, según afirmaron algunos, porque vuelvan los hombres
numéricamente idénticos después de que retornaran los cuerpos celestes a
la misma posición, pasados muchos años; sino que la reparación de los
cuerpos que resucitan la realizará sólo la virtud divina.
Es claro que los sentidos perdidos no
pueden ser restituidos por obra de la naturaleza, ni nada de lo que se
recibe únicamente con la generación, porque no es posible que algo
numéricamente idéntico vuelva a producirse. Si se concede de nuevo a
alguien algo semejante, como un ojo arrancado o una mano cortada, será
por la virtud divina, que obra sobre el orden de la naturaleza, como
hemos demostrado (c.139).
Por consiguiente, como con la muerte todos los sentidos y todos los
miembros desaparecen, sólo el obrar divino puede devolver completo a la
vida a un hombre muerto.
Precisamente porque afirmamos que habrá
resurrección por el poder de Dios, se puede ver fácilmente cómo puede
recuperarse un cuerpo numéricamente idéntico. Puesto que antes hemos
mostrado (c.130-131)
que todas las cosas, incluso las más pequeñas, están sometidas a la
providencia divina, es claro que la materia del cuerpo humano,
cualquiera que sea la forma que reciba después de la muerte del hombre,
no escapa al poder ni al conocimiento de Dios. Su materia, en efecto,
permanece numéricamente idéntica, por cuanto entendemos que subsiste con
las dimensiones que nos permiten llamarla materia determinada y son el
principio de individuación. Por consiguiente, dado que permanece la
misma materia y que con ella el cuerpo humano ha sido restablecido por
el poder divino, y también que el alma racional, que por ser
incorruptible permanece idéntica, ha sido unida al mismo cuerpo, se
sigue que ha sido restablecido un cuerpo numéricamente idéntico.
Y no hay inconveniente para que haya
identidad según el número, como algunos objetan, porque no haya una
humanidad idéntica numéricamente. La humanidad, llamada forma del todo
según algunos, no es más que la forma de la parte que es el alma; y es
llamada forma del cuerpo porque le da la vida, y forma del todo porque
le da la especie al todo. Y sí esto es verdad, es claro que también
permanece la humanidad numéricamente idéntica, pues permanece
numéricamente idéntica el alma racional. Pero, porque la humanidad es lo
que significa la definición de hombre, como también la esencia de una
cosa es lo que significa su definición, y porque la definición de hombre
significa tanto la forma como la materia, pues en las definiciones de
las cosas naturales es necesario poner también la materia; por eso, se
dice más acertadamente según la opinión de otros, que en la definición
de humanidad se incluyen el cuerpo y el alma, aunque de modo distinto a
como se incluyen en la definición de hombre. En la razón de humanidad se
incluyen sólo los principios esenciales del hombre, sin señalar los
demás. Como llamamos humanidad a aquello por lo que el hombre es hombre,
es manifiesto que se excluye de humanidad todo aquello de lo que no
podemos decir que por ello el hombre es hombre. Pero, puesto que decimos
que es hombre quien tiene humanidad, y que tener humanidad no excluye
que tenga otras cosas, por ejemplo la blancura o algo semejante, la
palabra hombre significa sus principios esenciales sin excluir
los otros, aunque se incluyan en su definición sólo en potencia y no en
acto. Por eso, hombre significa el todo, mientras que humanidad significa
una parte, y no se predica de hombre. Pero en Sócrates o en Platón se
incluyen una materia determinada y una materia determinada, y como la
esencia de hombre consiste en estar compuesto de cuerpo y alma, si
definiéramos a Sócrates, su definición sería que está compuesto de una
carne determinada, unos huesos determinados y un alma determinada. Por
consiguiente, como la humanidad no es una forma distinta del alma y el
cuerpo, sino algo compuesto de alma y cuerpo, es claro que si se renueva
el mismo cuerpo y permanece la misma alma, habrá una humanidad
numéricamente idéntica.
Tampoco esta identidad numérica resulta
inaceptable porque no retorne una corporeidad numéricamente idéntica,
pues ésta se destruye con la corrupción del cuerpo. Si entendemos por
corporeidad la forma sustancial por la que algo se ordena en el género
de la sustancia corpórea, como cada ente sólo tiene una forma
sustancial, esta corporeidad no es otra cosa que el alma, pues este
animal por esta alma no sólo es animal, sino también cuerpo animado, y
cuerpo, y algo determinado que subsiste en el género de la sustancia. De
lo contrario el alma habría llegado a un cuerpo ya existente en acto, y
sería así una sustancia accidental. El sujeto de la forma sustancial no
es una sustancia en acto, sino sólo en potencia; por eso cuando recibe
la forma sustancial no decimos que ha sido hecha una cosa u otra, como
decimos con las formas accidentales, sino que decimos que ha sido hecho
sin más, pues recibe propiamente el ser. La corporeidad entendida así
permanece numéricamente idéntica, pues subsiste un alma racional
incorruptible. Pero si con el nombre de corporeidad entendemos la forma
por la que nos referimos al cuerpo que se pone en el género de la
cantidad, así es una forma accidental, pues únicamente significa que
tiene tres dimensiones. Por eso, aunque no retorne numéricamente
idéntica, no desaparece la identidad del sujeto, para la que es
suficiente la unidad de los principios esenciales. Y el mismo
razonamiento vale para todos los otros accidentes, cuya diversidad no
destruye la identidad numérica. De ahí que, como la unión es una
relación y, por eso, un accidente, su diversidad numérica no destruye la
identidad de la sustancia. Tampoco la diversidad de las potencias del
alma sensitiva y de la vegetativa, aunque supongamos que se corrompen,
pues son potencias naturales que están en el género de accidente unido.
Tampoco tomamos de los sentidos el término sensible que es
diferencia constitutiva de animal, sino que lo tomamos de la sustancia
del alma sensitiva, que en el hombre es sustancialmente la misma que la
racional.
CAPÍTULO 155
Los hombres resucitarán a un estado de vida incorruptible
Aunque los hombres resuciten
numéricamente idénticos, no tendrán el mismo modo de vivir. Ahora tienen
una vida corruptible, entonces la tendrán incorruptible. Si la
naturaleza en la generación del hombre busca un ser perpetuo, mucho más
Dios en la renovación del hombre. La naturaleza tiende a un ser perpetuo
porque la mueve Dios. Pero en la renovación del hombre resucitado no se
pretende el ser perpetuo de la especie, porque esto podría obtenerse
con una generación ininterrumpida; por tanto hay que concluir que se
busca el ser perpetuo del individuo. Luego los hombres resucitados
vivirán perpetuamente.
Si los hombres resucitados murieran, las
almas separadas de los cuerpos no permanecerían perpetuamente sin
cuerpo, pues esto es contrario a la naturaleza del alma, como antes
hemos dicho (c.152).
Luego sería necesario que resucitaran de nuevo; y esto mismo sucedería
si murieran otra vez después de la segunda resurrección. Así, por tanto,
la muerte y la vida se repetirían al infinito en círculo en el mismo
hombre; pero esto parece sin sentido. Por tanto es más adecuado
detenerse en la primera vez, es decir, que los hombres resuciten
inmortales en la primera resurrección.
La supresión de la mortalidad no producirá diversidad ni de especie ni de número. Mortal,
según su definición propia, no puede ser diferencia específica del
hombre, pues significa pasión; pero se pone en lugar de la diferencia de
hombre, para designar la materia del hombre, porque el hombre está
compuesto de contrarios, igual que racional designa propiamente su
forma. Las cosas naturales no pueden definirse sin materia. Pero no se
quita la mortalidad por la supresión de la materia propia, pues el alma
no tomará un cuerpo celeste ni aéreo, como hemos visto (c.153),
sino un cuerpo humano compuesto de contrarios. La incorruptibilidad
vendrá del poder de Dios por el cual el alma dominará sobre el cuerpo y
éste no podrá corromperse. Una cosa permanece en el ser tanto tiempo
como dura el dominio de la forma sobre la materia.
CAPÍTULO 156
Después de la resurrección no habrá alimentación ni generación
Una vez suprimido el fin, necesariamente
desaparecen las cosas que conducen a él, por eso es necesario que, si
se suprime la mortalidad en los resucitados, desaparezca todo lo
ordenado a conservar la vida mortal. Así son la comida y la bebida, que
son necesarias para sustentar la vida, pues los alimentos reponen lo que
se gasta con el calor natural; luego después de la resurrección no se
utilizarán comida ni bebida. Y por lo mismo tampoco vestidos, pues éstos
son necesarios al hombre para evitar que el cuerpo sea destruido por
agentes externos mediante el frío o el calor. Igualmente es necesario
que cese el uso de la sexualidad, porque se ordena a la generación de
los anímales, y la generación está al servicio de la vida mortal para
que se conserve al menos en la especie lo que no se puede conservar en
los individuos. Por consiguiente, como los hombres se conservarán
perpetuamente numéricamente idénticos, en ellos no habrá generación ni,
por lo mismo, actividad sexual.
Como el semen es lo sobrante del
alimento, si dejan de tomarse alimentos necesariamente cesará el uso del
sexo. No puede decirse correctamente que permanece el uso del alimento,
de la bebida y de la actividad sexual únicamente por el deleite, porque
en el estado final no habrá nada desordenado, ya que entonces todas las
cosas alcanzarán la completa perfección según su modo de ser, y el
desorden se opone a la perfección. Además, como la renovación del hombre
con la resurrección procede directamente de Dios, en aquel estado no
puede haber desorden alguno, puesto que lo que procede de Dios está ordenado,
como se dice en Rom (13,1). Pero es desorden buscar los alimentos, la
bebida y el sexo únicamente por deleite, por eso incluso ahora los
hombres lo consideran vicioso. Luego no podrá haber uso de alimento,
comida y sexo en los resucitados sólo por deleite.
CAPÍTULO 157
Resucitarán todos los miembros
Aunque el uso de tales cosas faltará en
los resucitados, éstos no carecerán de los miembros ordenados a su uso,
porque sin ellos el cuerpo del resucitado carecería de integridad. Pero
es conveniente que la naturaleza sea restaurada íntegramente en la
recuperación del hombre resucitado, pues ésta procede de Dios y sus
obras son perfectas. Luego estarán estos miembros en los resucitados
para conservar la integridad de la naturaleza, y no para los usos a los
que al presente están destinados.
Si en aquel estado los hombres recibirán penas o premios por los actos que ahora hacen, como después se explicará (c.172ss),
es conveniente que los hombres tengan los miembros con los que en esta
vida sirvieron al pecado o a la justicia, para ser premiados o
castigados en lo que merecieron o pecaron.
CAPITULO 158
No resucitarán con defectos
Del mismo modo es conveniente que
desaparezcan de los cuerpos de los resucitados todos los defectos
naturales, pues con cada uno de ellos se destruye la integridad natural.
Si, por consiguiente, es conveniente que en la resurrección Dios repare
en su integridad la naturaleza humana, se sigue que también
desaparezcan estos defectos.
Los defectos se originaron por fallos de
la virtud natural que fue principio de la generación humana; pero en la
resurrección no habrá más virtud agente que la divina, en la que no
cabe fallo. Luego los defectos que hubo en los hombres engendrados, no
los habrá en los hombres renovados con la resurrección.
CAPÍTULO 159
Resucitará sólo lo que pertenece de verdad a la naturaleza
Lo que hemos dicho de la integridad de
los resucitados puede aplicarse a lo que pertenece a la verdad de la
naturaleza humana. Lo que no pertenece a la verdad de la naturaleza
humana no será retomado en los resucitados, pues, si retomaran toda la
carne y sangre que se produjeron con los alimentos, sería necesario que
tuvieran un tamaño inmoderado. Mas la verdad de cada naturaleza se
observa en su especie y forma. Luego en los resucitados estarán
íntegramente todas las partes específicamente humanas, no sólo las
orgánicas, sino también las semejantes, como la carne, los nervios y las
otras de que están formados los órganos. Pero no se retomará todo lo
que materialmente hubo en esas partes, sino únicamente lo suficiente
para recuperar su disposición. Y tampoco el hombre pierde la identidad
numérica ni la integridad, si no resucita todo lo que hubo materialmente
en él. Es claro que en el estado de la vida presente, desde el comienzo
hasta el fin, el hombre permanece numéricamente idéntico, aunque lo que
está materialmente en él como parte no permanece igual, sino que
aumenta y disminuye, igual que un fuego se conserva idéntico aunque se
reponga la leña que se va consumiendo. Y está íntegro mientras conserva
la especie y la cantidad que corresponden a la especie.
CAPÍTULO 160
Dios completará las deficiencias materiales
Dios no retomará todo lo que
materialmente hubo en el cuerpo de un hombre para restablecer el cuerpo
resucitado, pero sí completará cuanto faltó materialmente. Si puede
hacerse por obra de la naturaleza que a un niño que todavía no ha
crecido lo que debe, se le proporcione de materia exterior cuanto
necesite hasta lograr la estatura perfecta, y por eso no deja de ser
numéricamente el mismo que era; mucho más puede la virtud divina hacer
que se supla, con materia exterior, a quienes tuvieron menos, lo que les
faltó en esta vida para la integridad de los miembros naturales o para
las dimensiones adecuadas. Así que, aunque algunos hubieran carecido de
miembros en la vida presente, o no se hubieran desarrollado
completamente cuando murieron, por el poder divino conseguirán en la
resurrección la debida perfección de miembros y de tamaño.
CAPÍTULO 161
Respuesta a las objeciones
Con eso se puede responder a lo que
algunos objetan contra la resurrección. Dicen que es posible que un
hombre haya comido carne humana, y después haya engendrado un hijo que
también se alimentara de carne humana. Entonces, si el alimento se
convierte en sustancia de carne, parece imposible que ambos resuciten
íntegramente, pues la carne de uno se ha convertido en carne de otro. Y
lo que es aún más difícil, si el semen procede de lo sobrante del
alimento, como afirman los filósofos, se sigue que el semen que originó
al hijo ha sido tomado de la carne de otro, y así parece imposible que
el niño nacido de ese semen resucite, si resucitan íntegramente los
hombres cuya carne comieron el padre y el hijo.
Pero esto no se opone a la resurrección de todos. Hemos dicho antes (c.159)
que no es necesario que se retome en el hombre resucitado todo lo que
materialmente estuvo en él, sino únicamente todo lo necesario para
conservar las dimensiones debidas. También hemos dicho (c.160)
que si a alguno le faltó algo de materia para la dimensión perfecta, lo
suplirá la virtud divina. Hay que considerar también que hallamos que
lo que está materialmente en el cuerpo humano, pertenece a la verdad de
la naturaleza humana en distinto grado. En primer lugar y principalmente
pertenece lo recibido de los padres bajo la verdad de la especie
humana, y esto es lo más puro gracias a la virtud formativa. En segundo
lugar, lo crecido con los alimentos y que es necesario para las
dimensiones debidas de los miembros, porque siempre el añadido de algo
extraño debilita la virtud de la cosa; por eso al final es necesario que
termine el crecimiento y que el cuerpo envejezca y perezca, igual que
el vino con la mezcla de agua termina aguado. Después, con los alimentos
surgen en el cuerpo humano cosas superfluas, algunas de las cuales son
necesarias por tener utilidad, como el semen para la generación y el
cabello para abrigo y ornato; otras, en cambio, carecen de utilidad como
lo que se expele con el sudor y otras secreciones, o lo que se retiene
dentro para daño de la naturaleza. Por consiguiente, en la resurrección
común la divina providencia cuidará de que, sí hubo algo numéricamente
idéntico en diversos hombres, esto resucite en quien desempeñó una
función primordial. Si tuvo el mismo rango en las dos personas,
resucitará en quien estuvo primero; en el otro lo suplirá la virtud
divina. Y así queda claro que las carnes ingeridas por uno, no
resucitarán en quien las comió, sino en quien las tuvo primero. No
obstante resucitarán en quien haya sido engendrado con aquel semen en
cuanto hubo en ellas de alimento húmedo; lo demás resucitará en el
primero, y Dios completará en cada uno lo que falte.
CAPÍTULO 162
La resurrección de los muertos se expresa en los artículos de la fe
Para confesar la fe en la resurrección, en el símbolo de los Apóstoles se puso en la resurrección de la carne. Y no sin razón se añadió de la carne,
porque había ya en tiempo de los Apóstoles quienes negaban la
resurrección de la carne y creían sólo en la resurrección espiritual,
por la que el hombre resucita del pecado. Por eso el Apóstol en 2 Tim
(2,18) dice de algunos que dijeron: La resurrección ya ocurrió, y pervirtieron la fe de muchos. Por eliminar su error y para que creamos en la resurrección futura, se dice en el Símbolo de los Padres: Espero la resurrección de los muertos.
CAPÍTULO 163
La operación de los resucitados
Debemos considerar además cuál es la
operación de los resucitados. Es necesario que todo viviente tenga una
operación a la que se dedique principalmente, y se dice que su vida
consiste en ella; así decimos que llevan una vida voluptuosa quienes se
dedican principalmente a los placeres, una vida contemplativa quienes se
dedican preferentemente a la contemplación, llevan una vida política
quienes se dedican al gobierno de los pueblos. Hemos visto (c.156)
que los resucitados no usarán alimentos ni sexo, y parece que a ello
están ordenadas todas las actividades corporales. Una vez suprimidas las
actividades corporales, quedan las operaciones espirituales, en las que
se encuentra el fin último del hombre, como dijimos (c.104); y este fin alcanzan los resucitados libres ya del estado de corrupción y mutabilidad, como hemos señalado (c.155).
Pero el fin último del hombre no consiste en cualquier acto espiritual,
sino en ver a Dios por esencia, como también llevamos dicho (c.104 y 105).
Dios es eterno, por tanto es necesario que el entendimiento unido a
Dios esté unido a la eternidad. Luego, igual que decimos que llevan una
vida voluptuosa los entregados a los placeres, decimos que quienes
poseen la visión de Dios alcanzan la vida eterna, según Jn (17,3): ésta es la vida eterna, que conozcan al Dios verdadero.
CAPÍTULO 164
Verán a Dios por esencia, no por semejanza
El entendimiento creado ve a Dios por
esencia, no mediante una semejanza, con la que, puesta en el
entendimiento, la cosa entendida podría estar distante, como ocurre con
la piedra que está presente en el ojo con su semejanza, pero está
ausente con la sustancia. Sino que, como arriba hemos mostrado (c.155),
la esencia misma de Dios se une al entendimiento creado de modo que
éste pueda ver a Dios por esencia. Luego, igual que en el último fin se
verá lo que anteriormente se creía, también se tendrá ya presente lo que
se esperaba como distante en el futuro. Y a esto lo llamamos
comprender, según dice el Apóstol (Flp 3,12): yo sigo, por si de algún modo pudiera comprender. Pero
no debemos entender que esta comprensión signifique inclusión, sino que
significa presencialidad y acercamiento de lo que decimos que es
comprendido.
CAPÍTULO 165
Ver a Dios es la suma perfección y delectación
También debemos considerar que de la
comprensión surge la adecuada delectación, así la vista se deleita con
los colores hermosos y el gusto con los sabores delicados. Pero esta
delectación de los sentidos ciertamente puede ser obstaculizada con la
indisposición del órgano, pues para los ojos enfermos es odiosa la luz, que para los sanos es deseable. Pero dado que el entendimiento no entiende con órgano corpóreo, como hemos demostrado arriba (c.79),
ninguna tristeza puede contrariar la delectación consistente en la
contemplación de la verdad. No obstante puede por accidente seguirse
tristeza de la contemplación de una verdad, cuando lo entendido aparece
como nocivo. En este caso hay delectación efectivamente en el
entendimiento por el conocimiento de la verdad, pero la acompaña en la
voluntad una tristeza producida por lo conocido; no por haberlo
conocido, sino porque con su acto perjudica. Mas la esencia de Dios es
la verdad, luego el entendimiento que ve a Dios no puede no deleitarse
con su visión.
Dios es la bondad misma, y la bondad es
la causa del amor, luego todos cuantos la conocen, necesariamente la
aman. Aunque algo que es bueno pueda no ser amado, incluso ser odiado,
esto ocurre porque no es visto como bien, sino porque es considerado
perjudicial. Por tanto, en la visión de Dios, que es la bondad y la
verdad mismas, es necesario que haya delectación o gozo deleitoso igual
que hay comprensión, de acuerdo con el capítulo último de Is (66,14): veréis, y se alegrará vuestro corazón.
CAPÍTULO 166
El alma que ve a Dios tiene la voluntad afirmada en él
Con eso vemos claramente que el alma o
cualquier otra criatura racional que ve a Dios, tiene la voluntad
confirmada en él de modo que ya no puede cambiar en lo sucesivo. Como el
objeto de la voluntad es el bien, es imposible que la voluntad se
incline a algo que no tenga razón de bien. En un bien particular puede
haber deficiencias que lleven a quien lo conoce a preferir otro, por eso
la voluntad de quien ve un bien particular no descansa necesariamente
en él sólo sin apartarse de su orden. Pero en Dios, que es el bien
universal y la bondad misma, no falta ningún bien que se pueda buscar en
otro sitio, como hemos mostrado (c.106). Por tanto, quien ve su esencia no puede apartar su voluntad de él, y a todo lo demás se dirigirá en razón de él.
Y esto también lo podemos ver con un
ejemplo. Nuestro entendimiento puede dirigirse a un lado y a otro cuando
duda, hasta que llega al primer principio, en el que necesariamente se
debe reafirmar. Por eso, puesto que en el ámbito de lo apetecible el fin
es como el principio en el ámbito inteligible, la voluntad puede
efectivamente inclinarse a cosas contrarias hasta que llegue a disfrutar
del último fin, en el cual es necesario que se afiance. Pero sería
contra la razón de felicidad perfecta que el hombre pudiera mudarse a lo
contrario, pues no desaparecería del todo el temor de perderla y el
deseo no quedaría completamente saciado. Por eso el Apocalipsis (3,12)
dice del bienaventurado que nunca más saldrá afuera.
CAPÍTULO 167
Los cuerpos obedecerán en todo al alma
Dios proporcionará, en la resurrección,
al alma que llegue a esa vida un cuerpo adecuado a la bienaventuranza
del alma, porque el cuerpo es por causa del alma, como la materia por
causa de la forma y la herramienta por el obrero. Las cosas que son por
un fin deben disponerse como lo requiera el fin. Pero no es adecuado al
alma que ha alcanzado la cumbre del obrar inteligente, tener un cuerpo
que la obstaculice en alguna medida o la retenga. El cuerpo humano, por
su corruptibilidad, obstaculiza al alma y la retarda, impidiéndole
dedicarse continuamente a la contemplación, y alcanzar lo más alto de la
contemplación; por eso los hombres adquieren más capacidad para
comprender algo de lo divino prescindiendo de los sentidos del cuerpo.
Las revelaciones proféticas se manifiestan a durmientes o a quienes
están en algún exceso de mente, según Números (12,6): Si hay entre vosotros un profeta del Señor, le hablaré en sueños o en visión. Por
consiguiente los cuerpos de los bienaventurados resucitados no serán
corruptibles y retardadores del alma como ahora, sino que serán
incorruptibles y totalmente obedientes al alma, sin oponerse en nada.
CAPÍTULO 168
Dotes de los cuerpos glorificados
Con lo dicho puede comprenderse cómo es
la disposición de los cuerpos bienaventurados. El alma es la forma y el
motor del cuerpo. En cuanto que es forma, no sólo es principio del
cuerpo en cuanto al ser sustancial, sino también en cuanto a los
accidentes propios, que son causados en la sustancia por la unión de la
forma a la materia. Pero, cuanto más fuerte es una forma, más difícil es
obstaculizar su impresión en la materia por un agente exterior. Por
ejemplo, la forma del fuego, por ser la más noble de las formas de los
elementos, le proporciona que no cambie con facilidad su disposición
natural por influjo de un agente. Luego, como el alma bienaventurada
estará en lo más alto de la nobleza y del poder, por estar unida al
primer principio de las cosas, otorgará al cuerpo al que Dios la ha
unido, en primer lugar y del modo más noble, el ser sustancial,
conteniéndole totalmente en sí; por eso, éste será sutil o espiritual.
También le dará una cualidad nobilísima, la gloría de la claridad. Por
la virtud del alma ningún otro agente podrá cambiar la disposición del
cuerpo, que es ser impasible. Y porque obedecerá totalmente al alma como
un instrumento al motor, se volverá ágil. Serán, por tanto, cuatro las
condiciones de los cuerpos bienaventurados: sutilidad, claridad,
impasibilidad y agilidad. Por eso dice el Apóstol en 1 Cor (15,42-44):
El cuerpo que por la muerte es sembrado en corrupción, resucitará en incorrupción, en cuanto a la impasibilidad; se siembra en debilidad y resucitará con vigor, en cuanto a la agilidad; se siembra en ignominia y resucitará con gloria, en cuanto a la claridad; se siembra animal y resucitará espiritual, en cuanto a la sutileza.
CAPÍTULO 169
La criatura corpórea recibirá un estado distinto
Es claro que lo que conduce a un fin, se
dispone como lo exige el fin; por eso, si lo que es causa final de
otras cosas se vuelve perfecto o imperfecto, lo que está ordenado a ello
deberá disponerse de distinto modo, para servirle en uno y otro estado.
Se prepara de modo distinto la comida y el vestido para un niño que
para un adulto. Pero hemos visto antes (c.148)
que la criatura corpórea se ordena a la naturaleza racional como a su
fin; luego es necesario que, una vez que el cuerpo reciba la última
perfección con la resurrección, la criatura corpórea reciba un estado
distinto. Y por eso se dice que se renueva el mundo cuando el hombre
resucita, según Ap (21,1): Vi un cielo nuevo y una tierra nueva. Y en Is 65,17: Voy a crear unos cielos nuevos v una tierra nueva.
CAPÍTULO 170
Qué criaturas se renovarán y cuáles permanecerán
Hay que considerar que los diversos
géneros de criaturas corpóreas están ordenadas al hombre por distinta
razón. Es claro que las plantas y los animales sirven al hombre para
ayuda de su debilidad, pues recibe de ellos alimento, vestido y
transporte, y las demás cosas semejantes con que se sustenta la
debilidad del hombre. Pero en el estado último se quitará del hombre con
la resurrección toda esa debilidad, pues los hombres ya no necesitarán
alimentos para nutrirse, porque son incorruptibles, como hemos mostrado (c.155);
ni vestidos para cubrirse, pues estarán vestidos con la claridad de la
gloria; ni animales para el transporte, pues tienen agilidad; ni otros
medios para conservar la salud, pues serán impasibles. Luego es
conveniente que no permanezcan estas criaturas corpóreas, las plantas,
los animales y los otros cuerpos mixtos similares.
En cambio, los cuatro elementos, el
fuego, el aire, el agua y la tierra, no sólo están ordenados al hombre
para uso de la vida corruptible, sino también para la constitución de su
cuerpo, pues el cuerpo humano está constituido de elementos. Así pues,
los elementos guardan un orden esencial al cuerpo humano y, por eso, una
vez que el hombre haya sido perfeccionado en cuerpo y alma, es
conveniente que también permanezcan los elementos, aunque transformados
en una disposición mejor.
Por su parte los cuerpos celestes, en
cuanto a su sustancia, ni son usados por el hombre para la vida
corruptible, ni pertenecen a la sustancia del cuerpo humano. Sirven, no
obstante, al hombre por cuanto con su esplendor y grandeza muestran la
excelencia de su creador. Por eso, la Escritura amonesta con frecuencia
al hombre a contemplar los cuerpos celestes para que le lleven a venerar
a Dios, como vemos en Is (40,26), donde se dice: Elevad los ojos a lo alto y ved quién creó estas cosas. Y
aunque en el estado de aquella perfección, el hombre no llega al
conocimiento de Dios partiendo de las criaturas sensibles, pues ve a
Dios en sí mismo, no obstante es agradable y ameno para quien conoce la
causa, considerar cómo resplandece en el efecto su semejanza. Por eso
también a los santos les produce alegría considerar el esplendor de la
bondad divina en los cuerpos, sobre todo en los celestes, que parecen
superiores a los otros. Los cuerpos celestes guardan también, de algún
modo, un orden esencial al cuerpo humano como causas agentes, igual que
los elementos lo guardan como causas materiales: Al hombre lo engendran el hombre y el Sol. Por tanto, también por esta razón es conveniente que permanezcan los cuerpos celestes.
Y esto mismo es claro no sólo por su
relación con el hombre, también lo es por la naturaleza de estas
criaturas corpóreas. Lo que de suyo no tiene nada incorruptible, no debe
permanecer en el estado de incorrupción. Los cuerpos celestes son
incorruptibles en el conjunto y en cada parte. Los elementos son
incorruptibles en el conjunto, pero no en cada parte. Los hombres lo son
en parte, según el alma racional, pero no en el conjunto, porque el
compuesto se disuelve con la muerte. Pero los animales, las plantas y
todos los cuerpos mixtos no son incorruptibles ni en el conjunto ni en
las partes. Luego, convenientemente en aquel estado último de
incorrupción, permanecerán efectivamente los hombres, los elementos y
los cuerpos celestes, pero no los animales ni las plantas o los cuerpos
mixtos.
Esto también se ve razonable por la
naturaleza del universo. Como el hombre es parte del universo corpóreo,
es necesario que en el perfeccionamiento último del hombre permanezca el
universo corpóreo, pues no parece que la parte sea perfecta si falta el
todo. El universo corpóreo no puede permanecer si sus partes esenciales
no permanecen. Y son partes esenciales del universo los cuerpos
celestes y los elementos, puesto que toda la máquina del universo está
hecha de ellos. Los demás cuerpos no parecen pertenecer a la integridad
del universo corpóreo, sino a su ornato y decoro adecuados al estado de
la mutabilidad, por cuanto los animales, las plantas y los cuerpos
minerales son producidos con la acción del cuerpo celeste y con la
materia de los elementos. Pero en el estado de la última consumación se
les dará a los elementos otro ornato, más conveniente al estado de
incorrupción. Luego en aquel estado permanecerán los hombres, los
elementos y los cuerpos celestes, pero no permanecerán animales, plantas
ni minerales.
CAPÍTULO 171
Los cuerpos celestes dejarán de moverse
Pero como parece que los cuerpos
celestes se mueven continuamente, puede uno pensar que si permanece su
sustancia se moverán también entonces, en el estado de consumación. Y
ciertamente, si valiera para los cuerpos celestes el mismo argumento que
para los elementos, esa opinión sería razonable. Los elementos graves y
leves tienen movimiento para conseguir su perfección, pues con el
movimiento natural tienden a su lugar propio, donde mejor les es estar.
Por eso en el último estado de consumación cada uno de los elementos y
cada una de sus partes estarán en su lugar propio. Pero no podemos decir
lo mismo de los cuerpos celestes, porque éstos no descansan cuando
llegan a su lugar, sino que igual que van por naturaleza a un lugar,
también por naturaleza salen de él. Luego los cuerpos celestes no
pierden nada si se les suprime el movimiento, puesto que no tienen
movimiento para perfeccionarse. Sería ridículo afirmar que, igual que el
cuerpo leve por su naturaleza se mueve hacia arriba, el cuerpo celeste
se mueve circularmente por su naturaleza, como por su principio activo.
Es claro que la naturaleza siempre tiende a la unidad, por eso lo que se
opone a la unidad no puede ser fin último de la naturaleza. Pero el
movimiento se opone a la unidad, puesto que lo que se mueve se porta de
modo distinto en un momento y en otro. Luego la naturaleza no produce el
movimiento por el movimiento, sino que lo causa buscando el final del
movimiento, así la naturaleza leve busca su lugar arriba ascendiendo, y
lo mismo en los otros casos. Por tanto, como el movimiento circular del
cuerpo celeste no se dirige a un lugar determinado, no se puede decir
que la naturaleza sea el principio activo del movimiento circular del
cuerpo celeste, igual que lo es del movimiento de los graves y leves.
Luego, aunque permanezca la naturaleza de los cuerpos celestes, nada
impide que descansen, aunque sea imposible que descanse el fuego fuera
de su lugar propio mientras permanezca su naturaleza. No obstante
decimos que el movimiento de los cuerpos celestes es natural, no por el
principio activo del movimiento, sino por el móvil que tiene aptitud
para moverse así. Sólo queda que el movimiento del cuerpo celeste
proceda de un entendimiento.
Pero como el entendimiento sólo mueve
con la intención del fin, es necesario considerar cuál es el fin del
movimiento de los cuerpos celestes. No se puede decir que el movimiento
mismo sea el fin, pues por ser camino a la perfección, el movimiento no
tiene razón de fin, sino de lo que conduce al fin. Del mismo modo,
tampoco podemos decir que el cambio de sitio sea el fin del movimiento
del cuerpo celeste, es decir que con este movimiento el cuerpo celeste
adquiera en acto todos los lugares a los que puede ir en potencia,
porque esto sería infinito; y lo infinito se opone a la razón de fin.
Luego es necesario considerar desde esta perspectiva el fin del
movimiento del cielo. Es claro que todo cuerpo movido por un
entendimiento es instrumento de éste, y que el fin del movimiento del
instrumento es la forma concebida por el agente principal, que llega al
acto con el movimiento del instrumento. La forma del entendimiento
divino que completa el movimiento del cielo es la perfección de las
cosas por la vía de la generación y de la corrupción. Pero el fin último
de la generación y de la corrupción es una forma más noble, el alma
humana, cuyo fin último es la vida eterna, como antes hemos indicado (c.104ss).
Luego el fin último del movimiento del cielo es la multiplicación de
los hombres que han de dirigirse a la vida eterna. Mas esta multitud no
puede ser infinita, pues la intención de todo entendimiento se detiene
en algo limitado; luego, una vez completado el número de hombres que han
de dirigirse a la vida eterna, y situados éstos en la vida eterna,
cesará el movimiento del cielo, igual que cesa el movimiento de todo
instrumento después de concluida la obra. Pero, si cesa el movimiento
del cielo, cesará, en consecuencia, todo movimiento en los cuerpos
inferiores, con la única excepción del movimiento que, procedente del
alma humana, habrá en los hombres. Y así todo el universo corpóreo
tendrá otra disposición y otra forma, según lo que dice el Apóstol en 1
Cor (7,31): la figura de este mundo pasa.
CAPÍTULO 172
Retribución del hombre según sus obras
Debemos considerar que, si hay una vía
determinada para llegar a un fin, no pueden alcanzar el fin quienes van
por la vía contraria o se apartan del camino recto. Sólo por casualidad
podría sanar el enfermo que usa lo contrario a las prescripciones del
médico. Hay una vía determinada para llegar a la felicidad mediante la
virtud. Y sólo consigue su fin quien realiza bien lo que le es propio,
pues una planta no puede dar fruto si no se observa en ella el modo
natural de obrar, ni el corredor alcanza el premio o el soldado la
medalla, si uno y otro no llevan a cabo rectamente su propia tarea. Pero
un hombre realiza su operación propia cuando obra según la virtud, pues
la virtud es lo que hace bueno a quien la posee, y hace buena su obra.
Luego, como el fin último del hombre es la vida eterna, de la que ya
hemos hablado (c.104-106 y 109), sólo la alcanzarán quienes obren según la virtud.
Hemos visto antes (c.123 y 129)
que la providencia divina rige las cosas naturales y las humanas, tanto
en general como en particular. Corresponde a quien tiene el cuidado de
cada uno de los hombres dar premios a la virtud y penas al pecado,
porque la pena es la medicina de la culpa y lo que restaura el orden,
como hemos señalado (c.121).
Pero el premio de la virtud es la felicidad, que proporciona al hombre
la bondad divina. Luego corresponde a Dios no dar la felicidad a quienes
obran contra la virtud, sino darles como pena lo contrario, la mayor
desdicha.
CAPÍTULO 173
El hombre tiene después de esta vida premio o castigo
Hay que considerar que los contrarios
producen efectos contrarios. Lo contrario a la obra virtuosa es la obra
realizada con malicia. Luego es necesario que la desdicha, a la que se
llega por las obras de la malicia, sea lo contrario a la felicidad que
merecen las obras virtuosas. Pero las cosas contrarias pertenecen al
mismo género. Luego como la felicidad última, a la que conduce la
virtud, no es un bien de esta vida, sino de la posterior, como hemos
aclarado (c.104-106 y 109), la desdicha última a la que conduce la malicia será, en consecuencia, un mal posterior a esta vida.
Hallamos que todos los bienes y males de
esta vida están ordenados a algo distinto. Los bienes exteriores y
también los bienes corporales sirven orgánicamente a la virtud, que es
el camino recto que lleva a la bienaventuranza a quienes los usan bien,
igual que para quienes los usan mal pueden ser también instrumentos de
la maldad que conduce hasta la desdicha. E igualmente los males opuestos
a éstos, como la enfermedad, la pobreza y similares, a unas personas
les sirven para aumentar la virtud y a otras para incrementar la
malicia, según que los usen de un modo u otro. Mas lo que se ordena a
otra cosa no es el último premio ni la última pena. Luego, ni la
felicidad última ni la desdicha última consisten en los bienes o males
de esta vida.
CAPÍTULO 174
La desdicha del hombre en cuanto pena de daño
Puesto que la desdicha a la que conduce
la malicia se opone a la felicidad a la que lleva la virtud, es
necesario considerar las cosas propias de la desdicha como contrapuestas
a lo que hemos dicho de la felicidad. Hemos dicho antes (c.105-106 y 165-166)
que la última felicidad del hombre consiste en la visión plena de Dios,
en cuanto al entendimiento, y en que la voluntad del hombre esté
inmóvilmente afirmada en la bondad primera, en cuanto al afecto. Luego
la desdicha extrema del hombre consistirá en que el entendimiento esté
completamente privado de la luz divina y en que el afecto se aparte
obstinadamente de la bondad de Dios. Ésta es la principal desdicha de
los condenados, y se llama pena de daño.
No obstante, hay que considerar que, como hemos aclarado (c.118),
el mal no puede excluir totalmente el bien, pues todo mal se asienta en
un bien. Por tanto, es necesario que la desdicha, aunque se oponga a la
felicidad que carecerá de todo mal, se asiente en el bien de la
naturaleza.
El bien de la naturaleza inteligente
consiste en que el entendimiento contemple la verdad y la voluntad
tienda al bien. Pero toda verdad y todo bien derivan de la primera
verdad y del primer bien, que es Dios. Luego es necesario que el
entendimiento del hombre constituido en esa desdicha extrema tenga algún
conocimiento de Dios y un amor natural a Dios, porque es el principio
de las perfecciones naturales. Pero no tiene el amor de la virtud y de
la gloria, pues no ama a Dios por él mismo, ni porque es el principio de
las virtudes, de las gracias, y de todos los otros bienes que
perfeccionan la naturaleza inteligente.
Tampoco los hombres constituidos en esa
desdicha carecen de libre albedrío, aunque tengan la voluntad
inmóvilmente afirmada en el mal, como tampoco carecen de él los
bienaventurados aunque tengan la voluntad afirmada en el bien. La
libertad de albedrío se refiere propiamente a la elección, y la elección
se refiere a lo que conduce al fin; pero todos apetecen por naturaleza
el fin último, por eso todos los hombres por ser inteligentes apetecen
naturalmente la felicidad como fin último, y con tanta fijeza además que
nadie puede querer ser mísero. Pero esto tampoco se opone a la libertad
de albedrío, que sólo se refiere a lo que conduce al fin. El que uno
ponga su última felicidad en una cosa particular y otro en otra, no les
corresponde a uno y otro por ser hombres, cuando difieran en esta
estimación y apetito, sino que a cada uno le pertenece por ser
diferenciado. Y digo diferenciado por tener una pasión o un
hábito diferentes, por eso, sí éstos varían, lo antes despreciado les
parecerá óptimo. Esto se ve clarísimamente en los que movidos por una
pasión desean algo como lo mejor y, cuando cesa esta pasión, la ira o la
concupiscencia, no juzgan aquel bien igual que antes. Los hábitos son
más persistentes, por eso se persevera más firmemente en lo que se
persigue por hábito; pero mientras el hábito pueda cambiar, pueden
cambiar el aprecio y el deseo del hombre respecto al último fin.
Pero esto sólo ocurre a los hombres en
esta vida, en la que están en un estado de mutabilidad. Después de esta
vida el alma es inmutable en cuanto a la alteración, porque la
alteración únicamente le corresponde accidentalmente, por alguna
mutación referente al cuerpo. Pero una vez reasumido el cuerpo, no habrá
mutaciones corporales, sino más bien al contrarío. Ahora el alma es
infundida a un cuerpo en germen, y por eso necesariamente va acompañado
de transmutaciones, pero entonces el cuerpo se unirá a un alma
preexistente, por lo que secundará totalmente sus condiciones. Por
consiguiente, cualquiera que haya sido el fin que el alma se haya
propuesto como último al morir, en él permanecerá perpetuamente
deseándolo como lo mejor, tanto si es bueno como si es malo; según lo
que dice Ecl 11,3, que si es cortado un árbol, donde quiera que haya caído, allí permanecerá. Así
pues, después de esta vida, quienes sean hallados buenos en la muerte,
tendrán su voluntad perpetuamente afirmada en el bien. Los que en ese
momento sean hallados malos, estarán perpetuamente obstinados en el mal.
CAPÍTULO 175
Los pecados mortales no se perdonan después de esta vida. Los veniales sí
Por eso podemos considerar que los
pecados mortales después de esta vida no se perdonan, pero los veniales
pueden perdonarse. Los pecados mortales proceden de una aversión al fin
último, y con respecto a este fin el hombre está afirmado
inamoviblemente después de la muerte, como hemos dicho (c.174).
Los pecados veniales, en cambio, no miran al fin último, sino al camino
hacia el fin último. Mas si la voluntad de los malos se afirma
obstinadamente en el mal después de la muerte, siempre desearán como lo
mejor lo mismo que antes apetecían. Por consiguiente, no se dolerán de
haber pecado, pues nadie se duele de haber perseguido lo que considera
que es lo mejor.
Pero hay que saber que los condenados a
la última desdicha, después de la muerte no podrán tener lo que habían
apetecido como lo mejor, pues allí no se dará a los lujuriosos la
facultad de lujuriar, ni a los airados y envidiosos la facultad de
ofender o poner dificultades a los demás, y lo mismo con los otros
vicios. Conocerán, en cambio, que quienes vivieron según la virtud
alcanzan lo que desearon como óptimo. Por tanto se duelen de haber
pecado, no porque aborrezcan los pecados, pues también entonces
preferirían cometerlos, sí pudieran, más que poseer a Dios; sino porque
no pueden tener lo que eligieron, y podrían haber tenido lo que
aborrecieron. Así pues, también su voluntad permanece perpetuamente
obstinada en el mal. Y, no obstante, se dolerán muchísimo de haber
cometido la culpa y perdido la gloria. Este dolor se llama remordimiento
de conciencia, y es denominado metafóricamente en la Escritura gusano,
según Isaías, capítulo último (66,24): Su gusano no morirá.
CAPÍTULO 176
Los cuerpos de los condenados serán pasibles, pero íntegros y sin dones
Así como en los santos la bienaventuranza del alma llega de algún modo al cuerpo, como antes hemos dicho (c.168),
también la desdicha del alma alcanzará a los cuerpos de los condenados;
teniendo en cuenta, no obstante, que igual que la desdicha no excluye
del alma el bien natural, tampoco lo excluye del cuerpo. Por tanto, los
cuerpos de los condenados serán íntegros en su naturaleza, pero no
tendrán las condiciones propias de la gloria de los bienaventurados,
pues no serán sutiles ni impasibles, sino que permanecerán más bien en
su torpeza y pasibilidad, incluso éstas aumentarán en ellos. No serán
ágiles, sino apenas sustentables por el alma. No serán claros, sino
oscuros, para que se muestre en los cuerpos la oscuridad del alma, según
Isaías (13,8): Sus rostros, caras abrasadas.
CAPÍTULO 177
Los cuerpos de los condenados serán incorruptibles, aunque sean pasibles
Hay que saber, no obstante, que aunque
los cuerpos de los condenados tendrán que ser pasibles, no se
corromperán, aunque esto parezca contrario a la razón que ahora
experimentamos, porque el aumento de una pasión destruye la sustancia.
Habrá entonces dos razones por las que una pasión prolongada
perpetuamente no corrompa unos cuerpos pasibles. La primera, que al
cesar el movimiento del cielo, como hemos dicho (c.171),
es necesario que cese toda mutación de la naturaleza. Luego nada podrá
alterarse con alteración natural, sino sólo con alteración del alma. Y
digo alteración natural, como cuando algo pasa de cálido a frío, o hay
cualquier otra variación según el ser natural de las cualidades. Y digo
alteración del alma, como cuando algo recibe una cualidad según su
pro-pío ser espiritual, y no según el ser natural de la cualidad; así la
pupila no recibe la forma del color para tener color, sino para
sentirlo. Por tanto, también sufrirán así los cuerpos de los condenados,
sea por el fuego o por cualquier otra cosa corpórea, no para
transformarse en la especie o en la cualidad del fuego, sino para sentir
lo máximo de sus cualidades. Y esto producirá dolor, por cuanto estos
excesos quebrantan la armonía en que descansan y se deleitan los
sentidos; pero no causará la corrupción, porque la recepción espiritual
de las formas no transforma la naturaleza del cuerpo, si no es acaso por
accidente.
La segunda razón será de parte del alma,
para cuya perpetuación el poder divino trae el cuerpo. Por eso, el alma
del condenado, en cuanto que es forma y naturaleza de un cuerpo, le
dará el ser perpetuo; pero, por su imperfección, no le dará que no pueda
padecer. Así, por tanto, los cuerpos siempre padecerán, pero no se
corromperán.
CAPÍTULO 178
Antes de la resurrección unas almas tendrán felicidad y otras vivirán en la desdicha
Con lo dicho queda claro que tanto la
felicidad como la desdicha residen principalmente en el alma,
secundariamente y por derivación en el cuerpo. Por tanto, la felicidad o
la desdicha del alma no dependen de la felicidad o desdicha del cuerpo,
sino al revés. Luego, como después de la muerte las almas permanecen
antes de volver a tomar el cuerpo, unas sin duda merecedoras de la
gloria y otras merecedoras de la desdicha, es claro que también, antes
de la resurrección, las almas de algunos gozarán de la felicidad, según
dice el Apóstol (2 Cor 5,1): Sabemos que si se deshace nuestra casa terrena, en la que ahora vivimos, tenemos de parte de Dios una casa no hecha por manos humanas, sino permanente en los cielos. Y más adelante (2 Cor 5,8): Estamos con ánimo y tenemos voluntad firme de abandonar el cuerpo y presentarnos ante el Señor. Pero las almas de otros vivirán en la desdicha, de acuerdo con Lc 16,22: Murió el rico y fue sepultado en el infierno.
CAPÍTULO 179
La pena de los condenados consiste en males espirituales y corporales
Hay que considerar, no obstante, que la
felicidad de las almas santas consistirá sólo en bienes espirituales,
mientras que, antes de la resurrección, la pena de las almas condenadas
no consistirá únicamente en males espirituales, como algunos pensaron,
sino que también soportarán penas corporales. La razón de esta
diferencia es que las almas de los justos, mientras estuvieron unidas al
cuerpo en este mundo, mantuvieron su orden, sometiéndose no a las cosas
corporales sino únicamente a Dios, y toda su felicidad consiste en la
fruición de él, y no en bienes corporales. Las almas de los malos, en
cambio, sin observar el orden de la naturaleza, sometieron su afecto a
las cosas corporales, despreciando las cosas divinas y espirituales, y
en consecuencia son castigadas no sólo con la privación de los bienes
espirituales sino también con el sometimiento a las cosas corporales. Y,
por eso, si encontramos en la sagrada Escritura que se promete a las
almas santas recompensa de bienes corporales, hay que explicarlo
místicamente, porque en las Escrituras se suelen designar las cosas
espirituales con semejanzas de las corporales. Pero cuando anuncian
penas corporales para las almas de los condenados, por ejemplo que serán
atormentadas con el fuego del infierno, hay que entenderlo al pie de la
letra.
CAPÍTULO 180
Si el alma puede padecer con fuego corpóreo
Para que no le parezca a nadie absurdo
que un alma separada del cuerpo pueda sufrir con el fuego corpóreo, hay
que considerar que no es contrario a la naturaleza de la sustancia
espiritual unirse a un cuerpo. Esto lo hace la naturaleza, como es
manifiesto en la unión del alma con el cuerpo; y lo hacen las artes
mágicas, mediante las cuales un espíritu se une a imágenes, sortijas o
cosas similares. Por consiguiente el poder divino puede hacer que
sustancias espirituales, aunque por su propia naturaleza sean superiores
a todo lo corpóreo, se unan a cuerpos, por ejemplo al fuego del
infierno. No ciertamente para darle vida, sino para ser atenazadas por
él de algún modo. Y el mismo verse sometidas así a algo tan ínfimo, les
resulta penoso.
Luego, se verifica el dicho de que el alma, por el mismo hecho de verse quemar, se quema,
porque esta consideración es penosa para la sustancia espiritual, y
además, porque este fuego es espiritual, pues lo que aflige
inmediatamente es el fuego percibido como lo que encadena. Y como el
fuego al que está sujeta el alma es corpóreo, se evidencia lo que dice
san Gregorio, que el alma sufre no sólo viendo el fuego sino también
sintiéndolo. Y porque este fuego tiene capacidad para encadenar a la
sustancia espiritual por el poder de Dios y no por su propia naturaleza,
es acertado lo que dijeron algunos, que ese fuego actúa en el alma como
instrumento de la justicia divina vindicativa; y no porque actúe sobre
la sustancia espiritual como lo hace sobre los cuerpos: calentando,
secando o disolviendo, sino inmovilizando, como hemos dicho. Y porque lo
que atormenta inmediatamente a la sustancia espiritual es la
consideración del fuego que sujeta a la pena, claramente se puede
colegir que el suplicio no cesa, incluso si en algún momento la
sustancia espiritual estuviera dispensada de esta ligadura con el fuego;
igual que quien está condenado a cadena perpetua, se siente
continuamente castigado incluso si por un momento se le concede
libertad.
CAPÍTULO 181
Después de esta vida hay penas purgatorias no eternas
Si bien unas almas alcanzan la bienaventuranza eterna en el instante en que se desprenden del cuerpo, como hemos dicho (c.178),
otras tardan un tiempo en conseguirla. Sucede a veces que algunos no
han cumplido en esta vida la penitencia por los pecados cometidos,
aunque al final están arrepentidos de ellos. Y porque el orden de la
justicia divina exige que se impongan penas por las culpas, es necesario
decir que después de esta vida las almas cumplirán la pena que no
cumplieron en este mundo; pero sin llegar a la desdicha extrema de los
condenados, pues con la penitencia ya han accedido al estado de caridad,
con la que se han adherido a Dios como fin último, y con ello ya han
merecido la vida eterna. Por eso concluimos que después de esta vida hay
penas purgatorias, con las que se termina de cumplir las penitencias no
cumplidas.
CAPÍTULO 182
Hay penas purgatorias también de los pecados veniales
Puede suceder también que algunos salgan
de esta vida sin pecado mortal, aunque sí con pecados veniales por
haber pecado adhiriéndose indebidamente a lo que conduce al fin, sin
apartarse del fin último. Es cierto que estos pecados en algunas
personas perfectas se han limpiado con el fervor de la caridad, pero en
otras es necesario que se purguen con alguna pena, porque no se llega a
alcanzar la vida eterna si no se está inmune de todo pecado y defecto.
Por consiguiente, hay que afirmar que hay penas purgatorias después de
esta vida. Mas estas penas son purgatorias por la condición de quienes
las padecen, pues en ellos hay caridad con la que conforman su voluntad
con la voluntad divina, y en virtud de esta caridad las penas que sufren
les aprovechan para purificarse. Por eso, a los que carecen de caridad,
como sucede a los condenados, las penas no los purifican, sino que la
infección del pecado permanece y, en consecuencia, la pena dura por
siempre.
CAPÍTULO 183
Si padecer una pena eterna es incompatible con la justicia divina, pues la culpa fue temporal
No es contrario a la naturaleza de la
justicia divina que alguien sufra una pena perpetua, porque ni siquiera
en las leyes humanas se exige que la pena se equipare a la culpa en el
tiempo. Por el pecado de homicidio o de adulterio, que se cometen en
breve tiempo, la ley humana inflige a veces el destierro perpetuo, o
incluso la muerte, con lo que uno queda excluido perpetuamente de la
sociedad civil. Y que el destierro no dure perpetuamente es accidental,
se debe a que la vida del hombre no es perpetua, pero la intención del
juez parece que es castigar durante tanto tiempo como puede. Por eso
tampoco es injusto que Dios imponga una pena eterna por un pecado
momentáneo y temporal.
También debemos considerar que se impone
pena eterna al pecador que no se arrepiente del pecado, y permanece así
en el pecado hasta la muerte. Y como peca en su eternidad, es razonable
que Dios lo castigue eternamente. Además todo pecado cometido contra
Dios tiene cierta infinitud de parte de Dios contra quien se comete. Es
claro que cuanto mayor es quien recibe la ofensa del pecado, tanto más
grave es el pecado. Por ejemplo, el que alguien dé una bofetada a un
caballero, se considera más grave que si se la da a un campesino; y
sería aún más grave si se le da a un príncipe o a un rey. Y así, como
Dios es infinitamente grande, la ofensa cometida contra él es de algún
modo infinita, por lo que de algún modo también le corresponde una pena
infinita. Pero no puede haber una pena infinita en intensidad, pues nada
creado puede ser infinito así; por eso, queda que al pecado mortal le
corresponde una pena infinita en duración.
Además, a quien puede corregirse se le
aplica una pena temporal para su corrección o purificación. Si, pues,
uno no puede corregirse del pecado, sino que su voluntad está afirmada
con obstinación en el pecado, como antes dijimos de los condenados, su
pena no debe terminar.
CAPÍTULO 184
Lo dicho es aplicable a las otras sustancias espirituales
Como el hombre coincide en tener
naturaleza inteligente con los ángeles y en éstos puede darse pecado
igual que en los hombres, como antes (c.113)
hemos indicado, todo lo que hemos dicho de la gloria y de la pena de
las almas, hay que entenderlo como dicho también de la gloria de los
ángeles buenos y de la pena de los malos. La única diferencia que hay
entre hombres y ángeles es que las almas humanas tienen confirmada la
voluntad en el bien y obstinada en el mal únicamente cuando se han
separado del cuerpo, como antes dijimos (c.174),
los ángeles, en cambio, tan pronto como se propusieron con voluntad
deliberada como fin a Dios o a una cosa creada, desde entonces fueron
hechos bienaventurados o desdichados. En las almas humanas puede haber
mutabilidad no sólo por la libertad de la voluntad sino también por la
mutabilidad del cuerpo, mientras que en los ángeles sólo la hay por la
libertad del albedrío. Y, por eso, los ángeles desde la primera elección
adquirieron la inmutabilidad. Las almas, en cambio, únicamente cuando
ya han sido despojadas del cuerpo.
Para indicar la remuneración de los buenos, en el Símbolo de la fe se dice en la vida eterna. Y
no hay que entenderla eterna sólo por la duración, sino principalmente
por el gozo de la eternidad. Pero como acerca de esto hay que creer
otras muchas cosas que se han dicho de las penas de los condenados y del
estado final del mundo, para englobarlas a todas, en el Símbolo de los
Padres se puso: En la vida del mundo futuro. El mundo futuro incluye todas estas cosas.
CAPÍTULO 185
Segundo tratado de la fe: la humanidad de Cristo
Dijimos al principio que la fe cristiana
versa fundamentalmente sobre dos cosas, la divinidad de la Trinidad y
la humanidad de Cristo; después de haber expuesto lo referente a la
divinidad y a sus efectos, nos falta considerar lo que se refiere a la
humanidad de Cristo. Y porque, como dice el Apóstol en 1 Tim 2,5: Jesucristo vino a este mundo a salvar a los pecadores,
parece que debemos considerar primero cómo incurrió en el pecado el
género humano, para conocer así con mayor claridad cómo son librados del
pecado los hombres mediante la humanidad de Cristo.
CAPÍTULO 186
La perfección del hombre en su primera constitución
Antes (c.152)
hemos dicho que el hombre en su creación fue establecido por Dios de
tal modo que el cuerpo estaba completamente sujeto al alma, y además las
partes inferiores del alma estaban sometidas a la razón sin desacuerdo,
y la razón del hombre estaba sometida a Dios. Porque el cuerpo estaba
totalmente sujeto al alma, no podía darse ninguna pasión en el cuerpo
que se opusiera al dominio del alma sobre el cuerpo, y por eso no había
lugar para la muerte ni para la enfermedad en el hombre. Por la sujeción
de las facultades inferiores a la razón había en el hombre una completa
tranquilidad de mente, porque la razón humana no era turbada por
ninguna pasión desordenada. Y porque la voluntad del hombre estaba
sometida a Dios, el hombre refería todas las cosas a Dios como fin
último, y en esto consistía su justicia y su inocencia. De estas tres
cosas, la última era la causa de las otras dos, pues si nos fijamos en
sus componentes, no procedía de la naturaleza del cuerpo que no hubiera
en él descomposición o pasión incompatible con la vida, ya que estaba
compuesto de elementos contrarios. Y tampoco procedía de la naturaleza
del alma que las potencias sensibles se sometieran sin desacuerdo a la
razón, puesto que las potencias sensibles por naturaleza se mueven hacia
lo que es agradable a los sentidos, y esto con frecuencia
Se opone a la recta razón. Por tanto,
esto se debía a una potencia superior, la de Dios, quien igual que unió
al cuerpo un alma racional que trasciende toda proporción del cuerpo y
de las potencias corporales, que son sensibles, también dio al alma
racional el poder, superior a la condición del cuerpo, de contener al
cuerpo y a las potencias sensibles, como correspondía al alma racional.
Y, en consecuencia, para que la razón tuviera firmemente sometidas a sí
misma las cosas inferiores, era necesario que ella estuviera firmemente
sometida a Dios de quien tenía ese poder que superaba su condición
natural.
Por tanto, el hombre fue constituido de
modo que si su razón no se apartaba de Dios, tampoco su cuerpo podía
alejarse de la vida del alma, ni las potencias sensibles de la rectitud
de la razón; por lo que de algún modo era inmortal e impasible, pues no
podría morir ni sufrir si no pecaba. Pero podía pecar, ya que su
voluntad todavía no estaba confirmada con la adquisición del último fin,
y si pecaba podía morir y padecer. Y en esto difieren la impasibilidad y
la inmortalidad del primer hombre de la que tendrán los santos después
de la resurrección, pues éstos no podrán nunca padecer ni morir porque
su voluntad está completamente afirmada en Dios, como antes (c.166)
hemos dicho. Se diferencian también en que, después de la resurrección,
los hombres no tendrán actividades nutritivas ni sexuales, mientras que
el primer hombre fue creado de modo que necesariamente tenía que
alimentarse para tener vida y debía ocuparse de la generación para que
el género humano se multiplicara a partir de uno solo.
Por eso recibió dos preceptos en su creación. El primero, con estas palabras (Gén 2,16): Come de todo árbol que hay en el paraíso. El segundo, cuando se le dijo (Gén 1,12): Creced y multiplicaos, y llenad la tierra.
CAPÍTULO 187
Este estado perfecto se llama justicia original
Este estado tan ordenado en que se
hallaba el hombre se llama justicia original. Por ella el hombre estaba
sometido a su superior, y a él le estaban sometidas todas las cosas
inferiores, según se dijo de él (Gén 1,26) que presida los peces del mar y las aves del cielo; y en
el hombre mismo, la parte inferior estaba sometida a la superior sin
desacuerdo. Este estado le fue concedido al primer hombre no como
persona particular, sino como primer principio de la naturaleza humana,
de modo que se transmitiera a sus descendientes junto con la naturaleza.
Y como a cada uno se le debe el estado adecuado a su condición, el
hombre así constituido ordenadamente fue puesto en un lugar muy templado
y delicioso, para que careciera de molestias interiores y exteriores.
CAPÍTULO 188
El primer precepto dado al hombre acerca del árbol de la ciencia del bien y del mal
Como este estado del hombre dependía de
que su voluntad estuviera sometida a Dios, para que desde el principio
se acostumbrara a seguir la voluntad divina, Dios le propuso unos
preceptos: que comiera de todos los árboles del paraíso, pero
prohibiendo con amenaza de muerte que comiera del árbol de la ciencia
del bien y del mal. Y no se prohibió comer el fruto de este árbol porque
fuera malo de suyo, sino para que el hombre cumpliera, al menos en este
detalle, algo por la única razón de que había sido ordenado por Dios;
por eso, el comer de ese árbol se hizo malo, porque estaba prohibido. Se
llamaba árbol (Gén 2,17) de la ciencia del bien y del mal, no
porque tuviera la virtud de causar ciencia, sino por el resultado que se
seguiría, que el hombre con su ingesta aprendió por propia experiencia
la diferencia que hay entre el bien de la obediencia y el mal de la
desobediencia.
CAPÍTULO 189
La seducción de Eva por el diablo
El diablo, que ya había pecado, al ver
al hombre creado de modo que podía llegar a la felicidad perfecta de la
que él había caído, y ver que podía también pecar, intentó apartarlo de
la rectitud de la justicia atacándole en la parte más débil, tentando a
la mujer en quien tenía menos vigor el bien de la sabiduría. Y para
inclinarla más fácilmente a la transgresión del precepto, excluyó
dolosamente el miedo a la muerte, y prometió lo que el hombre desea por
naturaleza, superar la ignorancia, diciendo (Gén 3,5): Se abrirán vuestros ojos; también prometió la excelencia de la dignidad, al decir: Seréis como dioses; y también la perfección de la ciencia, cuando dijo: Conocedores del bien y del mal. Pues
el hombre por su entendimiento naturalmente rehúye la ignorancia y
desea el conocimiento; por su voluntad, que por naturaleza es libre,
desea autoridad para no estar sometido a nadie, o a los menos que sea
posible.
CAPÍTULO 190
Qué sedujo a la mujer
La mujer deseó a la vez la autoridad
prometida y la ciencia perfecta; concurrió también la hermosura y
delicadeza del fruto, que invitaba a comerlo, y así, despreciando el
miedo a la muerte, transgredió el precepto divino de no comer del árbol
prohibido. Por eso encontramos que su pecado fue múltiple: 1) de
soberbia, porque deseó desordenadamente la superioridad; 2) de
curiosidad, porque deseó una ciencia que excedía los límites que le
habían sido impuestos; 3) de gula, porque fue inducida a comer por la
delicadeza del bocado; 4) de desprecio de Dios, pues creyó al diablo que
contradecía a Dios; 5) de desobediencia, porque transgredió el precepto
de Dios.
CAPÍTULO 191
Cómo llegó el pecado al varón
Por persuasión de la mujer el pecado llegó al varón, quien, como dice el Apóstol (1 Tim 2,14), no fue seducido como
la mujer, es decir, no creyó las palabras del diablo que hablaba contra
Dios, pues no podía caber en su cabeza que Dios hubiera podido mandar
algo con engaño, ni haber prohibido inútilmente una cosa útil. Pero fue
seducido por la promesa del diablo, deseando indebidamente la
superioridad y la ciencia. Con esto su voluntad se apartó de la rectitud
de la justicia, y por querer comportarse como su mujer, la secundó en
la transgresión del precepto divino comiendo el fruto del árbol
prohibido.
CAPÍTULO 192
Rebelión de las potencias inferiores a la razón
Dado que la integridad tan ordenada de
ese estado se debía toda ella a la sujeción de la voluntad humana a
Dios, como hemos dicho (c.186),
la consecuencia de que la voluntad del hombre se alejara del
sometimiento a Dios fue que se perdiera la subordinación perfecta de las
potencias inferiores a la razón, y del cuerpo al alma. De ahí se siguió
que el hombre sintiera en el apetito inferior sensible movimientos
desordenados de concupiscencia, de ira y de las otras pasiones, que no
seguían ya el orden de la razón sino que más bien se oponían a ella y
con frecuencia la obnubilaban y casi la arrastraban. Y ésta es la lucha
de la carne contra el espíritu de la que habla la Escritura (Gál 5,17);
pues porque el apetito sensitivo y las demás potencias sensitivas obran
con un instrumento corpóreo, mientras que la razón lo hace sin órgano
corporal, es correcto atribuir a la carne lo que corresponde al apetito
sensitivo y al espíritu lo correspondiente a la razón, pues suelen
llamarse sustancias espirituales las que están separadas de los cuerpos.
CAPÍTULO 193
La posibilidad y la necesidad de morir
Otra consecuencia también fue que se
sintieran en el cuerpo los defectos de la corrupción y, por ello, el
hombre incurriera en la necesidad de morir, como si el alma ya no fuera
capaz de contener perpetuamente el cuerpo, dándole vida. Por eso el
hombre se hizo pasible y mortal, no sólo porque podía sufrir y morir
como antes, sino porque habría de padecer y morir necesariamente.
CAPÍTULO 194
Otros defectos que se siguieron
En el hombre se siguieron como
consecuencia otros muchos defectos. Por ser frecuentes en el apetito los
movimientos desordenados de las pasiones, a la vez que también faltaba
en la razón la luz de la sabiduría con la que era iluminada por Dios
cuando su voluntad estaba sometida a él, fue inevitable que su afecto se
sometiera a las cosas sensibles, con lo que pecó muchas veces por
apartarse de Dios. Además se entregó a los espíritus inmundos, creyendo
que ellos le darían ayuda para adquirir cosas sensibles, y así
aparecieron en el género humano la idolatría y las diversas clases de
pecados. Y cuanto más se corrompió el hombre en esto, más se alejó del
conocimiento y del deseo de los bienes espirituales y divinos.
CAPÍTULO 195
Estos defectos pasaron a los descendientes
Puesto que el bien de la justicia
original había sido dado por Dios al género humano en el primer padre,
para que a través de él pasara a los descendientes, suprimida la causa
se suprimió el efecto, y en consecuencia, como el primer hombre fue
privado de este bien por su propio pecado, todos sus descendientes
fueron privados de ese bien. Así, en lo sucesivo, después del pecado del
primer padre, todos han nacido sin la justicia original y con los
defectos subsiguientes. Pero esto no es contrario al orden de la
justicia, como sí Dios hubiera castigado en los hijos el delito del
padre, porque esta pena sólo es la supresión de los bienes que Dios
había concedido al primer hombre sobrenaturalmente y que, a través de
él, habrían de pasar a los demás. Por eso sólo se les debían a los demás
en cuanto habrían de pasar a ellos a través del primer padre. Es como
si un rey da a un caballero un feudo transmisible a sus herederos; si
después el caballero comete un delito contra el rey que conlleve la
confiscación del feudo, éste no podrá pasar a los herederos. Luego, en
este caso, sus descendientes son privados del feudo justamente por la
muerte del padre.
CAPÍTULO 196
Si la falta de la justicia original tiene carácter de culpa en los descendientes
Pero nos queda la cuestión más urgente:
si la falta de la justicia original en los descendientes del primer
padre puede tener carácter de culpa. Como dijimos antes (c.120),
parece que lo constitutivo de la culpa es que el mal considerado
culpable esté en la potestad de aquel a quien se le imputa la culpa.
Nadie es considerado culpable de aquello que no está en su potestad
hacer o no hacer. Pero no está en la potestad de quien nace el nacer con
la justicia original o sin ella. Luego parece que esta carencia no
puede tener carácter de culpa.
Mas esta cuestión se soluciona
fácilmente si se distingue entre persona y naturaleza. Igual que en una
sola persona hay muchos miembros, en una sola naturaleza humana hay
muchas personas, hasta el punto de que por su participación en la
naturaleza humana la multitud de hombres es considerada como un solo
hombre, según dice Porfirio. Pero hay que advertir que en el pecado de
un solo hombre se pueden cometer diversos pecados con los distintos
miembros, y no es necesario para la razón de culpa que cada uno de los
pecados sea voluntario con la voluntad de los miembros que los cometen,
sino con la voluntad del hombre, que en él es lo principal, es decir con
la parte intelectiva, pues la mano no puede no golpear ni el pie no
andar, si no lo ordena la voluntad. Luego, así, la carencia de la
justicia original es pecado de la naturaleza, por cuanto deriva de la
voluntad desordenada del primer principio de la naturaleza humana, es
decir, del primer padre. Y así, por la voluntad del primer padre, es
voluntario respecto a la naturaleza y pasa a todos los que reciben de él
la naturaleza humana, como si fueran sus miembros. Por eso se llama
pecado original, porque tiene su origen en el primer padre y de él pasa a
los descendientes. Y por eso, aunque los demás pecados, los actuales,
se vinculan directamente a la persona que peca, este pecado se vincula
directamente a la naturaleza, pues el primer padre con su pecado infectó
la naturaleza y, una vez infectada, la naturaleza infecta las personas
de los hijos, que la reciben del primer padre.
CAPÍTULO 197
No todos los pecados se transmiten a los hijos
Pero no es necesario que todos los demás
pecados del primer padre o de los otros se transmitan a los
descendientes, porque el primer pecado del primer padre suprimió todo el
don que había sido puesto sobrenaturalmente en la naturaleza humana de
la persona del primer padre, y así decimos que corrompió e infectó la
naturaleza; los pecados posteriores ya no tienen nada semejante que les
permita suprimir algo a toda la naturaleza, sino que sustraen o
disminuyen un bien personal a uno solo, únicamente corrompen la
naturaleza que pertenece a una u otra persona. Pero el hombre no
engendra a alguien semejante en la persona, sino sólo semejante en la
naturaleza y, por tanto, no pasa del padre a los hijos el pecado que
vicia a la persona, sino sólo el primer pecado que vició a la
naturaleza.
CAPÍTULO 198
El mérito de Adán no sirvió de reparación a sus descendientes
Aunque el pecado del primer padre
infectó toda la naturaleza humana, no pudo reparar la naturaleza entera
con su penitencia ni con cualquier otro mérito. Es claro que la
penitencia de Adán, o cualquier otro mérito suyo, fue un acto de la
persona singular. Pero el acto de un individuo no afecta a toda la
naturaleza de la especie. Las causas que afectan a la especie entera son
causas equívocas, no unívocas. El sol es causa de la generación en toda
la especie humana, pero un hombre determinado no puede ser causa de la
generación en toda la especie, solamente es causa de la generación de un
hombre determinado. Por tanto, el mérito singular de Adán, o de
cualquier simple hombre, no pudo ser suficiente para recuperar la
naturaleza entera. El que el acto singular del primer hombre haya
viciado a toda la naturaleza fue una consecuencia accidental. Después de
haber perdido el estado de inocencia, Adán no pudo transmitirlo a los
demás. Y aunque hubiera recuperado la gracia mediante la penitencia, no
pudo regresar a la inocencia original, a la que Dios había concedido el
don de la justicia original. Y también es claro que este estado de
justicia original fue un don especial de gracia. Pero la gracia no se
adquiere con méritos, sino que Dios la da gratis. Por lo tanto, así como
el primer hombre no tuvo desde el principio la justicia original por
sus propios méritos, sino por don divino, mucho menos pudo merecerla
haciendo penitencia o cualquier otra obra después del pecado.
CAPÍTULO 199
La reparación de la naturaleza humana por Cristo
Era necesario que la naturaleza humana,
infectada de ese modo, fuera reparada por la providencia divina. No
podía llegar a la bienaventuranza perfecta si no se quitaba esa
infección, pues por ser la bienaventuranza un bien perfecto, no es
compatible con ningún defecto y menos con el defecto del pecado, que de
algún modo se opone a la virtud, que es la que lleva a la
bienaventuranza, como hemos dicho (c.172).
Y así, dado que el hombre fue hecho para la bienaventuranza, porque
ella es su último fin, se seguiría que la obra de Dios quedaba frustrada
en una criatura tan noble. Pero esto lo considera inaceptable el
Salmista (88,48), cuando dice: ¿Acaso creaste a los hijos de los hombres en vano? Luego era necesario que la naturaleza humana fuera reparada.
La bondad divina supera a la potencia de la criatura para el bien. Pero es claro por lo dicho (c.174)
que la condición del hombre es tal que, mientras vive en esta vida
mortal, no está confirmado inmóvilmente en el bien y tampoco está
obstinado inmóvilmente en el mal. Luego es propio de la condición de la
naturaleza humana poder limpiarse de la infección del pecado. Por eso no
fue oportuno que la bondad divina dejara del todo sin contenido esta
potencia, y esto sucedería si no le hubiera procurado el remedio de la
reparación.
CAPÍTULO 200
La naturaleza humana debió ser reparada sólo por Dios, y hecho carne
Hemos demostrado (c.198)
que no podía ser reparada ni por Adán ni por ningún otro simple hombre,
porque ningún hombre singular tenía competencia sobre toda la
naturaleza y porque ningún simple hombre puede ser causa de la gracia.
Por esta misma razón tampoco pudo ser reparada por un ángel, porque
tampoco el ángel puede ser causa de la gracia, ni tampoco tiene
competencia sobre el hombre en cuanto a la última bienaventuranza
perfecta a la que era necesario que el hombre fuera llamado de nuevo,
porque el ángel y el hombre son iguales en la bienaventuranza. Resulta,
por tanto, que únicamente Dios podía realizar esta reparación. Pero sí
Dios hubiera reparado al hombre con solo su voluntad y poder, no se
habría guardado el orden de la justicia divina, que exige una
satisfacción por el pecado.
No obstante, en Dios no puede haber
satisfacción ni mérito. Esto corresponde a quien está subordinado. Por
tanto, no era competencia de Dios satisfacer por el pecado de toda la
naturaleza humana, y tampoco podía hacerlo un simple hombre, como hemos
visto (c.198).
Luego fue conveniente que Dios se hiciera hombre, para que así fuera
uno mismo quien pudiera reparar y satisfacer. Y ésta es la causa de la
encarnación señalada por el Apóstol en 1 Tim 1,15: Jesucristo vino a este mundo a salvar a los pecadores.
CAPÍTULO 201
Las otras causas de la encarnación del Hijo de Dios
Pero también hay otras causas de la
encarnación divina. Puesto que el hombre se había alejado de las cosas
espirituales y se había entregado por entero a las corporales, desde las
cuales no podía volver a Dios por sí mismo, la sabiduría divina, que
había hecho al hombre, lo visitó tomando una naturaleza corpórea
establecida en lo corporal, para llevarlo de nuevo a las cosas
espirituales mediante los misterios de su cuerpo. También fue necesario
para el género humano que Dios se hiciera hombre para demostrar la
dignidad de la naturaleza humana, para que así el hombre no se sometiera
ni a los demonios ni a las cosas corporales. Y junto a esto, por haber
querido Dios hacerse hombre, mostró con claridad la inmensidad de su
amor a los hombres, para que a partir de esto ellos se sometieran a Dios
no por el miedo a la muerte, que ya había despreciado el primer hombre,
sino por el afecto de la caridad. Y también con esto se da al hombre un
ejemplo de la unión dichosa con la que el entendimiento creado se unirá
al entendimiento increado entendiendo. Ya no resulta increíble que el
entendimiento creado pueda unirse a Dios viendo su esencia, puesto que
Dios se ha unido al hombre asumiendo su naturaleza. Y también se
perfecciona de algún modo todo el conjunto de la obra divina cuando el
hombre, creado en último lugar, con un giro retorna a su principio, una
vez unido al principio de las cosas por obra de la encarnación.
CAPÍTULO 202
Error de Fotino acerca de la encarnación del Hijo de Dios
Fotino dejó sin contenido este misterio
de la encarnación divina, en la medida que pudo. Siguiendo a Ebión,
Cerinto y Pablo de Samosata, afirmó que el Señor Jesucristo fue un
simple hombre, que no existió antes que María Virgen, y que mereció la
gloria de la divinidad por el mérito de su vida bienaventurada y el
padecimiento de su muerte. Así, se le llamaba Dios por gracia de
adopción, no por naturaleza. Por tanto, no se habría dado unión de Dios y
de hombre, sino que el hombre habría sido deificado por la gracia. Pero
esto no es exclusivo de Cristo, sino que es algo común a todos los
santos, si bien en esta gracia unos son más excelentes que otros.
Mas este error contradice las autoridades de la divina Escritura. Se dice en Juan 1,1: En el principio era la Palabra, y añade después (Jn 1,14): La Palabra se hizo carne. Por tanto, la Palabra que estaba al principio ante Dios (Jn
1,2) asumió la carne, no lo hizo el hombre que antes no había sido
deificado por la gracia de adopción. Además, el Señor dice en Jn 3,68: Bajé del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Según
el error de Fotino no correspondería a Cristo haber descendido sino
sólo haber ascendido, a pesar de que el Apóstol diga en Ef 4,9: Que ascendió, ¿qué significa sino que primero descendió a las partes inferiores de la tierra? Con esto claramente se da a entender que no habría tenido lugar en Cristo la ascensión, si no hubiera habido antes descenso.
CAPÍTULO 203
Error de Nestorio acerca de la encarnación y su refutación
Queriendo evitar esto, Nestorio se
apartó en parte del error de Fotino porque afirmó que Cristo es llamado
Hijo de Dios no sólo por la gracia de la adopción, sino también por la
naturaleza divina en la que existe coeterno con el Padre. Pero en parte
está de acuerdo con Fotino, cuando afirma que el Hijo de Dios no está
unido al hombre hasta formar una sola persona de Dios y de hombre, sino
únicamente por inhabitación. Así tenemos que, según Fotino, este hombre
es llamado Dios únicamente por la gracia y, según Nestorio, es llamado
Hijo de Dios no porque sea verdaderamente Dios, sino por la inhabitación
en él del Hijo de Dios, y esta inhabitación se debe a una gracia.
También este error se opone a la
autoridad de la sagrada Escritura. El Apóstol llama a esta unión de Dios
y de hombre anonadamiento, cuando dice en Flp 2,6 del Hijo de Dios que, estando en la forma de Dios, no consideró que fuera botín ser igual a Dios, sino que se anonadó tomando la forma de esclavo. Pero
no es anonadamiento de Dios que inhabite en la criatura racional por la
gracia, de lo contrario el Padre y el Espíritu Santo se anonadarían,
porque también los dos inhabitan en la criatura racional por la gracia,
puesto que el Señor dijo de sí mismo y del Padre (Jn 14,23): vendremos a él y haremos morada en él; y el Apóstol dice del Espíritu Santo (1 Cor 3,16): El Espíritu Santo habita en vosotros.
No habría estado bien en ese hombre que
pronunciara palabras de divinidad, si no era personalmente Dios. Luego
habría sido una enorme presunción que dijera (Jn 10,30): El Padre y yo somos uno, o (Jn 8,58): Antes de que existiera Abrahán, existo yo. «Yo» designa a la persona que habla, y era el hombre quien hablaba, luego era la misma persona Dios y hombre.
Para excluir estos errores, tanto en el
símbolo de los Apóstoles como en el de los Padres, después de mencionar
la persona del Hijo, se añade que fue concebido y nació, padeció, murió y resucitó. No
se predicaría del Hijo de Dios lo que es propio del hombre si no fuese
la misma persona la del Hijo de Dios y la del hombre, puesto que lo
propio de una persona no se atribuye a otra por serlo de la primera,
igual que lo propio de Pablo no se atribuye a Pedro por serlo de Pablo.
CAPÍTULO 204
El error de Arrio acerca de la encarnación y su refutación
Por afirmar la unión de Dios y del
hombre, unos herejes se pasaron a la parte contraria, al decir que Dios y
el hombre no sólo tenían una única persona, sino que tenían también una
única naturaleza. El principio de este error estuvo en Arrío, quien
afirmó que en Cristo no había más alma que la Palabra de Dios, que
servía de alma al cuerpo de Cristo, para que lo que se dice en las
Escrituras de Cristo por lo que parece inferior al Padre, sólo pudiera
referirse al Hijo de Dios en cuanto a la naturaleza asumida. Así, cuando
dice (Jn 14,28): El Padre es mayor que yo, o cuando se lee que
oró o que se entristeció, hay que referirlo a la naturaleza del Hijo de
Dios. Una vez afirmado esto, se sigue que la unión del Hijo de Dios con
el hombre ha sido hecha no sólo en la persona, sino también en la
naturaleza; pues es claro que la unión de alma y cuerpo constituyen
unidad de naturaleza humana.
La falsedad de esta proposición, en
cuanto que afirma que el Hijo es menor que el Padre, ya ha sido
ciertamente puesta de manifiesto cuando mostramos (c.41-43)
que el Hijo es igual al Padre. En cuanto a la afirmación de que la
Palabra de Dios ocupó el lugar del alma en Cristo, su falsedad se puede
demostrar con lo que llevamos dicho. Hemos visto antes (c.90) que el alma se une al cuerpo como forma; pero es imposible que Dios sea forma de un cuerpo, como antes hemos demostrado (c.17).
Y por si Arrio dijera que esto hay que entenderlo sólo del sumo Dios
Padre, puede demostrarse que también se dice de los ángeles, porque
según su naturaleza no pueden unirse a un cuerpo a modo de forma, pues
por su propia naturaleza están separados de los cuerpos. Por tanto,
mucho menos el Hijo de Dios, por quien fueron hechos los ángeles, como
el mismo Arrio confiesa, pudo ser forma del cuerpo.
Incluso si el Hijo de Dios fuera
criatura, como pretende Arrio, también desde su punto de vista precedió a
todos los espíritus creados. Es tan grande la bienaventuranza de los
ángeles que no pueden tener tristeza, y no habría verdadera y plena
felicidad si faltara algo a sus deseos, pues es propio de la razón de
bienaventuranza el ser bien final y perfecto, que calma totalmente al
apetito. Por tanto, mucho menos puede entristecerse o temer el Hijo de
Dios según su naturaleza. Pero leemos que se entristeció, pues se dice
(Mc 14,33): Jesús comenzó a asustarse, a entristecerse y a angustiarse. Él mismo confiesa su tristeza diciendo: Triste está mi alma hasta la muerte. Y
es claro que la tristeza no pertenece a un cuerpo, sino a una sustancia
con conocimiento. Luego es necesario que en Cristo, además de la
Palabra y el cuerpo, hubiera otra sustancia que pudiera sentir tristeza,
y a esta sustancia la llamamos alma.
Si Cristo asumió lo que es nuestro para
limpiarnos de los pecados, y era más necesario limpiarnos en el alma,
que fue el origen del pecado y es su sujeto; con toda lógica no asumió
un cuerpo sin alma, sino, principalmente, un alma y un cuerpo con ella.
CAPÍTULO 205
Error de Apolinar acerca de la encarnación y su refutación
Con esto también se elimina el error de
Apolinar, quien siguiendo primero la doctrina de Arrio, afirmó que en
Cristo no podía haber otra alma que la Palabra de Dios. Pero porque no
seguía a Arrio en afirmar que el Hijo de Dios era criatura, y se dicen
muchas cosas de Cristo que no pueden atribuirse a un cuerpo ni ser
propias del Creador, como la tristeza, el temor, etc., se vio finalmente
obligado a afirmar que en Cristo habría un alma que daba al cuerpo los
sentidos, y podía ser sujeto de estas pasiones. No obstante, esta alma
carecería de razón y de entendimiento, y sería la Palabra misma quien
ejerciera de entendimiento y de razón en el hombre Cristo.
Pero vemos que esto es falso por muchas
razones. Primero porque es contra la razón de naturaleza que un alma no
racional, como <…> tenga la forma de cuerpo. Pero no debemos
pensar que en la encarnación de Cristo hubiera algo monstruoso y
antinatural. En segundo lugar, porque esto iría contra el fin de la
encarnación, que es la reparación de la naturaleza humana, y esto
comienza sobre todo reparando la parte intelectiva, que es la que puede
participar del pecado. Por eso fue muy conveniente que asumiera la parte
intelectiva del hombre. Leemos también (Mt 8,10; Lc 7,9) que Cristo se
admiró. Pero sólo un alma racional puede admirarse, y en ningún modo
puede hacerlo Dios. Luego, igual que la tristeza obliga a poner la parte
sensitiva del alma en Cristo, la admiración obliga a poner en él la
parte intelectiva del alma.
CAPÍTULO 206
Error de Eutiques que afirmaba unión de naturaleza
A éstos los siguió en algo Eutiques,
quien afirmó que en Cristo hubo una única naturaleza divina y humana a
la vez después de la encarnación, aunque no propuso que en Cristo
faltara el alma o el entendimiento o cualquier otra cosa relacionada con
la integridad de la naturaleza.
Pero la falsedad de su opinión es
también manifiesta. La naturaleza divina es en sí misma perfecta e
inalterable. La naturaleza que es perfecta en sí misma no puede unirse
con otra en una única naturaleza, a no ser que se convierta en la otra
como el alimento en alimentado, o la otra se convierta en la primera
como la leña en fuego, o las dos se conviertan en una tercera, como los
elementos en un cuerpo mixto. Pero la inmutabilidad divina rechaza todos
estos cambios, pues no es inmutable lo que se convierte en otra cosa,
ni aquello en lo que puede convertirse otra cosa. Luego, como la
naturaleza divina es perfecta en sí misma, de ningún modo puede unirse a
otra naturaleza formando una única naturaleza.
Si consideramos el orden de las cosas,
vemos que la adición de una perfección mayor cambia la especie de la
naturaleza. El que existe y vive pertenece a una especie distinta de la
del que únicamente existe; también el que existe, vive y siente, como el
animal, es de una especie distinta de la del que únicamente existe y
vive, como la planta; y quien existe, vive, siente y entiende, como el
hombre, es de una especie distinta de la del que únicamente existe, vive
y siente, como el animal irracional. Si, por tanto, la única naturaleza
que se afirma que es la de Cristo, tuvo además de todas esas cosas lo
que corresponde a la divinidad, se seguiría que esa naturaleza habría
sido de una especie distinta de la naturaleza humana, igual que la
naturaleza humana difiere de la de animal irracional. Luego Cristo
tampoco habría sido hombre de la especie humana. Pero esto se ve que es
falso porque fue procreado de seres humanos según la carne, como indica
Mateo en el principio del su Evangelio (1,1) diciendo: Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán.
CAPÍTULO 207
Contra el error de Manes, que afirmaba que Cristo no tuvo un cuerpo verdadero sino uno aparente
Así como Fotino dejó sin contenido el
misterio de la encarnación por suprimir la naturaleza divina de Cristo,
Manes lo hizo quitando la humana. Como afirmaba que toda criatura
corpórea había sido creada por el diablo y no era conveniente que el
Hijo del Dios bueno asumiera una criatura del diablo, determinó que
Cristo no había tenido carne verdadera, sino sólo aparente; y afirmaba
que todo lo perteneciente a la naturaleza humana que se dice en el
Evangelio acerca de Cristo, ocurrió sólo en la fantasía, no de verdad.
Pero esta posición es claramente contraria a la Sagrada Escritura, que
afirma que Cristo nació de la Virgen, fue circuncidado, pasó hambre,
comió y soportó otras cosas propias de la naturaleza de la carne humana.
Luego serían falsos los escritos evangélicos que narran estas cosas de
Cristo.
El mismo Cristo dice de sí mismo (Jn 18,37): Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. No
habría sido testigo de la verdad, sino más bien de la falsedad, si
hubiera manifestado en sí lo que no era; sobre todo cuando anunció que
habría de padecer cosas que no se pueden padecer sin carne verdadera,
como que sería entregado en manos de los hombres, que sería escupido,
flagelado y crucificado. Por consiguiente, decir que Cristo no tuvo
carne verdadera y que no sufrió de verdad sino sólo ilusoriamente, es
atribuir falsedad a Cristo.
Es propio del mentiroso quitar la
opinión verdadera del corazón de los hombres. Pero Cristo quitó esta
opinión del corazón de sus discípulos, pues cuando después de la
resurrección se apareció a sus discípulos y éstos pensaban que era un
espíritu o un fantasma, para quitar esa sospecha de su corazón les dijo
(Lc 24,39): Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Y
en otro lugar, cuando andaba sobre el mar y sus discípulos estaban
atemorizados porque pensaban que era un fantasma, les dijo el Señor: Soy yo, no temáis. Por
tanto, si la opinión de Manes fuera verdadera, necesariamente habría
que decir que Cristo fue un mentiroso. Pero Cristo es la verdad, como él
dijo de sí mismo (Jn 14,6). Luego esta opinión es falsa.
CAPÍTULO 208
Cristo tuvo un cuerpo verdadero, no uno celeste, contra Valentín
Aunque Valentín confesaba que Cristo
había tenido un cuerpo verdadero, decía no obstante que no había tomado
carne de la Virgen, sino que había traído del cielo un cuerpo ya formado
que pasó a través de María sin tomar nada de ella, como el agua por un
canal.
Esto también es contrario a la verdad de la Escritura. Dice el Apóstol a los Romanos (1,3) de Cristo que le fue hecho del linaje de David según la carne, y a los Gálatas (4,4) dice que envió Dios a su Hijo nacido de mujer. Mateo (1,6) también dice que Jacob engendró a José, esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo, y poco después (Mt 1,18) se refiere a ella llamándola su madre, cuando añade: Estando desposada su madre con José. Todo
esto no sería verdad si Cristo no hubiera tomado carne de la Virgen.
Luego es falso que haya traído un cuerpo celeste. Pero lo que dice el
Apóstol a los Corintios (1 Cor 15,47): El segundo hombre es celestial, procedente del cielo, hay que entenderlo en el sentido de que descendió del cielo según la divinidad, no según la sustancia del cuerpo.
No habría razón alguna para que el
cuerpo que traía del cielo el Hijo de Dios entrara en el vientre de la
Virgen, si no iba a tomar nada de él. Al contrario, habría sido una
simulación, puesto que, naciendo del vientre de su madre, habría dado a
entender que había tomado de ella la carne que no había tomado. Por
consiguiente, como ninguna falsedad se da en Cristo, debemos confesar
con certeza que Cristo nació del vientre de la Virgen y tomó de ella la
carne.
CAPÍTULO 209
Sentencia de la fe sobre la encarnación
De lo dicho podemos colegir que en
Cristo, según la verdad de la fe católica, hubo un cuerpo verdadero de
nuestra naturaleza, un alma racional verdadera y además la perfecta
deidad. Estas tres sustancias se unieron en una única persona, no en una
única naturaleza.
Para explicar esta verdad algunos
recorrieron vías equivocadas. Unos, por considerar que lo que llega a
algo que ya tiene el ser completo, se le une accidentalmente, como la
ropa al hombre, afirmaron que la humanidad estaba unida a la divinidad
en la persona del Hijo con una unión accidental, de modo que la
naturaleza asumida se vinculaba a la persona del Hijo de Dios como la
ropa al hombre. Para respaldar su posición aducían lo que dice de Cristo
el Apóstol a los Filipenses (2,7), que fue hallado por el hábito como hombre. Además
consideraban que por la unión del alma y el cuerpo se forma un
individuo de naturaleza racional, que se llama persona. Si, por tanto,
en Cristo el alma estaba unida al cuerpo, no comprendían cómo no se
seguía que de tal unión se constituyera una persona. Luego se seguiría
que en Cristo había dos personas, la que asume y la asumida. En el
hombre vestido no hay dos personas porque el atuendo no tiene condición
de persona; pero si la ropa fuera persona, se seguiría que en el hombre
vestido habría dos personas. Para excluir consecuentemente esto,
afirmaron que el alma de Cristo nunca estuvo unida al cuerpo, sino que
la persona del Hijo de Dios asumió el alma y el cuerpo por separado.
Pero mientras esta opinión intentó
evitar un inconveniente, incurrió en otro mayor, pues se seguiría
necesariamente que Cristo no había sido verdadero hombre. La verdad de
la naturaleza humana requiere la unión de un alma y de un cuerpo, pues
es hombre el compuesto de ambos. Se seguiría también que la carne de
Cristo no había sido verdadera carne, y ninguno de sus miembros habría
sido verdadero, pues si falta el alma, sólo hay ojo, mano o carne y
hueso equívocamente, como en un cuadro o en una escultura. También se
seguiría que Cristo no había muerto verdaderamente, pues la muerte es la
privación de la vida, y es manifiesto que la vida de la divinidad no
pudo perderse con la muerte, y tampoco el cuerpo pudo estar vivo si el
alma nunca estuvo unida a él. Se seguiría más aún, que el cuerpo de
Cristo no pudo sentir, pues el cuerpo únicamente siente mediante el alma
unida a él.
Esta opinión volvió a caer en el error
de Nestorio que quería evitar. Nestorio erró al establecer que la
Palabra de Dios estaba unida al hombre Cristo por la inhabitación de la
gracia, de modo que la Palabra de Dios estaba en este hombre como en su
templo. Pero, a este propósito, es lo mismo que la Palabra esté en el
hombre como en un templo, y que la naturaleza humana llegue a la Palabra
como la ropa a quien está vestido. Esta última opinión es incluso peor,
pues no puede confesar que Cristo sea verdadero hombre. Por tanto, esta
opinión ha sido condenada merecidamente.
Tampoco se puede decir que el hombre
vestido es la persona de la ropa o de la indumentaria, ni se puede decir
de ninguna manera que esté en la especie de la indumentaria. Por tanto,
si el Hijo de Dios tomó la naturaleza humana como un vestido, de ningún
modo podríamos llamarlo persona de naturaleza humana. Tampoco podría
decirse que el Hijo de Dios fuera de la misma especie que el resto de
los hombres, de quien dijo el Apóstol (Flp 2,7) que fue hecho semejante a los hombres. Luego, es claro que esta opinión debe ser evitada totalmente.
CAPÍTULO 210
En Cristo no hay dos supuestos
Queriendo evitar estos inconvenientes,
otros afirmaron que en Cristo el alma estaba unida al cuerpo, y de esta
unión había surgido un hombre que el Hijo de Dios habría asumido en
unidad de persona. En razón de esta asunción dicen que ese hombre es el
Hijo de Dios y que el Hijo de Dios es ese hombre. Y porque sostienen que
esa asunción ha terminado en la unidad de persona, confiesan
efectivamente en Cristo una única persona de Dios y de hombre. Pero como
este hombre, que consideran compuesto de cuerpo y alma, es un supuesto o
hipóstasis de naturaleza humana, ponen en Cristo dos supuestos y dos
hipóstasis: uno de naturaleza humana, creado y temporal, y el otro de
naturaleza divina, increado y eterno.
Esta opinión, aunque parece evitar el
error de Nestorio literalmente, sí la analizamos más profundamente vemos
que incurre en lo mismo que Nestorio. Es claro que la persona no es
otra cosa que la sustancia individual de naturaleza humana, y la
naturaleza humana es racional; luego por el hecho mismo de poner en
Cristo una hipóstasis o supuesto de naturaleza humana, temporal y
creado, también se pone en Cristo una persona temporal y creada. El
término supuesto o hipóstasis significa precisamente
eso, sustancia individual. Luego, quienes sostienen que hay en Cristo
dos supuestos o dos hipóstasis, si entienden lo que dicen, deben poner
necesariamente dos personas.
Quienes se diferencian por el supuesto,
se relacionan entre sí de modo que lo propio de uno no puede
corresponder al otro. Por tanto, si no es el mismo el supuesto del Hijo
de Dios y el del hijo del hombre, se seguiría que lo que pertenece al
hijo del hombre no podría atribuirse al Hijo de Dios, ni al revés.
Luego, no podría decirse que Dios fue crucificado o nacido de la Virgen.
Y ésta es la impiedad de Nestorio.
Sí alguno quisiera decir a este
propósito que lo que pertenece al hombre puede atribuirse al Hijo de
Dios, y al revés, porque son una única persona, aunque sean dos
supuestos; esto es del todo insostenible. Es claro que el supuesto
eterno del Hijo de Dios no se distingue de su persona; por tanto, lo que
se dice del Hijo de Dios en razón de su persona, se dice de él en razón
de su supuesto. Pero lo que pertenece al hombre no se dice del Hijo en
razón del supuesto, porque sostienen que el Hijo de Dios se distingue
del hijo del hombre por el supuesto. Luego, tampoco podrá decirse del
Hijo de Dios en razón de la persona lo que pertenece al hijo del hombre,
como nacer de la Virgen, morir, etc.
Si se atribuye el nombre de Dios a un
supuesto temporal, éste será reciente y nuevo. Pero todo lo reciente y
nuevo que es llamado Dios, sólo es Dios porque ha sido hecho Dios. Y lo
que ha sido hecho Dios, no es Dios por naturaleza, sino por adopción. Se
seguiría, por tanto, que el hombre no habría sido Dios verdaderamente y
por naturaleza, sino sólo por adopción. Y esto equivale al error de
Nestorio.
CAPÍTULO 211
En Cristo sólo hay un supuesto y una persona
En consecuencia, hay que decir que en
Cristo no hay sólo una única persona de Dios y de hombre, sino también
un único supuesto y una única hipóstasis; si bien, hay dos naturalezas.
Para verlo con claridad debemos considerar que estos términos persona, hipóstasis y supuesto designan
algo íntegro. No se puede decir que la mano, la carne o cualquier otra
parte sea persona, o hipóstasis o supuesto; sólo lo es el conjunto que
forma el hombre. Los nombres que son comunes a los individuos de las
sustancias y de los accidentes, como individuo o singular, pueden valer
para el conjunto y para las partes. Las partes tienen en común con los
accidentes que no subsisten por sí mismas sino que están en otra cosa,
aunque de distinto modo. Podemos decir, por tanto, que la mano de
Sócrates o la de Platón es un individuo o un singular; pero no
hipóstasis, supuesto o persona.
Hay que considerar también que la unión
de cosas distintas, considerada en sí misma, a veces constituye algo
íntegro, aunque otras veces no produce algo íntegro, porque concurren
otras cosas. Por ejemplo, en la piedra, la mezcla de los cuatro
elementos produce algo íntegro. Por eso, podemos llamar supuesto o
hipóstasis a lo producido en la piedra por los elementos, y es una
piedra determinada; pero no podemos llamarlo persona, porque no es una
hipóstasis de naturaleza racional. En cambio, la composición de los
elementos en un animal no constituye algo íntegro, sino únicamente el
cuerpo, que es una parte, porque es necesario que acceda algo distinto
para completar el animal, el alma. Por eso, la composición de elementos
en un animal no constituye un supuesto o hipóstasis, pero todo el animal
en su conjunto es hipóstasis o supuesto. Mas no por eso la composición
de elementos es menos eficaz en el animal que en la piedra, sino mucho
más, porque está ordenada a algo más noble. Así pues, en los otros
hombres la unión de alma y cuerpo constituye una hipóstasis y un
supuesto, porque no concurre nada más que el alma y el cuerpo. En el
Señor Jesucristo, en cambio, además del alma y el cuerpo interviene una
tercera sustancia, la divinidad. Por eso, lo constituido por el alma y
el cuerpo no es por separado un supuesto o una hipóstasis ni una
persona; sino que el supuesto, la hipóstasis o la persona es lo que
consta de las tres sustancias: cuerpo, alma y divinidad. Y así, en
Cristo, igual que hay una sola persona, también hay una sola hipóstasis y
un solo supuesto.
El alma se une al cuerpo, y la divinidad
a ambos, de distinto modo. El alma se une al cuerpo como su forma que
es, y por eso los dos constituyen una naturaleza, que llamamos
naturaleza humana. La divinidad, en cambio, no se une al alma y al
cuerpo como forma ni como parte, pues esto se opone a la perfección de
la divinidad; por eso, con la divinidad, el alma y el cuerpo no se
constituye una única naturaleza, sino que la naturaleza divina permanece
íntegra y pura en sí misma, y se unió de un modo incomprensible e
inefable a la naturaleza humana, constituida de alma y cuerpo. Esto se
produjo por su infinito poder. Vemos que cuanto de mayor virtud es un
agente, tanto más se sirve de algún instrumento para realizar algo. Por
tanto, como la virtud divina por su infinitud es infinita e
incomprensible, el modo como ha unido a sí misma la naturaleza humana de
Cristo, como órgano para lograr la salvación del hombre, nos resulta
inefable y supera cualquier otra unión de Dios con una criatura. Pero
porque, como ya dijimos poco antes, persona, hipóstasis y supuesto
significan algo íntegro, si la naturaleza divina en Cristo está como
parte y no como algo íntegro, está como el alma en la composición del
hombre, y no habría sólo una sola persona en Cristo de naturaleza
divina, sino que sería algo constituido por tres cosas, igual que en el
hombre la persona, la hipóstasis y el supuesto es lo que se constituye
con el alma y el cuerpo. Pero porque la naturaleza divina es algo
íntegro que asumió en sí, con una unión inefable, la naturaleza humana,
hay una persona de naturaleza divina, y por lo mismo una hipóstasis y un
supuesto. El alma y el cuerpo, por su parte, son atraídos a la
personalidad de la persona divina, de modo que la persona del Hijo de
Dios es así también la persona del hijo del hombre y su hipóstasis y
supuesto.
Podemos encontrar un ejemplo parecido a
esto en las criaturas. La sustancia y el accidente no se unen de modo
que de ellos surja una tercera cosa. Por eso la sustancia no se comporta
en esta unión como parte, sino que es algo íntegro y es la persona, la
hipóstasis y el supuesto. El accidente es atraído a la personalidad del
sujeto, para que tengan la misma persona el hombre y el blanco, e
igualmente la misma hipóstasis y el mismo supuesto. Así, por cierta
semejanza, la persona, la hipóstasis y el supuesto del Hijo de Dios es
la persona, la hipóstasis y el supuesto de la naturaleza humana de
Cristo. Por eso algunos, por esta semejanza, llegaron a decir que la
naturaleza humana de Cristo se convierte en accidente y se une
accidentalmente al Hijo de Dios, sin distinguir entre la verdad y la
semejanza.
Luego queda claro con lo dicho que en
Cristo no hay más persona que la eterna, y ésta es la persona del Hijo
de Dios; y no hay otra hipóstasis ni otro supuesto. Por eso, cuando se
dice este hombre, señalando a Cristo, se indica el supuesto eterno. Pero no por eso empleamos equívocamente el término hombre cuando
lo referimos a Cristo y a los otros hombres. La equivocidad se da
cuando hay diferencia de significado, no cuando la hay de suposición;
pero el término hombre atribuido a Pedro y a Cristo significa lo mismo,
es decir la naturaleza humana, pero no suponen lo mismo, en un caso
supone por el supuesto eterno del Hijo de Dios, en el otro por un
supuesto creado. Como de cada uno de los supuestos de una naturaleza se
puede decir lo que corresponde a la naturaleza a la que pertenece el
supuesto, y como el supuesto de la naturaleza humana y el de la divina
es el mismo en Cristo, es claro que de este supuesto de ambas
naturalezas pueden decirse indiferentemente tanto lo que pertenece a la
naturaleza divina como lo perteneciente a la humana, tanto si supone por
el término que significa la naturaleza humana o por el término que
significa la naturaleza o persona divina. Por ejemplo, decimos que el
Hijo de Dios es eterno y que nació de la Virgen, y también podemos decir
que este hombre es Dios y creó las estrellas, y que ha nacido, ha
muerto y ha sido sepultado. Lo que se predica de un supuesto, se predica
de él por una forma o por una naturaleza, así Sócrates es blanco por la
blancura, y es racional por el alma. Hemos dicho al comienzo del
capítulo que en Cristo hay dos naturalezas y un solo supuesto. Por
tanto, si nos referimos al supuesto, se pueden predicar de Cristo cosas
divinas y cosas humanas indiferentemente; pero hay que distinguir en qué
sentido se dicen, porque las cosas divinas se dicen de él según la
naturaleza divina, las cosas humanas según la naturaleza humana.
CAPÍTULO 212
Qué es único y qué es múltiple en Cristo
Puesto que en Cristo hay una persona y
dos naturalezas, siendo consecuentes tenemos que considerar qué debemos
decir que es único en Cristo, y qué es múltiple. Es necesario que
confesemos que son múltiples las cosas que se multiplican por la
diversidad de naturalezas. De entre ellas, puesto que la naturaleza se
recibe por generación o natividad, debemos considerar, en primer lugar,
que es necesario que así como en Cristo hay dos naturalezas, haya
también dos generaciones o natividades: una eterna, con la que recibe
del Padre la naturaleza divina, y otra temporal, por la que recibe de su
madre la naturaleza humana. Igualmente, todo lo común que se atribuye
tanto a Dios como al hombre y pertenece a la naturaleza, hay que decir
que es múltiple en Cristo. Atribuimos a Dios entendimiento y voluntad, y
las perfecciones de uno y otra, como la ciencia o la sabiduría y la
caridad o la justicia, que también se atribuyen al hombre porque
pertenecen a la naturaleza humana, pues la voluntad y el entendimiento
son partes del alma, y sus perfecciones son la sabiduría, la justicia,
etc. Luego es necesario poner en Cristo dos entendimientos, uno humano y
otro divino, y lo mismo dos voluntades, y también dos ciencias y dos
justicias o caridades, una creada y otra increada. En cambio, debemos
confesar que son singulares las cosas que pertenecen al supuesto o
hipóstasis. Por eso, si tomamos ser significando el ser que
pertenece a un único supuesto, parece que hay que decir que en Cristo
hay un único ser. Es sabido que cada una de las partes separadas tiene
su propio ser, pero consideradas en el conjunto no tiene cada una un ser
propio, sino que todas son por el ser del conjunto. Así pues, si
consideramos a Cristo como un supuesto íntegro de dos naturalezas, habrá
en él sólo un ser, igual que hay también un único supuesto.
Pero porque las operaciones son de los
supuestos, algunos pensaron que en Cristo había sólo una operación, pues
había un solo supuesto. Mas no lo consideraron rectamente, pues en cada
individuo se hallan múltiples acciones si hay diversos principios de
operación, así en el mismo hombre hay una operación de entender y otra
de sentir, por la diferencia que hay entre el entendimiento y el
sentido. Incluso en el fuego la acción de calentar es distinta de la de
ascender, porque son distintos el calor y la levedad. Pero la naturaleza
se comporta con la operación como su principio. Luego en Cristo no hay
una sola operación porque haya un único supuesto, sino dos operaciones
porque hay dos naturalezas; igual que, al contrario, en la santa
Trinidad hay una sola operación de las tres personas porque hay una
única naturaleza. No obstante, la operación de la humanidad en Cristo
participa algo de la virtud de la operación divina. Todas las cosas que
se dan juntas en un supuesto, sirven como instrumentos a la más
principal de ellas; así son instrumentos del entendimiento las otras
partes del hombre. Luego también en el Señor Jesucristo la humanidad es
considerada como un órgano de la divinidad. Pero es claro que el
instrumento obra en virtud del agente principal; por eso en la acción
del instrumento se encuentra no sólo la virtud del instrumento, sino
también la virtud del agente principal; por ejemplo, la acción de un
hacha construye un arca si es dirigida por un artesano. Por
consiguiente, la operación de la naturaleza humana en Cristo tenía una
virtud superior a la virtud humana. Tocar a un leproso fue una acción de
la humanidad, pero que este contacto le curara la lepra, procedió de la
virtud de la divinidad. Y de este modo todas sus acciones y pasiones
humanas fueron reforzadas con la virtud de la divinidad. Por eso
Dionisio llama a la operación humana de Jesús teándrica, es decir divino humana, porque procedía de la humanidad pero tenía la fuerza de la virtud de la divinidad.
Algunos acerca de la filiación se
plantean la duda de si hay una única filiación, pues hay unidad de
supuesto, o dos filiaciones, por haber dos natividades. Parece que hay
dos, porque si se multiplica la causa se multiplican los efectos, y la
causa de la filiación es la natividad, luego por ser dos las natividades
de Cristo parece seguirse que son dos las filiaciones. Y no lo impugna
el que la filiación sea una relación personal, es decir constitutiva de
la persona, porque esto es verdad en la filiación divina, mientras que
la filiación humana no constituye a la persona sino que le sobreviene a
una persona ya constituida. Y tampoco lo impide el que en el hombre una
misma filiación se vincula al padre y a la madre, porque con una misma
natividad se nace de uno y otra. Donde la causa de la relación es una,
también la relación es una sola realmente, aunque se multipliquen los
respectos. Así nada impide que una cosa pueda ser referida a otra, sin
que esto ponga relación alguna en la primera, por ejemplo lo cognoscible
se vincula a la ciencia con una relación que no hay en lo cognoscible.
Por eso nada impide que una única relación real tenga distintos
respectos. Igual que la relación recibe de su causa el ser algo real,
también recibe el ser una o múltiple y, así, como Cristo no nace con la
misma natividad del Padre y de la madre, parece que en él hay dos
filiaciones como hay dos natividades.
Pero hay un impedimento para que pueda
haber dos filiaciones reales en Cristo. No se puede llamar hijo a todo
lo que nace de algo, sino sólo al supuesto completo. No decimos que una
mano sea hija ni que un pie sea hijo, sino que es hijo el individuo
completo, Pedro o Juan. Luego el sujeto de la filiación es el supuesto.
Hemos visto antes (c.211)
que en Cristo no hay más supuesto que el increado, y a éste no le puede
llegar ninguna relación real desde el tiempo, sino que, como también
dijimos, toda relación de Dios con las criaturas es únicamente según la
razón. Luego es necesario que la filiación por la que el supuesto eterno
del Hijo es vinculado a la Virgen madre no sea una relación real sino
únicamente un respecto de razón. Y esto no impide que Cristo sea
verdadera y realmente hijo de la Virgen madre como realmente nacido de
ella, igual que Dios es verdadera y realmente señor de las criaturas por
tener potestad real para obligar a las criaturas, pero esta relación de
dominio sólo se atribuye a Dios según la razón. Si en Cristo hubiera
dos supuestos, como algunos afirmaron, nada impediría poner en Cristo
dos filiaciones, pues el supuesto creado dependería de la filiación
temporal.
CAPÍTULO 213
Fue necesario que Cristo fuera perfecto en gracia y en conocimiento de la verdad
Dado que la humanidad de Cristo es como un órgano de su divinidad, según dijimos (c.212),
y que la disposición y calidad de los órganos se establece según el fin
y según la dignidad de quien usa el instrumento, es conveniente que
consideremos desde estos dos aspectos la calidad de la naturaleza humana
asumida por la Palabra de Dios. El fin de la asunción de la naturaleza
humana por la Palabra de Dios es la salvación y reparación de la
naturaleza humana; luego fue necesario que Cristo tuviera las cualidades
que le permitieran ser autor de la salvación humana adecuadamente. La
salvación humana consiste en gozar de Dios, con lo que el hombre se hace
bienaventurado, y por eso fue necesario que Cristo según la naturaleza
humana estuviese disfrutando perfectamente de Dios, pues es necesario
que el principio en cualquier género sea perfecto. El gozar de Dios se
realiza según la voluntad y según el entendimiento. Según la voluntad,
adhiriéndose a Dios perfectamente por el amor, y según el entendimiento,
conociendo a Dios perfectamente. La unión perfecta de la voluntad con
Dios se produce por la gracia que justifica al hombre, según Rom 3,24: Son justificados gratis por su gracia. El
hombre se hace justo precisamente por unirse a Dios por el amor. El
conocimiento perfecto de Dios se lleva a cabo mediante la luz de la
sabiduría, que es el conocimiento de la verdad divina. Luego fue
necesario que la Palabra de Dios hecha carne fuera perfecta en gracia y
en conocimiento de la verdad. Por eso se dice en Jn 1,14: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y vimos su gloria, gloria como de unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
CAPÍTULO 214
La plenitud de gracia de Cristo
Primero tenemos que conocer su plenitud de gracia. Acerca de esto debemos considerar que el término gracia puede
tomarse en dos sentidos. 1) En el sentido de ser grato, y así decimos
que alguien tiene la gracia de otro porque le es grato. 2) En el sentido
de algo dado gratis, y en este sentido decimos que uno concede una
gracia a alguien, cuando le proporciona un beneficio gratis. Pero estas
dos acepciones no están del todo separadas. Si alguien da a otro algo
gratis, es precisamente porque el beneficiado es grato al donante
absolutamente o de algún modo. Absolutamente grato, cuando el receptor
es tan grato al donante que éste lo une a sí mismo en algún grado, pues a
quienes consideramos gratos, los atraemos lo más que podemos según la
medida y la manera en que nos resultan gratos. Grato de algún modo,
cuando el receptor es grato al donante hasta el punto de recibir algo de
éste, pero no tanto como para ser unido a él. Por eso es claro que todo
el que tiene una gracia, tiene algo que se da gratis, pero no todo el
que tiene algo dado gratis, es grato al donante. Así pues, suelen
distinguirse dos clases de gracia: una que solamente es dada gratis, y
otra que además hace grato.
Decimos que una cosa se da gratis cuando
no es debida de ningún modo. Hay dos clases de débitos: por naturaleza,
y por operación. Por naturaleza se debe a algo lo que requiere su orden
natural; así se debe al hombre que tenga razón o manos y pies. Se debe
por operación, como se debe al obrero su salario. Por tanto son dones
dados gratuitamente por Dios a los hombres los que superan el orden de
la naturaleza, y no son adquiridos con méritos; aunque lo que Dios
concede por los méritos a veces no pierde la razón de gracia, bien
porque el principio del merecer fue gracia, o bien porque se concede con
mucha más generosidad que lo requerido por los méritos humanos, como se
dice en Rom 6,23: La gracia de Dios es la vida eterna. Algunos
de estos dones superan ciertamente la capacidad de la naturaleza humana
y no se dan por los méritos, ni tampoco por el hecho mismo de tenerlos
el hombre se vuelve grato a Dios, como ocurre con el don de profecía, de
obrar milagros, o el de ciencia y de doctrina, o cualquier otro
semejante concedido por Dios. Por estos dones y otros semejantes el
hombre no se une a Dios, a no ser acaso por semejanza, por cuanto
participa algo de su bondad, pero así todas las cosas se asemejan a
Dios. Otros dones, en cambio, hacen al hombre grato a Dios y lo unen a
él. A éstos no sólo los llamamos gracias porque se den gratuitamente,
sino también porque hacen al hombre grato a Dios
Pero la unión del hombre con Dios es de
dos clases. Una mediante el afecto. Ésta se produce por la caridad, que
en cierta manera hace al hombre uno con Dios mediante el afecto, según 1
Cor 6,17: Quien se une a Dios es un único espíritu. Por esta unión Dios habita en el hombre, según Jn 14,23: Si alguien me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. También hace que el hombre esté en Dios, según 1 Jn 4,16: Quien permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él. Por
tanto, quien se hace grato a Dios con el don gratuito recibido, es
llevado por la caridad a hacerse un espíritu con Dios, y a estar en
Dios, y Dios en él. Por eso dice el Apóstol en 1 Cor 13 (1-3) que sin la
caridad los demás dones no le aprovechan al hombre, pues no le pueden
hacer grato a Dios si no los acompaña la caridad. Esta gracia es común a
todos los santos, por eso, cuando el hombre Cristo pide esta gracia
para los discípulos, dice (Jn 17,21): Que sean uno en nosotros, es decir por el vínculo del amor, como nosotros somos uno.
La otra unión del hombre con Dios no es
sólo por el afecto o la inhabitación, sino por unidad de hipóstasis o de
persona, es decir, cuando Dios y el hombre constituyen una sola
hipóstasis o persona. Esta unión con Dios es ciertamente la propia de
Jesucristo, y de ella ya hemos tratado ampliamente antes (c.202ss).
Es una gracia singular del hombre Cristo estar unido con Dios en unidad
de persona. Y es un don dado gratuitamente porque excede la capacidad
de la naturaleza, no estuvo precedido de mérito alguno, y además hace
gratísimo ante Dios, hasta el punto de que se dice exclusivamente de él:
Este es mi hijo amado en quien me he complacido, en Mt 3,17 y
17,5. No obstante, parece que hay diferencia entre una gracia y otra. La
gracia por la que el hombre se une a Dios con el afecto es un hábito en
el alma, pues porque esta unión es un acto de amor, y los actos
perfectos proceden del hábito, debe ser infundida en el alma una gracia
habitual que facilite este acto perfectísimo con el que el alma se une a
Dios por el amor. Pero el ser personal e hipostático no se produce por
un hábito, sino por las naturalezas de quienes son las hipóstasis o
personas. Luego la unión de la naturaleza humana con Dios en unidad de
persona no se realiza por una gracia habitual, sino por la unión de las
dos naturalezas en una única persona.
Cuanto más se acerca a Dios una
criatura, más participa de su bondad y más abundancia de dones recibe
por su proximidad, igual que participan más del calor del fuego las
cosas que se le acercan más. Pero no puede haber, ni puede pensarse un
modo de aproximarse más estrechamente a Dios una criatura, que el de
unirse a él en unidad de persona. La consecuencia de esta unión de la
naturaleza humana con Dios en unidad de persona fue que el alma de
Cristo estuvo más llena que las demás de dones habituales de gracia. Y
así la gracia habitual en Cristo no fue una predisposición para la
unión, sino un efecto de la unión. Esto mismo se desprende de las mismas
palabras antes citadas que emplea el evangelista (Jn 1,14), cuando
dice: Lo vimos como unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. El
hombre Cristo es unigénito del Padre, por cuanto la Palabra se hizo
carne. Luego del hecho mismo de que la Palabra se hiciera carne, se
produjo que estuviera lleno de gracia y de verdad. De entre las cosas
que están llenas de perfección o bondad, encontramos que está más llena
la que también comunica esa perfección a otras, igual que luce más la
que puede iluminar a otras. Por tanto, porque el hombre Cristo,
unigénito del Padre, recibió la más completa plenitud de gracia, resultó
también que de él redundó la gracia a los demás, hasta el punto de que
el Hijo de Dios hecho hombre hizo a los hombres dioses e hijos de Dios,
según dice el Apóstol en Gál 4,4: Envió Dios a su hijo nacido de mujer, para que recibiéramos la adopción de hijos.
Y precisamente porque la gracia y la
verdad fluyen desde Cristo a los demás, le corresponde ser la cabeza de
la Iglesia. De la cabeza fluyen los sentidos y el movimiento a los otros
miembros que le son naturalmente afines. Así la gracia y la verdad
derivan de Cristo a los demás hombres, por eso se dice en Ef 1,22: Y lo dio como cabeza sobre toda la Iglesia, que es su cuerpo. Y
puede ser llamado cabeza no sólo de los hombres sino también de los
ángeles por su excelencia e influencia, pero no por semejanza de
naturaleza según la misma especie. Por eso, antes de las palabras
citadas el Apóstol había adelantado (Ef 1,20-21) que Dios lo elevó, a Cristo, a su derecha en los cielos sobre todo principado, potestad, virtud y dominación.
Como consecuencia de lo dicho, se suele
establecer tres clases de gracia en Cristo. Primero, la gracia de unión,
porque la naturaleza humana sin ningún mérito precedente recibió el don
de la unión con el Hijo de Dios. En segundo lugar, la gracia singular,
que llenó al alma de Cristo de gracia y de verdad, más que a ninguna. En
tercer lugar, la gracia capital, porque desde él fluye la gracia a los
demás. Y estas tres las señala en su debido orden el evangelista. En
cuanto a la gracia de unión dice (Jn 1,14): La Palabra se hizo carne. En cuanto a la gracia singular dice (Jn 1,14): Lo vimos como unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad. En cuanto a la gracia capital añade (Jn 1,16): Y de su plenitud todos hemos recibido.
CAPÍTULO 215
La gracia infinita de Cristo
Es propio de Cristo que su gracia sea
infinita, porque, según el testimonio de Juan Bautista, Dios no da con
medida el espíritu al hombre Cristo, como se dice en Jn 3,34. A los
demás se les da el espíritu con medida, según Ef 4,7: A cada uno le ha sido dada la gracia según la medida del don de Cristo. Y
ciertamente, si esto se refiere a la gracia de unión, no plantea
ninguna duda lo dicho. A los demás santos se les ha dado ser dioses o
hijos de Dios por participación como efecto de un don que, por ser
creado, necesariamente es finito como el resto de las criaturas. Pero a
Cristo en la naturaleza humana se le ha dado ser Dios, Hijo de Dios por
naturaleza, no por participación. Mas la divinidad es infinita. Luego,
por la misma unión recibió un don infinito, y por eso la gracia de unión
es infinita sin duda alguna.
Pero puede surgir la duda de si la
gracia habitual fue infinita. Como esta gracia es también un don creado,
es necesario confesar que tiene una esencia finita, aunque podemos
llamarla infinita por tres razones. En primer lugar, por parte de quien
la recibe. Es claro que la capacidad de cualquier naturaleza creada es
finita, porque aunque puede recibir bienes infinitos conociendo, amando y
disfrutando, no los recibe infinitamente. Luego toda criatura tiene una
medida de capacidad determinada por su especie y naturaleza. Esto no
impide que el poder divino pueda hacer otra criatura de mayor capacidad,
pero ya no sería de la misma naturaleza según la especie, igual que sí
al número tres se le añade una unidad, ya sería otro número
específicamente distinto. Por consiguiente, cuando a alguien se le da
tanta bondad divina como puede recibir su capacidad natural específica,
parece que se le ha dado con medida. Pero cuando se llena toda la
capacidad natural, no parece que se le haya dado con medida, porque
aunque haya medida por parte de quien recibe, no la hay por parte de
quien dona y está dispuesto a dar todo; por ejemplo, sí uno lleva un
vaso a un río, encuentra a su disposición agua sin medida, aunque él la
reciba con medida por el tamaño del vaso. Luego la gracia habitual de
Cristo es ciertamente finita por esencia, pero decimos que se da sin
límite, y no con medida, porque se da tanta cuanta puede recibir la
naturaleza creada.
En segundo lugar, por parte del don
recibido. Hay que tener en cuenta que nada impide que algo sea finito
según la esencia, pero que sea infinito por razón de una forma especial.
Infinito según la esencia es lo que tiene toda la plenitud del ser, y
esto únicamente le corresponde a Dios que es el ser mismo. Pero si se
afirma que existe una forma especial que existe sin sujeto, como la
blancura o el calor, no tendría ciertamente una esencia infinita, porque
su esencia está limitada a un género o una especie, aunque poseyera
toda la plenitud de esa especie. Por eso, según la razón de la especie
carecería de límite o medida, pues tiene cuanto puede pertenecer a esa
especie. Pero si la blancura o el calor se reciben en un sujeto, éste no
tiene todo lo que pertenece a la razón de esa forma necesariamente y
siempre, sólo lo alcanzaría cuando tuviera la forma tan perfectamente
como puede ser tenida; es decir, cuando el modo de ser tenida sea igual
que la capacidad de la cosa poseída. Así pues, la gracia habitual de
Cristo fue ciertamente finita por esencia, pero decimos que careció de
límite y de medida porque Cristo recibió todo lo que podía pertenecer a
la razón de gracia. Los demás no reciben todo, sino uno una porción y
otro otra, pues hay diversidad de gracias, como se dice en 1 Cor 12,4.
En tercer lugar, por parte de la causa.
El efecto se encuentra en la causa de algún modo, luego a todo aquello
que recibe el influjo de una causa de virtud infinita, le corresponde
recibir el influjo sin medida y de algún modo infinitamente. Por
ejemplo, si uno tuviera una fuente que pudiera proporcionar agua hasta
el infinito, diríamos que tenía agua sin medida e infinitamente. Así
pues, el alma de Cristo tenía la gracia infinita y sin medida por el
hecho mismo de tener unida a ella la Palabra, que es el principio
indeficiente e infinito de toda la emanación de las criaturas.
Del hecho mismo de que la gracia
singular del alma de Cristo es infinita según estos tres modos, podemos
colegir que su gracia, en cuanto que es la cabeza de la Iglesia, es
también infinita. Comunica cuanto tiene, y como recibió los dones del
espíritu sin medida, tiene la virtud de comunicarlos sin medida, pues
pertenece a la gracia de la cabeza el tener gracia suficiente para la
salvación, no sólo de algunos hombres, sino de los de todo el mundo,
según 1 Jn 2,2: Él es propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo. Y puede añadirse: y de muchos mundos que hubiera.
CAPÍTULO 216
Plenitud de la sabiduría de Cristo
Corresponde ahora hablar de la plenitud
de la sabiduría de Cristo. Lo primero que se debe considerar es que,
como en Cristo hay dos naturalezas, una divina y otra humana, es
necesario que aparezcan en él cosas que pertenecen a una naturaleza y a
otra, como antes (c.212) hemos dicho. La sabiduría pertenece tanto a la naturaleza divina como a la humana. De Dios se dice en Job 9,4: Él es sabio de corazón y poderoso en fuerza. También a los hombres la Escritura los llama a veces sabios, tanto en sabiduría humana, como en Jer 9,3: No se gloríe el sabio en su sabiduría; como en sabiduría divina, según Mt 23,34: Mirad que yo os envío sabios y escribas. Luego
es necesario confesar que en Cristo hay dos sabidurías según sus dos
naturalezas, una sabiduría increada que le corresponde por ser Dios, y
una sabiduría creada que le corresponde por ser hombre. Por ser Dios y
la Palabra de Dios, es la sabiduría engendrada del Padre, según 1 Cor
1,24: Cristo es el poder y la sabiduría de Dios. La palabra interior de cualquier persona inteligente es precisamente una concepción de su sabiduría. Y como dijimos antes (c.41-44)
que la Palabra de Dios es perfecta y única, es necesario que la Palabra
de Dios sea la concepción perfecta de la sabiduría de Dios Padre, de
modo que todo lo que contiene la sabiduría de Dios Padre como ingénito,
está contenido en la Palabra como engendrado y concebido. Y por eso se
dice en Col 2,3 que en él, en Cristo, están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y la ciencia de Dios.
Como hombre, tiene dos conocimientos.
Uno deiforme, porque ve a Dios por esencia y las demás cosas en él,
igual que Dios entendiéndose a sí mismo entiende todas las cosas. Por
esta visión Dios es bienaventurado y lo es toda criatura racional que
goza de Dios perfectamente. Luego es necesario afirmar que este
conocimiento pertenece al alma de Cristo como corresponde al autor, pues
dijimos que Cristo es el autor de la salvación humana. Pero también es
necesario que el principio sea inmóvil, y de grandísimo poder; luego fue
conveniente que esta visión de Dios, en la que consiste la
bienaventuranza de los hombres y la salvación eterna, perteneciera a
Cristo de un modo más excelente que a los demás por ser principio
inmóvil. Ésta es la diferencia que hay entre las cosas móviles y las
inmóviles, que las cosas móviles no tienen su propia perfección desde el
principio precisamente porque son móviles, sino que la adquieren con el
transcurso del tiempo. Las inmóviles, en cambio, por ser inmóviles,
poseen siempre sus perfecciones desde que comienzan a existir. Por
consiguiente fue conveniente que Cristo, autor de la salvación humana,
tuviera desde el principio de su encarnación una visión plena de Dios, y
que no llegara a ella con el transcurso del tiempo como llegan los
demás santos. Fue también conveniente que, a diferencia de las demás
criaturas, su alma fuera bienaventurada con la visión de Dios, porque
estaba más íntimamente unida a él. En esta visión hay grados porque unos
ven más claramente que otros a Dios, que es la causa de todas las
cosas. Cuanto más plenamente es conocida una causa, tantos más de sus
efectos pueden descubrirse en ella, pues no se conoce bien una causa sí
no se conoce plenamente su virtualidad, y no puede haber conocimiento de
la virtualidad de una causa sin el conocimiento de sus efectos; y la
virtualidad de una causa suele medirse por sus efectos. Por eso de entre
quienes ven la esencia de Dios, unos descubren en él más efectos o
razones de las obras divinas que otros que ven con menos claridad. Por
eso los ángeles inferiores son instruidos por los superiores, como ya (c.126)
dijimos. Por consiguiente, el alma de Cristo que gozaba de una visión
de Dios más perfecta que las otras criaturas, veía en él plenamente
todas las obras divinas y sus razones, tanto las presentes como las
pasadas y las futuras; de modo que ilumina no sólo a los hombres sino
también a los ángeles más encumbrados. Por eso dice el Apóstol en Col
2,3 que en él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia de Dios, y en Heb 4,13 que todas las cosas están desnudas y descubiertas para sus ojos.
No obstante, el alma de Cristo no puede
alcanzar la comprensión de la divinidad. Como hemos dicho antes (c.106),
se llega a comprender una cosa conociendo, cuando se conoce de ella
todo cuanto puede ser conocido. Una cosa es cognoscible en la medida que
es ente y es verdadera; mas el ser divino es infinito y es infinita su
verdad; luego Dios es infinitamente cognoscible. Ninguna criatura puede
conocer infinitamente, aunque sea infinito aquello que conoce; luego
ninguna criatura puede comprender a Dios viéndolo. El alma de Cristo es
criatura, y cuanto hay en Cristo perteneciente únicamente a la
naturaleza humana, es creado; de lo contrario no habría en Cristo una
naturaleza humana distinta de la naturaleza divina, la única que es
increada. La hipóstasis de la Palabra de Dios o la persona es increada,
porque es una en dos naturalezas. En razón de ello no llamamos a Cristo
criatura, hablando con propiedad, porque ese nombre significa la
hipóstasis. Pero sí decimos que el alma de Cristo o el cuerpo de Cristo
son criaturas. Luego el alma de Cristo no comprende a Dios, pero Cristo
sí comprende a Dios con su sabiduría increada. De acuerdo con este modo
de conocer, hablando de un conocimiento de comprensión, dice el Señor en
Mt 11,27: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo.
Hay que advertir que es lo mismo
comprender la esencia de una cosa y comprender su virtud, pues toda cosa
puede obrar en cuanto que es en acto. Luego, si el alma de Cristo no es
capaz de comprender la esencia de la divinidad, como hemos indicado, es
imposible que comprenda la virtud de Dios. Comprendería la virtud
divina, si conociera todo lo que puede hacer Dios, y con qué razones
podría producir sus efectos. Luego el alma de Cristo no conoce cuanto
Dios puede hacer, ni con qué razones puede obrar. Pero porque Cristo,
también en cuanto hombre, ha sido puesto por Dios Padre sobre toda
criatura, es necesario que adquiera con la visión de la esencia divina
un conocimiento pleno de todo lo que de algún modo ha sido hecho por
Dios. Según esto, decimos que el alma de Cristo es omnisciente, pues
tiene un conocimiento pleno de todo lo que fue, de lo que es y de lo que
será. En cambio, de todas las demás criaturas que ven a Dios, unas
reciben un conocimiento de los efectos más plenamente y otras menos,
viendo todas a Dios.
Además de este conocimiento de las
cosas, con el que el entendimiento creado conoce cuando ve la esencia
divina, hay otros modos de conocimiento mediante los cuales las
criaturas adquieren conocimiento de las cosas. Los ángeles tienen además
del conocimiento matutino, con el que conocen las cosas en la Palabra,
un conocimiento vespertino con el que conocen las cosas en sus propias
naturalezas. Este conocimiento corresponde a los hombres de un modo
acorde con su naturaleza, y distinto del angélico. Los hombres según el
orden de la naturaleza logran la verdad inteligible de las cosas a
partir de los sentidos, como dice Dionisio, es decir, porque con la
acción del entendimiento agente las especies inteligibles son abstraídas
de los fantasmas en sus entendimientos. Los ángeles, por su parte,
adquieren el conocimiento de las cosas por un influjo de la luz divina,
es decir, que así corno las cosas acceden al ser por Dios, también en el
entendimiento angélico imprime Dios las razones o semejanzas de las
cosas. Tanto en los hombres como en los ángeles, además del conocimiento
que les corresponde por su naturaleza, hay un conocimiento sobrenatural
de los misterios divinos. Acerca de estos misterios unos ángeles son
iluminados por otros, y los hombres son instruidos por revelación
profética.
Y como no se puede negar al alma de
Cristo, que es la criatura más excelente de todas, ninguna de las
perfecciones que descubrimos en las criaturas, hay que asignarle otros
tres modos de conocimiento, además del que le permite ver a Dios por
esencia y todas las demás cosas en ella. Un conocimiento es
experimental, como en los demás hombres, por cuanto conoció cosas
mediante los sentidos como corresponde a la naturaleza humana. Otro
conocimiento infundido por Dios, para conocer todo aquello a lo que
puede llegar el conocimiento humano. Fue conveniente que la naturaleza
humana asumida por la Palabra de Dios no careciera de perfección alguna,
puesto que por ella habría de ser restaurada toda la naturaleza humana.
Pero es imperfecto todo lo que está en potencia antes de pasar a acto, y
el entendimiento humano está en potencia para las cosas inteligibles
que puede llegar a entender naturalmente un hombre. Luego el alma de
Cristo recibió la ciencia de todas estas cosas mediante especies
comunicadas. Con ellas toda la potencia del entendimiento humano fue
llevada a acto. Pero porque Cristo según la naturaleza humana no sólo
fue reparador de la naturaleza sino también propagador de la gracia,
recibió también un tercer conocimiento con el que conoció con toda
plenitud cuanto puede pertenecer a los misterios de la gracia y que
excede el conocimiento natural del hombre, pero que éste llega a conocer
mediante el don de sabiduría o el espíritu de profecía. También para
conocer estas cosas está en potencia el entendimiento humano, aunque sea
llevado a acto por un agente más alto. Para conocer las cosas naturales
es llevado a acto por la luz del entendimiento agente, pero este
conocimiento lo consigue mediante la luz divina.
Por consiguiente queda claro que el alma
de Cristo alcanzó un conocimiento más perfecto que las demás criaturas
en cuanto a la visión de Dios, con la que ve la esencia de Dios y todas
las otras cosas en ella. También en cuanto al conocimiento de los
misterios de la gracia y en cuanto al conocimiento de las cosas
naturales que pueden conocerse. Por esto, en ninguno de estos
conocimientos pudo crecer. Pero es claro que conoció las cosas sensibles
en el transcurso del tiempo experimentando más y más con los sentidos
del cuerpo y, por eso, sólo en cuanto al conocimiento experimental pudo
Cristo progresar, según se dice en Lc 2,52: El niño crecía en sabiduría y en edad. Aunque
también esto podría entenderse de otro modo, como que se hable de
incremento de la sabiduría de Cristo no porque le hiciera más sabio,
sino porque la sabiduría aumentaba en los otros, en quienes eran
instruidos más y más mediante su sabiduría. Y esto se hizo por
condescendencia, para mostrarse igual a los demás hombres y para que no
pareciera que el misterio de la encarnación era ficticio, si hubiera
manifestado una sabiduría perfecta en la niñez.
CAPÍTULO 217
La materia del cuerpo de Cristo
Con lo que llevamos dicho aparece con
evidencia cómo debió ser la formación del cuerpo de Cristo. Es cierto
que Dios había podido formar el cuerpo de Cristo del barro de la tierra o
de cualquier otra materia, como formó el cuerpo del primer padre, pero
esto no habría sido adecuado para la restauración de la humanidad, y
para esto asumió la carne el Hijo de Dios, como dijimos (c.200).
La naturaleza del género humano que descendía del primer padre, y que
debería ser sanada, no habría sido devuelta adecuadamente al honor
primero, si hubiera tomado el cuerpo de otro sitio el que iba a ser
vencedor del diablo y triunfador de la muerte, que tenían cautivo al
género humano por el pecado del primer padre. Las obras de Dios son
perfectas, y lo que intenta reparar lo lleva a la perfección, incluso
añade más de lo que había sido sustraído, según dice el Apóstol en Rom
5,20, que la gracia de Cristo abundó más que el delito de Adán. Luego fue más conveniente que el Hijo de Dios asumiera un cuerpo de la naturaleza propagada por Adán.
El misterio de la encarnación llega a
ser provechoso para los hombres mediante la fe. Si los hombres no
hubieran creído que el Hijo de Dios era ese hombre que veían, no le
habrían seguido como autor de la salvación. Esto ocurrió a los judíos,
para quienes el misterio de la encarnación les sirvió más de condenación
que de salvación por su incredulidad. Luego, para que fuera más fácil
de creer este misterio, el Hijo de Dios dispuso todas las cosas de modo
que diera a entender que era verdaderamente hombre. Esto no se
advertiría si hubiera tomado la materia de su cuerpo de algo distinto a
la naturaleza humana. Por tanto, fue más conveniente que asumiera un
cuerpo que descendiera del primer padre.
El Hijo de Dios hecho hombre trajo la
salvación al género humano no sólo proporcionando el remedio de la
gracia, sino también dando un ejemplo que no pudiera ser rechazado. La
doctrina y la vida de otro hombre pueden provocar duda por lo imperfecto
de la virtud y del conocimiento humanos, pero, igual que se cree sin
dudar que es verdadero lo que enseña el Hijo de Dios, se cree también
sin vacilación que es bueno lo que obra. Fue necesario que recibiéramos
en él el ejemplo tanto de la gloria que esperamos como de la virtud con
que la merecemos. Ambos ejemplos serían menos eficaces, si hubiera
tomado la materia del cuerpo de un sitio diferente al de los demás
hombres. Si se quisiera persuadir a alguien a que soportara las pasiones
como las soportó Cristo, o que esperara que habría de resucitar como
resucitó Cristo, podría alegar como excusa la diversa condición del
cuerpo. Por tanto, para que el ejemplo de Cristo resultara más eficaz,
fue conveniente que asumiera la materia del cuerpo de la naturaleza que
proviene del primer padre.
CAPÍTULO 218
La formación del cuerpo de Cristo no procede de semen
No obstante, no fue conveniente que el
cuerpo de Cristo se formara de la naturaleza humana del mismo modo que
el de los otros hombres. Puesto que el Hijo de Dios asumió la naturaleza
humana para limpiarla del pecado, era necesario que la asumiera de modo
que no le afectara ningún contagio de pecado. Pero los hombres incurren
en el pecado original porque son engendrados mediante la virtud activa
que hay en el semen del varón, lo que supone haber preexistido según una
razón seminal en el Adán pecador. Del mismo modo que el primer hombre
habría transmitido la justicia original a sus descendientes con la
transmisión de la naturaleza, así transmitió la culpa original con la
transmisión de la naturaleza, y esto ocurre por la virtud activa del
semen del varón. Luego fue conveniente que el cuerpo de Cristo se
formara sin semen de varón.
La virtud activa del semen de varón obra
según la naturaleza, y por eso el hombre engendrado con semen de varón
no llega al estado perfecto de inmediato, sino a través de determinados
procesos; pues todas las cosas naturales llegan a fines determinados por
medios determinados. Pero convenía que el cuerpo de Cristo fuera
perfecto e informado por el alma racional en la misma asunción, pues el
cuerpo es asumible por la Palabra de Dios por estar unido al alma
racional, aunque no sea perfecto en cuanto al tamaño debido. Luego el
cuerpo de Cristo no debió ser formado por la virtud del semen de varón.
CAPÍTULO 219
Causa de la formación del cuerpo de Cristo
Como la formación del cuerpo humano se
realiza naturalmente con semen de varón, cualquiera que haya sido el
modo de la formación del cuerpo de Cristo tuvo que ser sobrenatural.
Únicamente Dios, el creador de la naturaleza, es quien obra
sobrenaturalmente en las cosas naturales, como hemos dicho (c.136);
en consecuencia únicamente Dios formó milagrosamente ese cuerpo de la
materia de la naturaleza humana. Pero aunque la acción de Dios en las
criaturas es común a las tres personas, la formación del cuerpo de
Cristo se atribuye como más conveniente al
Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el
amor con que el Padre y el Hijo se aman entre sí y nos aman a nosotros. Y
Dios, como dice el Apóstol a los Efesios (2,4), por el gran amor con que nos amó, determinó que su Hijo se encarnara. Luego es adecuado atribuir la formación de su carne al Espíritu Santo.
El Espíritu Santo es el autor de todas
las gracias, pues es el don primero en el que se dan gratuitamente todos
los dones. Fue una gracia superabundante que la naturaleza humana fuera
elevada hasta la unión con la persona divina, como se ve en lo dicho.
Luego, para resaltar esta gracia se atribuye la formación del cuerpo de
Cristo al Espíritu Santo. Esto también fue conveniente por la semejanza
que hay entre la palabra humana y el espíritu. La palabra humana que
está en el corazón guarda una semejanza con la Palabra eterna que existe
en el Padre. Igual que la palabra humana toma voz para mostrarse
sensiblemente a los hombres, así también la Palabra de Dios tomó carne
para aparecer visiblemente ante los hombres. Pero la voz humana es
formada por el espíritu del hombre; luego también la carne de la Palabra
de Dios debió formarse por el Espíritu de la Palabra de Dios.
CAPÍTULO 220
Explicación del artículo del Símbolo sobre la concepción y el nacimiento de Cristo
Para excluir el error de Ebión y de
Cerinto, que afirmaron que el cuerpo de Cristo había sido formado de
semen de varón, se dice en el Símbolo de los Apóstoles Que fue concebido por obra del Espíritu Santo. En lugar de esta expresión, en el Símbolo de los Padres se dice: Y se encarnó del Espíritu Santo,
para que no se crea que había tomado un cuerpo ficticio, como piensan
los maniqueos, sino verdadera carne. En el Símbolo de los Padres se
añade por nosotros los hombres, para excluir el error de
Orígenes, que afirmó que por la virtud de la pasión de Cristo incluso
los demonios habían de ser liberados. Se añadió en él también por nuestra salvación,
para mostrar que el misterio de la encarnación de Cristo fue suficiente
para la salvación humana, contra la herejía de los nazareos, que
pensaban que la fe de Cristo sin las obras de la ley no era suficiente
para la salvación. Y se añadió también descendió del cielo,
para excluir el error de Fotino, que afirmaba que Cristo era un simple
hombre, y decía que Cristo había comenzado a existir en María, y que por
haber tenido principio en la tierra había ascendido al cielo por los
méritos de su vida buena, en vez de haber descendido a la tierra tomando
carne, porque tenía origen celestial. También se añade y se hizo hombre,
para excluir el error de Nestorio, en cuya opinión el Hijo de Dios, de
quien habla el Símbolo, era más propiamente un habitante en un hombre,
que hombre.
CAPÍTULO 221
Fue conveniente que Cristo naciera de una virgen
Como hemos visto (c.217)
que era conveniente que el Hijo de Dios asumiera la carne de la materia
de la naturaleza humana, y es la mujer quien comunica la carne en la
generación del hombre, fue conveniente que Cristo asumiera la carne de
una mujer, según lo que dice el Apóstol en Gál 4,4: Envió Dios a su Hijo nacido de mujer. Pero
la mujer necesita unión de varón para que la materia que ella
proporciona se transforme en cuerpo humano, y la formación del cuerpo de
Cristo debió hacerse sin la virtud de semen de varón, como ya hemos
dicho (c.218);
luego sin la unión de semen de varón concibió la mujer de la que tomó
la carne el Hijo de Dios. Cuanto más alejado está uno de las cosas
carnales, más se llena de los dones espirituales, pues con lo espiritual
el hombre se eleva, mientras que con lo carnal desciende. Como la
formación del cuerpo de Cristo debió hacerse por obra del Espíritu
Santo, fue conveniente que la mujer de la que Cristo asumió la carne
estuviera completísimamente llena de dones espirituales, de modo que por
la acción del Espíritu Santo no sólo su alma se llenara de virtudes,
sino que también su vientre se fecundara con la descendencia divina. Por
eso fue conveniente que no sólo su alma estuviera inmune de pecado,
sino también su cuerpo estuviera alejado de toda corruptela de
concupiscencia carnal. Luego, para concebir a Cristo no sólo no
experimentó unión de varón, sino que ni lo hizo antes ni después.
Esto también era conveniente para quien
nació de ella. El Hijo de Dios venía al mundo hecho carne para
promovernos hasta el estado de la resurrección, en el que (Mt 22,30) no
se casan ni se dan en matrimonio, sino que serán como los ángeles en el
cielo. Por eso introdujo la doctrina de la continencia y de la
integridad, para que en la vida de los fieles resplandezca de algún modo
una imagen de la gloria futura. Luego fue conveniente que en su
nacimiento recomendara la integridad naciendo de la Virgen. Por eso en
el Símbolo de los Apóstoles se dice: Nació de María Virgen, y en el Símbolo de los Padres: Se encarnó de María la Virgen. Con
esto se impugna el error de Valentín y de los otros que dijeron que el
cuerpo de Cristo era imaginario o era de otra naturaleza, pero que no
había sido asumido ni formado del cuerpo de la Virgen.
CAPÍTULO 222
La Virgen bienaventurada es la madre de Cristo
Con esto también se evita el error de
Nestorio, que no quería confesar que santa María era la madre de Dios.
En los dos símbolos se dice que el Hijo de Dios nació y se encarnó de la
Virgen. Pero a la mujer de la que nace un hombre se la llama madre de
él, por haber proporcionado la materia para su concepción. Por eso
debemos decir que santa María Virgen es la verdadera madre del Hijo de
Dios, pues proporcionó la materia para la concepción del Hijo de Dios. Y
no importa para la razón de madre con qué virtud fue informada la
materia que ella proporcionó. Luego no es menos madre la que proporcionó
la materia que habría de recibir del Espíritu Santo la forma, que la
que proporciona una materia que ha de ser informada por la virtud del
semen de varón.
Si alguno quisiera decir que no debemos
llamar madre de Dios a la bienaventurada Virgen, porque de ella no fue
tomada la divinidad, sino únicamente la carne, como decía Nestorio, es
claro que no sabe lo que dice. A ninguna mujer la llamamos madre de
alguien porque se haya tomado de ella todo lo que hay en el hijo. El
hombre consta de alma y cuerpo, y el hombre es más lo que se debe al
alma que lo debido al cuerpo. El alma de ningún hombre procede de la
madre, sino que es creada inmediatamente por Dios, como sostiene la
verdad; o si procediera por división como dijeron algunos no sería
tomada de la madre sino más bien del padre, porque en la generación de
los otros animales, según la opinión de los filósofos, el macho da el
alma y la hembra el cuerpo. Luego del mismo modo que llamamos madre de
un hombre a la mujer de la que ha tomado el cuerpo, la santa Virgen
María debe ser llamada madre de Dios, si el cuerpo tomado de ella es
cuerpo de Dios. Y hay que decir que es cuerpo de Dios, si ha sido
asumido en la unidad de la persona del Hijo de Dios que es verdadero
Dios. Luego a quienes confiesan que el Hijo de Dios tomó naturaleza
humana en unidad de persona, les es necesario decir que santa María
Virgen es madre de Dios. Nestorio, en cambio, como negaba que Dios y el
hombre Jesucristo formaran una única persona, negaba lógicamente que la
Virgen María fuera madre de Dios.
CAPÍTULO 223
El Espíritu Santo no es el padre de Cristo
Aunque digamos que el Hijo de Dios se
encarnó de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, y que fue
concebido por obra del mismo Espíritu, no se debe decir que el Espíritu
Santo sea el padre del hombre Cristo, aunque digamos que santa María
Virgen es su madre. En primer lugar, porque en santa María Virgen se
encuentra todo lo que pertenece a la razón de madre, pues proporcionó la
materia que habría de informar el Espíritu Santo para la concepción de
Cristo, como exige la razón de madre. Pero por parte del Espíritu Santo
no se encuentra todo lo que requiere la razón de padre. A la razón de
padre pertenece que produzca, de su naturaleza, un hijo de su misma
naturaleza. Luego, sí hubiera un agente que hiciera algo que no
procediera de su sustancia ni lo produjera semejante a su naturaleza, no
podría ser llamado padre de ello. Sólo decimos de un modo metafórico
que un hombre es padre de lo que hace artificialmente. El Espíritu Santo
es ciertamente de la misma naturaleza que Cristo en cuanto a la
naturaleza divina, pero según esta naturaleza no es padre de Cristo,
sino que más bien procede de Cristo. Según la naturaleza humana el
Espíritu no es de la misma naturaleza que Cristo, pues en Cristo la
naturaleza humana es distinta de la divina, como antes (c.211) hemos visto. Tampoco se convirtió en naturaleza humana nada de la naturaleza divina, como también (c.206) hemos dicho. Resulta, por tanto, que no se puede llamar al Espíritu Santo padre del hombre Cristo.
En todo hijo, lo que es más importante
en él, procede del padre, mientras que lo secundario procede de la
madre. En los animales irracionales el alma procede del padre y el
cuerpo de la madre. En el hombre, aunque el alma racional no proceda del
padre sino que es creada por Dios, la virtud del semen paterno obra
disponiendo para la forma. Pero lo que es más importante en Cristo es la
persona de la Palabra, que de ningún modo procede del Espíritu Santo.
Luego resulta que el Espíritu Santo no puede ser llamado padre de
Cristo.
CAPÍTULO 224
La santificación de la madre de Cristo
Como, según venimos viendo, santa María
Virgen se convirtió en madre de Dios al concebir del Espíritu Santo, fue
conveniente que fuera limpia con extremada pureza, como correspondía a
tan gran misterio. Por ello debemos creer que fue inmune de cualquier
mancha de pecado actual, y no sólo mortal sino también venial. Esto no
pudo darse en ningún otro santo después de Cristo, pues dice el apóstol
Juan, en 1 Jn 1,8: Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos, y la verdad no estaría en nosotros. Pero podemos entender que se refiere a la Virgen bienaventurada lo que se dice en Cant 4,7: Toda hermosa eres, amiga mía, y en ti no hay mancha. Y
no sólo fue inmune de todo pecado actual, sino que también fue limpiada
del pecado original por especial privilegio. Fue necesario que fuera
concebida con pecado original, puesto que fue concebida por la unión de
los dos sexos. Sólo para ella se había reservado el privilegio de
concebir al Hijo de Dios siendo virgen. La unión de sexos, que no puede
darse sin delectación después del pecado del primer padre, transmite el
pecado original a los hijos. Y también, si no hubiera sido concebida con
pecado original, no habría necesitado ser redimida por Cristo, y así
Cristo no habría sido redentor de todos los hombres. Pero esto mengua la
dignidad de Cristo. Luego hay que afirmar que fue concebida con pecado
original, aunque fue purificada de él de un modo especial, como acabamos
de decir. Unos son purificados del pecado original después de haber
salido del vientre, como quienes son santificados en el bautismo, de
otros leemos que han sido santificados en el vientre de sus madres
también por privilegio de gracia, como leemos de Jeremías en Jer 1,5: Antes de formarte en el seno materno, te conocí. Y de Juan Bautista dijo el ángel (Lc 1,15): Se llenará de Espíritu Santo ya en el vientre de su madre. No
debe creerse que lo que se proporcionó al profeta y al precursor de
Cristo, le fuera negado a su madre y, por eso, creemos que fue
santificada en el vientre, es decir antes de nacer. Pero esta
santificación no precedió a la infusión del alma, pues así nunca habría
estado sometida al pecado original y no habría necesitado la redención,
porque sólo puede estar sometida al pecado original la naturaleza
racional. Además la gracia de la santificación radica principalmente en
el alma, y sólo por el alma llega al cuerpo; luego debemos creer que fue
santificada después de haber sido infundida el alma.
Su santificación fue mayor que la de los
otros que fueron santificados en el vientre. Estos también santificados
en el seno materno fueron ciertamente purificados del pecado original,
pero no se les concedió el no poder pecar, al menos venialmente; pero
santa María Virgen fue santificada con tanta abundancia de gracia, que
desde entonces se conservó inmune de todo pecado, y no sólo mortal sino
también venial. Y como el pecado venial se produce a veces
inopinadamente, porque surge un movimiento de la concupiscencia o de
otra pasión que se anticipa a la razón, y por eso se dice que los
primeros movimientos son pecado, y dado también que la bienaventurada
Virgen María nunca pecó venialmente, se sigue que no sintió los
movimientos desordenados de las pasiones. Estos movimientos desordenados
se producen porque el apetito sensitivo, en el que se hallan tales
pasiones, no está sometido a la razón hasta el punto de que nunca se
incline a algo no ordenado por ella, a veces incluso va contra la razón,
y en esto consiste el movimiento del pecado. Luego, en la Virgen
bienaventurada, de tal modo estuvo sometido el apetito sensitivo a la
razón por virtud de la gracia que la santificaba, que nunca se movió
contra la razón. Si bien, podía tener movimientos súbitos no previstos
por la razón.
En Jesucristo hubo algo más. En él los
apetitos inferiores estaban hasta tal punto sometidos a la razón que
únicamente se movían según los dictados de ésta, es decir, se movían con
su propio movimiento según lo que ordenaba o permitía la razón. Que las
potencias inferiores estuvieran sometidas totalmente a la razón, parece
que perteneció a la integridad del estado original, pero este
sometimiento desapareció con el pecado del primer padre, y no sólo en él
sino también en los demás que contraen el pecado original desde él. En
éstos, incluso después de ser purificados de la culpa original con el
sacramento de la gracia, permanece la desobediencia y la rebelión de las
facultades inferiores a la razón. Esta rebelión recibe el nombre de
estímulo del pecado, que de ningún modo se dio en Cristo como llevamos
dicho.
Aunque en la bienaventurada Virgen María
las potencias inferiores no estaban sometidas a la razón totalmente, es
decir, hasta el punto de carecer de movimientos no ordenados
previamente por la razón, estaban hasta tal punto contenidas por virtud
de la gracia que no eran movidas en modo alguno contra la razón. Por eso
suele decirse que en la bienaventurada Virgen después de su
santificación permaneció el estímulo del pecado según la sustancia, pero
refrenado.
CAPÍTULO 225
La virginidad perpetua de la madre de Cristo
Si por la primera santificación María ya
fue protegida de todo movimiento pecaminoso, su gracia aumentó mucho
más cuando vino sobre ella el Espíritu Santo, como le había dicho el
ángel, para formar el cuerpo de Cristo, y el estímulo del pecado quedó
debilitado o incluso totalmente anulado. Por eso, después de haber sido
hecha sagrario del Espíritu Santo y morada del Hijo de Dios, es justo
creer que en ella no sólo no hubo movimiento pecaminoso alguno, sino que
tampoco experimentó el deleite de la concupiscencia carnal. Así pues,
hay que reprobar el error de Elvidio, quien, si bien afirmaba que Cristo
había sido concebido y nacido le la Virgen, dijo que ella después
engendró de José otros hijos.
No respalda su error lo que se dice en Mt 1,25, que José no la conoció, a María, hasta que dio a luz a su hijo primogénito, como si después de haber dado a luz la hubiera conocido, porque en este pasaje la expresión hasta que no
significa un tiempo determinado, sino un tiempo indeterminado. Es
costumbre de la sagrada Escritura afirmar que algo fue hecho o no hecho
hasta el momento en que podría surgir la duda. Se dice en el Salmo
(109,1): Siéntate a mi derecha hasta que ponga a tus enemigos como estrado de tus pies. Podría
haber duda de si Cristo estaría sentado a la derecha de Dios mientras
no se viera que sus enemigos le estaban sometidos, pero después de que
esto fuera manifiesto, no había lugar a duda. Igualmente podía haber
duda de sí José había conocido a María antes del alumbramiento del Hijo
de Dios, por eso el evangelista procuró descartar esto, por considerar
indudable que después del parto María no fue conocida.
Tampoco apoya ese error el que se llame a
Cristo su primogénito, como si después hubiera tenido más hijos. En la
Escritura se suele llamar primogénito al nacido antes que ningún otro,
incluso cuando no había ninguno posterior, como se ve en los
primogénitos que, según la ley, se consagraban a Dios y eran ofrecidos a
los sacerdotes.
Ni tampoco el hecho de que en el
Evangelio (Mt 12,47; Mc 3,33) se dice que Cristo tuvo otros hermanos,
como si su madre hubiera tenido más hijos. En la Escritura se suele
llamar hermanos a quienes tienen algún parentesco con uno, así Abrahán
llamó a Lot (Gén 13,8) hermano suyo, aunque era su sobrino. Según esto,
los sobrinos de María y otros familiares son llamados hermanos de
Cristo, y también los familiares de José, que era considerado padre de
Cristo. Por ello se dice en el Símbolo: Nació de María Virgen. Aquí
virgen se toma en sentido absoluto, porque permaneció virgen antes del
parto, en el parto y después del parto. Ya hemos comentado
suficientemente que su virginidad no se perdió ni antes del parto ni
después. Pero tampoco en el parto fue violada su virginidad, pues el
cuerpo de Cristo, que entró a donde estaban los discípulos con las
puertas cerradas, pudo con el mismo poder salir del vientre materno sin
abrirlo. No correspondía a quien nacía precisamente para retornar a la
integridad lo que estaba corrompido, que destruyera la integridad al
nacer.
CAPÍTULO 226
Las carencias asumidas por Cristo
Del mismo modo que fue conveniente que
el Hijo de Dios, al asumir la naturaleza humana para la salvación de los
hombres, en la naturaleza que había asumido mostrara el fin de la
salvación humana con la perfección de su gracia y sabiduría, también lo
fue que en esa naturaleza humana asumida por el Hijo de Dios estuvieran
las condiciones oportunas para liberar al género humano del modo más
digno. El modo más conveniente fue que el hombre, que había perecido por
una injusticia, fuera reparado con justicia. El orden de la justicia
exige que quien se ha hecho deudor de alguna pena por pecar, sea
liberado con la satisfacción de esa pena. Pero como parece que nosotros
mismos hacemos o padecemos lo que hacemos o padecemos en nuestros
amigos, puesto que el amor es una virtud unitiva que de algún modo
convierte en uno a dos que se aman, no se aparta del orden de la
justicia que alguien sea liberado por un amigo que satisface por él. La
perdición de todo el género humano se originó en el pecado del primer
padre, y la pena de ningún hombre podía ser suficiente para liberar a
toda la humanidad. No había pena adecuada ni equivalente para que todos
los hombres fueran absueltos por la satisfacción de un simple hombre.
Tampoco era suficiente según justicia que un ángel, movido por amor al
género humano, satisficiera por éste. El ángel no tiene dignidad
infinita, y su satisfacción nunca podría ser suficiente por unos pecados
infinitos de pecadores infinitos. Únicamente Dios tiene dignidad
infinita para poder satisfacer adecuadamente por el hombre al asumir
carne, como ya (c.200)
dijimos. Por consiguiente, para satisfacer por el hombre, fue necesario
que asumiera una naturaleza humana tal que con ella pudiera padecer por
el hombre lo que éste mereció padecer cuando pecó.
Pero no toda pena en que incurrió el
hombre al pecar es adecuada para satisfacer. El pecado le vino al hombre
por apartarse de Dios y, una vez inclinado a los bienes mudables, es
castigado por el pecado en ambas cosas: es privado de la gracia y de los
demás bienes con los que estaba unido a Dios y también merece padecer
la molestia y la carencia en aquello por lo que se apartó de Dios. Luego
el orden de la satisfacción requiere que sea reconducido hasta Dios
mediante las penas que padece en los bienes mudables. Son contrarias a
este retorno las penas con las que el hombre está separado de Dios. Por
eso nadie satisface por estar privado de la gracia o por ignorar a Dios o
por tener el alma desordenada, aunque se trate de penas por el pecado,
sino por sentir en sí mismo dolor o daño en las cosas exteriores. Luego
Cristo no debió asumir las carencias con las que el hombre está separado
de Dios aunque sean pena del pecado, como la privación de la gracia, la
ignorancia, etc. Con esto se tornaría menos idóneo para satisfacer. Es
más, para ser el autor de la salvación humana se requería que poseyera
la plenitud de la gracia y de la sabiduría, como ya (c.214-216) hemos dicho.
Pero porque el hombre por el pecado fue
castigado a tener la necesidad de morir y padecer en el cuerpo y en el
alma, Cristo quiso tomar estos defectos, para redimir al género humano
sufriendo la muerte por los hombres.
Hay que advertir, no, obstante, que
estos defectos, aunque sean comunes a nosotros y a Cristo, se encuentran
en él y en nosotros por distinta razón. Estas carencias son, como
llevamos dicho (c.193-195),
pena del primer pecado, puesto que hemos contraído una culpa original
por el origen viciado y, en consecuencia, se dice que las hemos
contraído. Cristo, en cambio, no contrajo ninguna mancha de pecado por
su origen, sino que las asumió voluntariamente; por eso no debe decirse
que contrajo estos defectos sino que los asumió. Decimos que algo es
contraído, cuando es traído necesariamente junto con otra cosa. Cristo
pudo asumir la naturaleza humana sin estas carencias, igual que la
asumió sin culpa. Y parece que el orden de la razón pedía que quien
estuvo libre de culpa, lo estuviera de pena. Y así queda claro que estos
defectos no estuvieron en él por ninguna necesidad, ni proveniente de
un origen viciado ni de justicia. Luego resulta que no fueron
contraídos, sino asumidos voluntariamente.
Pero como nuestro cuerpo está sometido a
estos defectos como pena por el pecado, pues estábamos libres de ellos
antes del pecado, se dice que convenientemente Cristo, por haber asumido
en su carne tales defectos, se revistió de la apariencia del pecado,
como dice el Apóstol en Rom 8,3: Dios envió a su Hijo en semejanza de carne de pecado. Por eso el Apóstol llama pecado tanto a la pasibilidad de Cristo como a su pasión, pues añade: y condenó al pecado por el pecado, y en Rom 6,10: Porque muerto al pecado, murió una sola vez. Y lo que es más admirable, también por esta razón dice el Apóstol en Gál 3,13 que se hizo maldito por nosotros. También por esta razón se dice que asumió uno de nuestros achaques, el de la pena, para consumar nuestros dos achaques, el de la culpa y el de la pena.
Hay que considerar además que
encontramos dos clases de defectos penales en el cuerpo. Unos comunes a
todos, como el hambre, la sed, la fatiga después del trabajo, el dolor,
la muerte, etc. Otros no son comunes a todos, sino propios de algunos
hombres, como la ceguera, la lepra, la fiebre, la mutilación de
miembros, etc. La diferencia entre estos defectos es que los comunes
llegan a nosotros transmitidos por el primer padre, que incurrió en
ellos por el pecado. Los particulares se producen en cada hombre por
causas particulares. Cristo no tenía en sí ninguna causa de defecto, ni
por parte del alma, que estaba llena de gracia y de sabiduría, y unida a
la Palabra de Dios, ni por parte del cuerpo, que estaba
perfectísimamente constituido por la virtud todopoderosa del Espíritu
Santo. Pero voluntariamente aceptó algunos por condescendencia, para
lograr nuestra salvación. Por tanto, debió aceptar los que pasan de uno a
los demás, es decir, los comunes, pero no los propios, que se originan
en cada uno por causas propias y peculiares. También debió aceptar los
defectos que se encontraban en la naturaleza humana entera, porque había
venido principalmente a restaurar la naturaleza humana.
En consecuencia, queda claro con lo
dicho que, como dice el Damasceno, Cristo asumió nuestros defectos no
denigrantes, es decir, los que no pueden producir desprecio. Si hubiera
aceptado defecto de ciencia o de gracia, o también lepra, ceguera o algo
así, parecería que la dignidad de Cristo estaba disminuida, y daría a
los hombres ocasión de denigrarlo. Esto no lo ocasionan los defectos
comunes a toda la naturaleza.
CAPÍTULO 227
Por qué quiso morir Cristo
Queda claro con lo dicho que Cristo
aceptó algunos de nuestros defectos no por necesidad sino con una
finalidad precisa, nuestra salvación. Toda potencia y todo hábito o
habilidad se ordenan al acto como al fin, por eso si la pasibilidad no
llega al acto no es suficiente para satisfacer o merecer. A nadie le
llamamos bueno o malo porque pueda hacer cosas buenas o malas, sino
porque las hace. Sólo los actos merecen alabanza o vituperio, no las
potencias. Por eso Cristo no sólo asumió nuestra pasibilidad para
salvarnos, sino que también quiso padecer para satisfacer por nuestros
pecados. Padeció por nosotros lo que merecimos padecer como consecuencia
del pecado del primer padre, y lo primero es la muerte, fin al que se
ordenan todas nuestras otras pasiones, pues el pago del pecado es la muerte,
como dice el Apóstol en Rom 5 (6,23). Por eso Cristo quiso padecer
también la muerte por nuestros pecados, para librarnos del castigo de la
muerte, haciéndose cargo, sin culpa, de la pena que debíamos nosotros,
igual que uno se ve libre del castigo de la pena si otro se hace cargo
de la pena por él.
Quiso morir también no sólo para que su
muerte fuera rescate de la satisfacción, sino también sacramento de
salvación, para que a semejanza de su muerte muramos a la vida carnal, y
pasemos a la vida espiritual, según 1 Pe 3,18: Cristo murió una vez por nuestros pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, muertos en la carne, pero vivificados en el espíritu.
También quiso morir para que su muerte fuera para nosotros ejemplo de virtudes perfectas. Ejemplo de amor, porque nadie tiene amor mayor que quien da su vida por los amigos,
como se dice en Jn 15,13. Y se demuestra que uno ama más, cuanto mayor y
más penoso es lo que se soporta por un amigo. El más penoso de los
males es la muerte, que se lleva consigo la vida humana; luego no puede
haber signo mayor de amor humano que exponerse a morir por un amigo.
Ejemplo también de fortaleza, por la que no nos apartamos de la justicia
a pesar de las dificultades, porque parece que lo más propio de la
fortaleza es que uno no se aparte de la virtud ni por el temor a la
muerte. Por eso dice el Apóstol en Heb 2,14-15, hablando de la pasión de
Cristo: Para destruir con su muerte al que tenía el dominio sobre la muerte, y liberar a quienes por el temor a la muerte estaban toda la vida sometidos a la esclavitud. Al
no rehusar morir de verdad, quitó el miedo a morir, por el que los
hombres están sometidos con frecuencia a la servidumbre del pecado.
También fue ejemplo de paciencia, virtud que no permite que los hombres
se dejen dominar por la tristeza en las situaciones adversas, porque
cuanto mayores son las adversidades, más resplandece en ellas esta
virtud. Por eso en el mayor de los males, que es la muerte, se da
ejemplo de paciencia perfecta, si se soporta sin turbación de mente. Y
esto lo había ya predicho el profeta en Is 53,7: Como cordero ante el esquilador enmudecerá y no abrirá su boca. Fue
además ejemplo de obediencia, porque tanto más laudable es la
obediencia cuanto en mayores dificultades se obedece. La mayor de las
dificultades es la muerte. Por eso, para resaltar la obediencia perfecta
de Cristo dice el Apóstol en Flp 2,8 que se hizo obediente al Padre hasta la muerte.
CAPÍTULO 228
La muerte de cruz
Quiso padecer la muerte de cruz por los
mismos motivos. En primer lugar, porque eso fue conveniente para reparar
la satisfacción, pues conviene que el hombre sea castigado en lo mismo
que pecó: Cada uno es castigado en lo que peca, como se dice en
Sab 11,17. El pecado del primer hombre consistió en haber tomado el
fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal contra el precepto; en
vez de esto, Cristo permitió ser sujetado a la cruz para restituir lo
que no había robado, como dice el Salmo (68,5). También fue conveniente
como sacramento. Cristo quiso mostrar con su muerte que moriríamos a la
vida carnal para que nuestro espíritu fuera elevado a los cielos. Por
eso él mismo decía en Jn 12,32: Cuando sea elevado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí. También
fue conveniente como ejemplo de virtud perfecta. A veces los hombres
rehúyen más una muerte ignominiosa que la crudeza de la muerte; por eso
parece pertenecer a la perfección de la virtud que por el bien de la
virtud uno tampoco rehúya padecer una muerte deshonrosa. Por eso el
Apóstol (Flp 2,8), para resaltar la perfecta obediencia de Cristo, dijo
de él que se hizo obediente hasta la muerte, y añadió: Y muerte de cruz. Esta muerte era, en efecto, la más humillante, según se dice en Sab 2,20: Condenémosle a la muerte más humillante.
CAPÍTULO 229
La muerte de Cristo
Como en Cristo se habían reunido en una
única persona tres sustancias, el cuerpo, el alma y la divinidad de la
Palabra, dos de las cuales, el alma y el cuerpo, estaban unidas en una
única naturaleza, en la muerte de Cristo se separó la unión del cuerpo y
el alma. De lo contrario el cuerpo no habría muerto de verdad, pues la
muerte del cuerpo es precisamente su separación del alma. Pero ninguno
de los dos se separó de la Palabra de Dios en cuanto a la unidad de
persona. De la unión del alma y el cuerpo resulta la humanidad, por eso,
una vez separada el alma del cuerpo, no pudo ser considerado hombre
durante los tres días de la muerte. Hemos dicho antes (c.203)
que por la unión personal de la naturaleza humana con la Palabra de
Dios todo lo que se dice del hombre Cristo puede atribuirse
correctamente al Hijo de Dios; luego, como en la muerte permaneció la
unión personal del Hijo de Dios tanto con el alma como con el cuerpo de
Cristo, lo que se dice de una y otro, puede atribuirse al Hijo de Dios.
Por eso en el Símbolo se dice del Hijo de Dios que fue sepultado, porque el cuerpo al que estaba unido yació en el sepulcro, y que descendió a los infiernos, porque descendió el alma.
Hay que considerar también que el género
masculino designa a la persona y el neutro a la naturaleza; por eso
decimos en la Trinidad que el Hijo es distinto del Padre, pero no que es
otra cosa distinta. Luego, de acuerdo con esto, en los tres días de la
muerte Cristo estuvo todo él en el sepulcro, todo él en los infiernos y
todo él en el cielo por su persona, que estaba unida a la carne que
yacía en el sepulcro y al alma que estaba dejando vacío el infierno, y
subsistía en la naturaleza divina que reinaba en el cielo. Pero no puede
decirse que estuviera todo entero en el sepulcro o en el infierno,
porque no estaba toda su naturaleza humana entera, sino que una parte
estaba en el sepulcro y la otra en el infierno.
CAPÍTULO 230
La muerte de Cristo fue voluntaria
La muerte de Cristo fue semejante a la
nuestra en lo que pertenece a la razón de muerte, que el alma se separe
del cuerpo; pero en algo su muerte fue distinta de la nuestra. Nosotros
morimos porque estamos sometidos a la muerte por necesidad natural, o
porque se nos aplica alguna violencia. Cristo, en cambio, no murió por
necesidad, sino por su propia potestad y voluntad, por eso dijo en Jn
10,18: Tengo potestad para entregar mi alma y tomarla de nuevo. La
razón de esta diferencia es que las cosas naturales no están sometidas a
nuestra voluntad, y la unión del alma y el cuerpo es natural; por eso
no está sometido a nuestra voluntad que el alma permanezca unida al
cuerpo o que se separe de él, sino que esto proviene de la virtud de
algún agente. En Cristo, todo lo que era natural según la naturaleza
humana estaba plenamente sometido a su voluntad por virtud de la
divinidad, a la que estaba sometida su naturaleza entera. Luego estaba
en la potestad de Cristo que su alma permaneciera unida al cuerpo
mientras quisiera, y que se separara de él en el instante en que lo
decidiera.
Un indicio de esta virtud divina lo
advirtió el centurión que estaba junto a la cruz de Cristo, cuando vio
que clamaba al expirar. Su clamor indicaba claramente que no moría por
un fallo de la naturaleza como los demás hombres, porque los hombres no
pueden entregar su espíritu clamando, sino que en el trance de la muerte
apenas pueden mover la lengua con un temblor. De ahí que, al expirar
Cristo clamando, manifestó en ello su virtud divina, y por ello dijo el
centurión (Mt 27,54): este verdaderamente era Hijo de Dios. Pero
no debemos decir que los judíos no mataron a Cristo, o que se mató a sí
mismo. Decimos que uno se mata a sí mismo, cuando pone la causa de su
propia muerte, pero la muerte no se produce si la causa de la muerte no
es más fuerte que la naturaleza que conserva la vida. En la potestad de
Cristo estaba que su naturaleza cediera ante la causa que la destruía o
que resistiera cuanto quisiera. Por eso, Cristo murió voluntariamente,
aunque también los judíos lo mataron.
CAPÍTULO 231
La pasión de Cristo en cuanto al cuerpo
Cristo no sólo quiso padecer la muerte,
sino también todo lo que se transmitió por el pecado del primer padre a
los descendientes, para liberarnos del pecado al satisfacer aceptando
íntegramente la pena del pecado. De esto transmitido, unas cosas son
previas a la muerte y otras posteriores. Preceden a la muerte del cuerpo
las pasiones naturales como el hambre, la sed, el cansancio, etc., y
las violentas como recibir heridas, golpes, etc. Cristo quiso padecer
todas estas cosas porque provenían del pecado. Sí el hombre no hubiera
pecado, no habría sentido hambre, sed, cansancio ni frío, ni habría
soportado pasiones violentas causadas desde el exterior.
Pero Cristo quiso padecer estas pasiones
por una razón distinta a la que tienen los otros hombres para
padecerlas. En los otros hombres no hay nada que pueda contrarrestar
estas pasiones, mientras que en Cristo sí había con qué oponerles
resistencia, y no sólo la virtud divina increada, sino también la
bienaventuranza del alma. Esta bienaventuranza tiene tanta fuerza que,
como dice Agustín, de algún modo llega hasta el cuerpo. Por eso después
de la resurrección, precisamente porque el alma estaba glorificada con
la visión clara de Dios y la fruición plena, el cuerpo unido al alma de
Cristo se volvió glorioso, impasible e inmortal. Por tanto, como el alma
de Cristo disfrutaba de la visión perfecta de Dios, precisamente en
virtud de esta visión se seguía que el cuerpo se hubiera vuelto
impasible e inmortal por influjo de la gracia procedente del alma. Pero
por condescendencia se produjo que, a la vez que el alma gozaba de la
visión de Dios, el cuerpo padeciera, sin que llegara al cuerpo ninguna
comunicación de la gloría del alma. Como hemos dicho (c.230),
todo lo que era natural en Cristo según la naturaleza humana estaba
sometido a su voluntad, por eso podía interrumpir libremente el influjo
natural de las partes superiores en las inferiores, de modo que
permitiera a cada una de las partes padecer y obrar lo que le era propio
sin impedimento para las otras, algo que en los demás hombres no puede
ocurrir. A esto se debe también que, en la pasión, Cristo soportó el
mayor dolor corporal posible, porque el dolor corporal no estaba
atenuado en modo alguno por el gozo superior de la razón, igual que, al
revés, el dolor del cuerpo no impedía el gozo de la razón.
Por esto también se ve que únicamente
Cristo fue a la vez viador y comprensor. Disfrutaba de la visión de
Dios, lo que es propio del comprensor, aunque el cuerpo permanecía
sujeto a los padecimientos, y esto es propio del viador. Y como es
propio del viador merecer para sí y para los demás por las obras buenas
que realiza movido por la caridad, Cristo, aunque era comprensor,
mereció con lo que hizo y padeció tanto para sí como para nosotros. Para
sí, ciertamente, no la gloria del alma, que ya tenía desde el principio
de su concepción, sino la gloria del cuerpo, a la que llegó después de
padecer. Para nosotros también fueron provechosos para la salvación cada
una de sus obras y de sus padecimientos, y no sólo como ejemplo, sino
también como mérito, por cuanto con la abundancia de la caridad y de la
gloria nos pudo merecer la gracia, para que así de la plenitud de la
cabeza recibieran los miembros. Es verdad que cada uno de sus
padecimientos, incluso el más pequeño, era suficiente para redimir al
género humano, si se considera la dignidad del que lo padecía. Cuanto
más digna es la persona a la que se le ocasiona una agresión, tanto
mayor parece la injusticia; por ejemplo, si alguien pega a un príncipe
comete mayor injusticia que si golpea a uno cualquiera del pueblo.
Luego, al ser Cristo de dignidad infinita, cada uno de sus padecimientos
tenía un valor infinito, y sería suficiente para la abolición de todos
los pecados. Pero la redención del género humano no se llevó a cabo con
una pasión cualquiera, sino con la muerte, que quiso aceptar por las
razones arriba (c.227)
expresadas para redimir al género humano de los pecados. Para adquirir
algo en una compra, no basta tener recursos, hay que pagar el precio.
CAPÍTULO 232
La pasibilidad del alma de Cristo
Como el alma es la forma del cuerpo, se
sigue que si padece el cuerpo también padece el alma de algún modo. Por
eso, mientras Cristo tuvo un cuerpo capaz de padecer, también su alma
fue pasible. Hay que advertir que el alma tiene dos clases de
padecimientos: una que procede del cuerpo y otra procedente del objeto.
Esto puede observarse en cada una de las potencias, pues el alma se
relaciona con el cuerpo entero como cada parte del alma con una parte
del cuerpo. La potencia visual puede sufrir por parte del objeto, por
ejemplo cuando la vista queda deslumbrada por una luz excesiva, y por
parte del órgano, como cuando disminuye la visión porque la pupila está
dañada. Luego, si consideramos el padecimiento de Cristo originado por
el cuerpo, el alma entera padecía cuando padecía el cuerpo. El alma es
la forma del cuerpo por su propia esencia, y en la esencia del alma
radican todas las potencias; luego, si padece el cuerpo, cada una de las
potencias del alma padece de algún modo.
Si consideramos el padecimiento del alma
originado por el objeto, no padecía toda la potencia del alma, en
cuanto el sufrimiento entendido en sentido propio implica un daño, pues
desde el objeto de una potencia no se le podía producir perjuicio. Ya
hemos dicho (c.216)
que el alma de Cristo disfrutaba de la visión perfecta de Dios. Luego
la razón superior del alma de Cristo, que está unida a las realidades
eternas que contempla y considera, no tenía nada extraño ni opuesto que
pudiera ocasionarle sufrimiento alguno. En cambio, las potencias
sensitivas, cuyos objetos son las cosas corpóreas, podían sufrir daño
por lesión del cuerpo. Por eso hubo dolor sensible en Cristo, cuando
sufría el cuerpo. Y así como los sentidos perciben las lesiones del
cuerpo como nocivas, también la imaginación interior las percibe como
dañinas, y se puede producir tristeza interior incluso cuando no se está
sintiendo dolor en el cuerpo. Y afirmamos que este sentimiento de
tristeza se dio en Cristo, y no sólo en la imaginación. La razón
inferior también percibe las cosas que perjudican al cuerpo y, por eso,
también pudo darse en Cristo un sentimiento de tristeza originado por la
reflexión de la razón inferior, que se refiere a las cosas temporales,
cuando esta razón inferior consideraba la muerte o alguna otra lesión
corporal como nocivas y contrarias al apetito natural.
También el amor que hace de dos hombres
casi una unidad, ocasiona que uno pueda sentir tristeza no sólo por lo
que percibe como nocivo para él con la imaginación y la razón inferior,
sino también lo que ve como dañino para quienes ama. A Cristo le
producía tristeza el conocer el peligro de culpa y de pena que amenazaba
a quienes amaba, por lo que no sufría solamente por sí mismo sino
también por los demás. Aunque el amor al prójimo pertenece de algún modo
a la razón superior, por cuanto se ama al prójimo con caridad por Dios,
en Cristo la razón superior no pudo sentir tristeza por las carencias
de los prójimos como la puede sentir nuestra razón superior. Como la
razón superior de Cristo disfrutaba de la visión plena de Dios,
comprendía todo lo referente a las carencias de los demás como está
contenido en la sabiduría divina, según la cual está debidamente
ordenado tanto el permitir que alguien peque como el que sea castigado
por el pecado. Por eso ni el alma de Cristo ni la de ningún
bienaventurado que está viendo a Dios, pueden sentir tristeza por las
carencias del prójimo. Otra cosa es en los viadores, que no alcanzan a
ver la razón de la sabiduría. Éstos se entristecen según la razón
superior por las carencias de los demás, pues piensan que pertenece al
honor de Dios y exaltación de la fe que se salven algunos que, no
obstante, se condenan. Así pues, por las mismas cosas que Cristo sufría
con los sentidos, con la imaginación y con la razón inferior, gozaba con
la razón superior, porque las refería al orden de la sabiduría divina. Y
como relacionar una cosa con otra es tarea propia de la razón, suele
decirse que la razón de Cristo rechazaba ciertamente la muerte si la
consideraba en su naturaleza, porque es odiosa por naturaleza, pero
deseaba padecerla si consideraba su razón de ser.
Y del mismo modo que en Cristo hubo
tristeza, también se dieron los demás sufrimientos originados por la
tristeza como el temor, la ira, etc. Las cosas que nos producen tristeza
cuando están presentes, nos causan temor cuando las vemos futuras; y
cuando alguien nos molesta hiriéndonos, nos airamos contra él. Pero en
Cristo estas pasiones fueron distintas de las nuestras. En nosotros
normalmente se adelantan al dictamen de la razón y, a veces, lo
desbordan. En Cristo, en cambio, nunca se adelantaban al dictamen de la
razón ni sobrepasaban la medida establecida por la razón; en él, el
apetito inferior, que es el sujeto de la pasión, únicamente se movía en
la medida que le mandaba moverse la razón. Podía, por tanto, suceder que
el alma de Cristo rechazara con la razón inferior algo que deseaba con
la razón superior. Pero no había pugna de apetitos en él, ni rebelión de
la carne contra el espíritu, como ocurre en nosotros cuyo apetito
inferior sobrepasa el dictamen y la moderación de la razón. En Cristo,
el apetito inferior se movía según el dictamen de la razón, porque
permitía que cada una de las potencias realizara su propio movimiento
del modo que convenía a Cristo.
Después de haber visto esto, queda claro
que la razón superior de Cristo toda entera gozaba y se alegraba con su
objeto, pues de él no podía surgir ningún motivo de tristeza; pero toda
ella sufría por parte del sujeto, como acabamos de decir. Este gozo no
disminuía el sufrimiento, ni el sufrimiento impedía la delectación, pues
no había flujo de una parte a otra, sino que cada una de las potencias
podía realizar lo que le era propio, como ya hemos dicho (c.231).
CAPÍTULO 233
La oración de Cristo
Como la oración es la expresión de un
deseo, podernos pensar que por deseos distintos surgió la oración que
Cristo formuló cuando se acercaba la pasión, al decir (Mt 26,39): Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú. La expresión pase de mí este cáliz, muestra un impulso del apetito inferior, con el que todos rechazarnos la muerte y deseamos la vida. Cuando dijo pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú,
muestra un impulso de la razón superior que tiene en cuenta todas las
cosas como están bajo el control de la sabiduría divina. Y a esto
pertenecen también las palabras si es posible, que indican que
sólo es posible lo que se ajusta a la determinación de la voluntad
divina. Y aunque el cáliz de la pasión no pasó de él sin que lo bebiera,
no debe decirse que su oración no fue escuchada, pues según el Apóstol
en Heb 5,7, en todo fue escuchado por su reverencia. Y
puesto que, como dijimos al comienzo de capítulo, la oración es la
expresión de un deseo, propiamente oramos lo que propiamente deseamos, y
por eso también el deseo de la oración de los justos tiene fuerza ante
Dios, según dice el Salmo (9,17): El Señor escucha el deseo de los pobres. Queremos
propiamente lo que queremos con la razón superior, a la que pertenece
consentir con lo que se hace. Por eso Cristo pidió propiamente que se
cumpliera la voluntad del Padre y no que pasara de él el cáliz, porque
tampoco lo había querido propiamente sino sólo según la parte inferior,
como hemos dicho.
CAPÍTULO 234
La sepultura de Cristo
Por causa del pecado le alcanzan al
hombre otras carencias después de la muerte referentes al cuerpo y
referentes al alma. Por parte del cuerpo, ser devuelto a la tierra de
donde había sido tomado. Esta deficiencia la apreciamos en nosotros en
dos cosas: en la colocación y en la descomposición. En la colocación,
porque el cuerpo muerto es sepultado bajo tierra. En la descomposición,
porque los elementos de los que estaba compuesto se separan. Una de
estas carencias la quiso padecer Cristo, que su cuerpo fuera depositado
bajo tierra; pero no padeció la otra, que su cuerpo se disgregara en
tierra. Por eso dijo de él el Salmo (15,10): No harás a tu santo conocer la corrupción,
es decir la putrefacción. La razón de esto es que el cuerpo de Cristo
tomó la materia de la naturaleza humana, pero su formación no fue por
virtud humana sino por virtud del Espíritu Santo. Por eso aceptó, por la
sustancia de la materia, ser sepultado, destino que se suele dar a los
cuerpos muertos, pues a los cuerpos les corresponde por naturaleza el
lugar de su elemento predominante, pero no quiso aceptar la corrupción
del cuerpo que había sido fabricado por el Espíritu Santo, porque en
esto era diferente de los demás hombres.
CAPÍTULO 235
El descenso de Cristo a los infiernos
El pecado ha ocasionado en los hombres,
en lo referente al alma, que desciendan a los infiernos, y no sólo en
cuanto al lugar sino también en cuanto a la pena. Así como el cuerpo de
Cristo estuvo bajo tierra en cuanto al lugar, pero sin el defecto de la
corrupción, también el alma de Cristo descendió a los infiernos en
cuanto al lugar, pero no para padecer pena allí, sino para liberar de la
pena a quienes estaban allí detenidos por el pecado del primer padre.
Este pecado ya había sido completamente satisfecho con el padecimiento
de su muerte. Por eso, no le faltaba nada por sufrir después de la
muerte, pero descendió a los infiernos localmente sin ningún
padecimiento penal, para mostrarse como liberador de vivos y muertos. Y
por eso también se dice que fue el único libre entre los muertos,
porque su alma no estuvo sometida a pena en el infierno, ni su cuerpo
fue sometido a la corrupción. Aunque, cuando Cristo descendió a los
infiernos, liberó a quienes estaban retenidos allí por el pecado del
primer padre, dejó a quienes estaban en ese lugar castigados por sus
propios pecados. Por eso se dice que mordió el infierno, pero no lo
ingirió, porque liberó a una parte y dejó la otra. A estas carencias de
Cristo se refiere el Símbolo cuando dice: Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y descendió a los infiernos.
CAPÍTULO 236
La resurrección de Cristo y el momento de la resurrección
Porque Cristo liberó al género humano de
los males derivados del pecado del primer padre, fue conveniente que
así como soportó nuestros males para librarnos de ellos, aparecieran en
él las primicias de la reparación humana que él mismo hizo. Con ello,
Cristo se nos propone de ambos modos como signo de salvación. Su pasión
nos lleva a considerar hasta dónde hemos caído por el pecado, y qué
castigo merecemos para liberarnos de él. La exaltación de Cristo nos
permite considerar qué podemos esperar gracias a él. Por tanto, después
de haber vencido a la muerte que provenía del pecado del primer padre,
fue el primero en resucitar a la vida inmortal, para que así como en
Adán, que fue el primero que pecó, apareció la vida mortal, en Cristo,
que fue el primero que pagó por el pecado, apareciera la vida inmortal.
Habían vuelto ciertamente a la vida algunos antes que Cristo,
resucitados por él mismo o por profetas, mas tendrían que morir otra
vez; pero (Rom 6,9) Cristo una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere. De
ahí que por ser el primero que se libró de la necesidad de morir, es
llamado (1 Cor 15,20) el primero de entre los muertos y primicia de los
que duermen, porque fue el primero que se levantó del sueño de la
muerte, habiendo quebrado su yugo.
Su resurrección no debió retrasarse ni
tampoco producirse de inmediato después de la muerte. Si hubiera vuelto
inmediatamente a la vida, no habría podido comprobarse que su muerte era
verdadera. Si la resurrección hubiera tardado mucho tiempo, no habría
aparecido la señal de que la muerte había sido vencida en él, ni se
habría dado a los hombres la esperanza de que él los libraría de la
muerte. Por eso aplazó la resurrección hasta el tercer día, porque este
tiempo parecía suficiente para comprobar la verdad de la muerte y no era
demasiado amplio para destruir la esperanza. Sí se hubiera dilatado
más, la esperanza de los fieles se habría debilitado. Ya algunos, como
si les faltara la esperanza, decían el tercer día, según se recoge en el
último capítulo de Lucas (24,21): Esperábamos que él fuera quien iba a redimir a Israel.
Pero Cristo no permaneció muerto tres
días enteros. Se dice que estuvo en el seno de la tierra tres días y
tres noches según ese modo de hablar en el que se toma la parte por el
todo. Como cada día natural consta de un día y una noche, cada una de
las partes del día o de la noche en que Cristo estuvo muerto, se dice
que lo estuvo el día entero. En la Escritura se suele contar la noche
con el día siguiente, porque los hebreos calculan el tiempo por el
movimiento de la luna, que comienza a aparecer por la tarde. Cristo
estuvo en el sepulcro la última parte del viernes, que si se cuenta con
la noche precedente es un día artificial, y la noche un único día
natural. Permaneció en el sepulcro la noche que siguió al viernes y el
sábado entero, con lo que resultan dos días. También estuvo muerto en el
sepulcro la noche siguiente, la que precede al domingo, día en que
resucitó, ya fuera a media noche, como sugiere Gregorio, o al amanecer
como señalan otros. Así, tanto si se cuenta toda la noche como una parte
de ella junto con el día siguiente, el domingo, resulta un tercer día
natural.
Y no carece de misterio que quisiera
resucitar el día tercero, fue para mostrar que resucitó por virtud de
toda la Trinidad: por eso unas veces se dice que el Padre le resucitó, y
otras, que él mismo resucitó por su propio poder. Esto no es
contradictorio, pues es el mismo el poder del Padre, el del Hijo y del
Espíritu Santo. También muestra que la reparación de la vida no se hizo
el primer día del mundo, es decir, en el tiempo de la ley natural, ni el
segundo día, en el período de la ley mosaica, sino el tercer día, en la
edad de la gracia. También hubo una razón para que Cristo permaneciera
en el sepulcro un día entero y dos noches enteras, pues Cristo asumió
uno solo de nuestros males, la pena, y destruyó nuestros dos males, la
culpa y la pena, significadas por las dos noches.
CAPÍTULO 237
Cualidades de Cristo resucitado
Cristo recuperó para el género humano no
sólo lo que Adán había perdido con su pecado, sino también lo que
habría podido alcanzar con sus merecimientos. La eficacia de los
merecimientos de Cristo fue mucho mayor que la que tenía el hombre antes
del pecado. Adán con su pecado cayó en la necesidad de morir, y perdió
el poder no morir. Cristo no sólo destruyó la necesidad de morir, sino
que además adquirió la necesidad de no morir. Por eso el cuerpo de
Cristo después de la resurrección se tornó impasible e inmortal, no por
poder no morir como el primer hombre, sino por ser completamente incapaz
de morir. Esto mismo esperamos también para nosotros en el futuro. Y el
alma de Cristo, que antes de la muerte era pasible por los
padecimientos del cuerpo, una vez hecho impasible el cuerpo, se volvió
también impasible. Como ya se había completado el misterio de la
redención humana, por el que la gloría de la fruición estaba concentrada
excepcionalmente en la parte superior del alma sin llegar a las partes
inferiores ni al cuerpo, para que unas y otro pudieran hacer y padecer
lo que les era propio; por eso, igual que el cuerpo fue del todo
glorificado con la comunicación de la gloria de la parte superior del
alma, también sus otras facultades inferiores fueron glorificadas.
Cristo que antes de la pasión era comprensor por la fruición del alma y
viador por la pasibilidad del cuerpo, después de la resurrección ya no
fue viador, sino únicamente comprensor.
CAPÍTULO 238
Demostración de la resurrección de Cristo
Dado que, como hemos dicho (c.236),
Cristo anticipó la resurrección para apoyar nuestra esperanza y que
esperáramos resucitar también nosotros, fue necesario para reforzar esta
esperanza que se manifestaran con pruebas adecuadas su resurrección y
sus cualidades de resucitado. Pero no manifestó su resurrección
indistintamente a todos, como había mostrado su humanidad y su pasión,
sino únicamente a los testigos predeterminados por Dios, a los
discípulos que había elegido para lograr la salvación de los hombres. El
estado de resucitado, como hemos dicho (c.237),
pertenece a la gloría de comprensor, y este conocimiento no corresponde
a todos, sino solamente a quienes se hicieron dignos de él. A éstos
Cristo les mostró su resurrección y su gloria de resucitado.
Manifestó la gloria de la resurrección
mostrando que había resucitado el mismo que había muerto, idéntico tanto
en naturaleza y en supuesto. Idéntico en naturaleza, porque demostró
que tenía verdadero cuerpo humano al permitir a los discípulos que lo
palparan y vieran, cuando les dijo, en el último capítulo de Lucas
(24,39): Palpad y ved, porque un espíritu no tiene carne y huesos como veis que tengo yo. Lo
manifestó también realizando actos propios de la naturaleza humana,
comiendo y bebiendo con los discípulos, andando y hablando muchas veces
con ellos. Estos actos son propios de un hombre vivo. Si bien esa comida
no fue por necesidad, pues los cuerpos incorruptibles de los
resucitados ya no necesitarán alimentos, porque en ellos no habrá un
desgaste que haya que restablecer con el alimento. Por eso tampoco el
alimento tomado por Cristo se transformó para nutrir su cuerpo, sino que
quedó en la naturaleza que tenía previamente. Con todo, al comer y
beber demostró que era verdadero hombre.
También mostró que era idéntico en el
supuesto el que había muerto, porque les enseñó en su cuerpo las huellas
de su muerte, las cicatrices de las heridas. Por eso le dice a Tomás,
en Jn 20,27: Trae aquí tu dedo, mete tu mano en mi costado, «y comprueba el lugar de los clavos». En el capítulo último (24,39) de Lucas dijo a los discípulos: Mirad mis manos y mis pies, que soy yo mismo. También
fue por concesión que quedaran en su cuerpo las cicatrices de las
heridas, para probar con ellas la verdad de la resurrección, porque el
cuerpo resucitado incorruptible debería estar íntegro. Aunque puede
decirse que también en los mártires se mostrarán las huellas de las
heridas como condecoraciones por su virtud. También muestra que es el
mismo según el supuesto tanto por el modo de hablar como por las
acciones con que suelen ser reconocidos los hombres. Por eso lo
reconocieron los discípulos en la fracción del pan, como se dice en el
capítulo último de Lucas (c.24, 30-31), y él mismo les anunció que se
aparecería en Galilea, donde solía tratar con ellos.
Manifestó la gloria de resucitado cuando
entró donde estaban con las puertas cerradas, en Juan 20,19, y cuando
se ocultó de su vista, en último capítulo de Lucas (24,31). Es propio de
la gloria del cuerpo resucitado poder aparecerse a unos ojos no
gloriosos cuando quiere, y no aparecerse cuando no quiere. Si hubiera
mostrado del todo la peculiar condición del cuerpo resucitado, habría
perjudicado la fe en la resurrección, porque la inmensidad de su gloria
habría impedido reconocer que era de la misma naturaleza. Todo esto
también lo mostró no sólo con signos visibles, sino también con señales
inteligibles cuando les abrió los sentidos para que entendieran las
Escrituras y les mostró con los escritos de los profetas que habría de
resucitar.
CAPÍTULO 239
Poder de la resurrección del Señor
Igual que Cristo destruyó nuestra muerte
con su muerte, con su resurrección restauró nuestra vida. El hombre
tiene dos muertes y dos vidas. Una es la muerte del cuerpo por la
separación del alma, la otra es la muerte del alma por la separación de
Dios. Por eso Cristo, en quien no tuvo lugar la segunda muerte, con la
primera muerte que sufrió, la corporal, destruyó nuestras dos muertes,
la corporal y la espiritual. Por contraposición podemos entender las dos
vidas. Una es del cuerpo y se debe al alma, la llamamos vida de la
naturaleza; la otra es del alma y es obra de Dios, ésta se llama de la
justicia o de la gracia. Ésta se realiza por la gracia, por la cual Dios
habita en nosotros, como se dice en Habacuc: Mi justo vive de la fe. Según
esto, también hay dos resurrecciones: una corporal, con la que el alma
se une de nuevo al cuerpo; la otra espiritual, con la que el alma se une
de nuevo a Dios. Esta segunda resurrección no tuvo lugar en Cristo,
porque su alma nunca estuvo separada de Dios por el pecado. Con su
resurrección corporal, por tanto, fue la causa de nuestras dos
resurrecciones, de la corporal y de la espiritual.
Es preciso considerar, como dice Agustín en Sobre el evangelio de Juan,
que la Palabra de Dios resucita las almas, mientras que la Palabra
hecha carne resucita los cuerpos, pues dar la vida a las almas es
exclusivo de Dios. Pero como la carne asumida por la Palabra de Dios es
instrumento de su divinidad, y el instrumento obra en virtud de la causa
principal, ambas resurrecciones nuestras, la corporal y la espiritual,
tienen su causa en la resurrección corporal de Cristo. Todas las obras
salvíficas que nos fueron otorgadas en la carne de Cristo, fueron
salvíficas por virtud de la divinidad que estaba unida a la carne; por
eso el Apóstol, para mostrar que la resurrección de Cristo es la causa
de nuestra resurrección espiritual, dice en Rom 4,25 que fue entregado por nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación. Y que la resurrección de Cristo fue la causa de nuestra resurrección corporal, lo indica en 1 Cor 15,12: Si Cristo resucitó, ¿cómo dicen algunos que los muertos no resucitan? Muy
acertadamente atribuye el Apóstol el perdón de los pecados a la muerte
de Cristo y nuestra justificación a la resurrección. Así resalta la
correspondencia y la semejanza del efecto con la causa. Igual que el
pecado se abandona cuando es perdonado, Cristo con su muerte abandonó la
vida pasible en la que estaba la semejanza del pecado. Cuando alguien
es justificado, adquiere una nueva vida, también Cristo adquirió la
novedad de la gloria cuando resucitó. Así pues, la muerte de Cristo es
la causa del perdón de nuestro pecado tanto instrumentalmente efectiva,
como sacramentalmente ejemplar y meritoria. Su resurrección fue la causa
de nuestra resurrección efectiva instrumentalmente y sacramental-mente
ejemplar, pero no meritoria, porque Cristo ya no era viador, y por tanto
carecía de la capacidad de merecer para él, o bien porque la claridad
de la resurrección fue el premio de la pasión, como muestra el Apóstol
en Flp 2,8-11.
Así que es claro que se puede llamar (Col 1,18) a Cristo el primogénito de los resucitados de entre los muertos. Y
no sólo por precedencia temporal, porque fue el primero que resucitó de
acuerdo con lo dicho, sino también por precedencia causal, porque su
resurrección es la causa de la resurrección de los demás, y por
precedencia de dignidad, porque resucitó más glorioso que todos. El
Símbolo de la fe recoge esta fe en la resurrección de Cristo cuando
dice: Al tercer día resucitó de entre los muertos.
CAPÍTULO 240
El doble premio de la humillación: la resurrección y la ascensión
Porque, según dice el Apóstol, la
exaltación de Cristo fue el premio de su humillación, fue conveniente
que a su doble humillación correspondiera una doble exaltación. Se había
humillado primero por el padecimiento de la muerte en la carne que
había asumido. También se había humillado en cuanto al lugar, cuando su
cuerpo fue depositado en un sepulcro y su alma descendió a los
infiernos. A la primera humillación corresponde la gloria de la
resurrección, con la cual regresó de la muerte a una vida inmortal. A la
segunda humillación corresponde la exaltación de la ascensión. Por eso
dice el Apóstol en Ef 4,10: El que descendió es el mismo que ascendió por encima de todos los cielos. Igual
que se dice del Hijo de Dios que fue concebido, nació, padeció, murió,
fue sepultado y resucitó según la naturaleza humana, no según la divina,
también se dice que el Hijo de Dios ascendió al cielo según la
naturaleza humana, no según la divina. Según la naturaleza divina nunca
descendió del cielo, pues está siempre en todas partes. Por eso él mismo
dijo en Jn 3,13: Nadie subió al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. Con
esto se da a entender que se dice que descendió del cielo al asumir la
naturaleza terrena, y que él permaneció siempre en el cielo. Y por eso
también debemos considerar que Cristo solo, con su propia virtud, subió a
los cielos. Ese lugar le correspondía, en razón de su origen, a quien
había descendido del cielo. Los demás no pueden ascender por sí mismos,
sino por la virtud de Cristo, una vez hechos miembros suyos.
Y así como el subir a los cielos le
correspondía según la naturaleza humana, también se añade algo más que
le corresponde según la naturaleza divina: estar sentado a la derecha
del Padre. En esto no debemos pensar en una derecha ni en un asiento
corporal, sino que por ser la derecha el lado más noble del animal, con
esa expresión se da a entender que el Hijo está sentado junto con el
Padre, en nada inferior a él según la naturaleza divina, sino siendo
completamente igual a él. Esto también puede ser atribuido al Hijo de
Dios según la naturaleza humana. De este modo entendemos que según la
naturaleza divina el Hijo de Dios está en el Padre con unidad de
esencia, con él está en el único trono real, es decir con el mismo
poder; y como suele sentarse al lado de los reyes la gente que participa
algo del poder regio, y parece que es el más importante del reino aquel
a quien el rey coloca a su derecha, con razón se dice que el Hijo de
Dios está sentado a la derecha del Padre según la naturaleza humana,
exaltado sobre toda criatura en la dignidad del reino celeste. En
consecuencia, pertenece a Cristo estar sentado de ambos modos. Por eso
dice el Apóstol en Heb 1,13: ¿A qué ángel dijo alguna vez: siéntate a mi derecha? Confesamos la ascensión de Cristo en el Símbolo, cuando decimos: Ascendió al cielo y está sentado a la derecha de Dios Padre.
CAPÍTULO 241
Cristo juzgará según la naturaleza humana
De lo que llevamos dicho se desprende
que, por la pasión y muerte de Cristo y por la gloria de su resurrección
y de su ascensión, fuimos liberados del pecado y de la muerte y hemos
conseguido la justicia de hecho, y la gloria de la inmortalidad, en
esperanza. La pasión, la muerte, la resurrección y la ascensión se
realizaron en Cristo según la naturaleza humana; luego es conveniente
afirmar que Cristo nos condujo a los bienes espirituales y eternos
mediante lo que padeció e hizo en su naturaleza humana, librándonos de
los males espirituales y corporales. Es conveniente que quien adquirió
bienes sirviéndose de unos medios, con esos medios los reparta. Pero la
repartición de bienes entre muchos requiere un juicio, para que cada uno
reciba según su posición. Luego con toda conveniencia Dios constituyó a
Cristo en su naturaleza humana juez sobre los hombres que ha salvado,
pues con ella realizó los misterios de la salvación humana. Por eso se
dice en Jn 5,27: Le dio el poder, el Padre al Hijo, de juzgar, porque es el Hijo del hombre. Aunque
esto también tiene otra razón. Es conveniente que sea visto el juez que
juzga. Pero ver en su esencia a Dios, en quien reside la autoridad
judicial, es el premio que se otorga en ese juicio. Luego es conveniente
que los hombres que van a ser juzgados, tanto los buenos como los
malos, vean a Dios como juez en la naturaleza asumida, no en la suya
propia. Si los malos vieran a Dios en su naturaleza divina, ya habrían
alcanzado el premio que no han merecido. Es también conveniente que el
premio de la exaltación se corresponda con la humillación de Cristo, que
quiso humillarse hasta el punto de ser juzgado injustamente por un
hombre. Por eso, para indicar expresamente esta humillación decimos en
el Símbolo que padeció bajo Poncio Pilato. Luego se le debía dar este
premio de exaltación, el ser constituido por Dios como juez de todos los
hombres vivos y muertos según la naturaleza humana, de acuerdo con Job
36,17: Tu causa ha sido juzgada como de impío, recibirás el juicio y la causa.
Porque la potestad judicial pertenece a
la exaltación de Cristo igual que la gloria de la resurrección, Cristo
aparecerá en el juicio, no con la humildad adecuada para adquirir el
mérito, sino en la forma gloriosa que corresponde al premio. Por eso se
dice en el Evangelio (Lc 21,27) que verán al Hijo del hombre venir sobre
las nubes con gran poder y majestad. La visión de su claridad será
ciertamente motivo de alegría para quienes le amaron. A ellos se les
promete en Is 33,17: Verán al rey en su esplendor. Para los
impíos, en cambio, será motivo de confusión y luto, porque la gloria y
el poder del juez causan tristeza y miedo a los que temen el castigo.
Por eso se dice en Is 26,11: Vean y queden confundidos quienes tienen celos del pueblo, que el fuego consuma a tus enemigos. Y
aunque se muestre en forma gloriosa, aparecerán en él los vestigios de
la pasión, no por carencia, sino por decoro y gloria, para que los
elegidos se alegren al contemplarlos, al reconocerse liberados por la
pasión de Cristo. Los pecadores recibirán tristeza, porque despreciaron
tan gran beneficio. Por eso se dice en Ap: Verán al que traspasaron y llorarán por él todas las tribus de la tierra.
CAPÍTULO 242
El Padre, que conoce la hora del juicio, cedió todo el juicio al Hijo
Porque el Padre dio todo el juicio al
Hijo, como se dice en Juan 5,22, y ahora la vida humana está establecida
según el juicio justo de Dios, pues él es quien juzga a toda carne,
como dijo a Abraham en Gén 18,25, no hay que dudar que incluso este
juicio con el que ahora son regidos los hombres pertenece a la potestad
judicial de Cristo. Por eso también a él se aplican en el Salmo (109,1)
las palabras del Padre que dice:
Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies. Cristo
está sentado a la derecha de Dios según la naturaleza humana, porque
recibió de él la potestad judicial, y ciertamente la ejerce ya, incluso
antes de que aparezcan claramente todos sus enemigos sometidos bajo sus
pies. Por eso él mismo dijo después de la resurrección, en el último
capítulo de Mateo (28,28): Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra.
Hay además otro juicio divino, con el
que en el paso de la muerte se retribuye al alma de cada uno según sus
merecimientos. Los justos que han fallecido permanecen con Cristo, como
deseaba Pablo pecadores difuntos son sepultados en el infierno. Y no hay
que pensar que esta selección se hace sin el juicio de Dios, o que este
juicio no pertenece a la potestad judicial de Cristo, sobre todo cuando
él mismo dijo a sus discípulos en Jn 14,3: Si me voy, os prepararé un lugar. Vendré otra vez, y os llevaré conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros. Este ser llevado es lo mismo que fallecer para que podamos estar con Cristo, pues mientras estamos en el cuerpo peregrinamos lejos del Señor (2 Cor 5,6).
Pero como la retribución del hombre no
consiste sólo en los bienes del alma, sino también en los bienes del
cuerpo que ha de asumir el alma de nuevo después de la resurrección, y
toda retribución requiere un juicio, es necesario que haya otro juicio
que retribuya a los hombres según la conducta que llevaron, y tanto en
el alma como en el cuerpo. Este juicio también le corresponde a Cristo,
para que así como habiendo muerto por nosotros resucitó glorioso y
ascendió a los cielos, también con su virtud haga que nuestros humildes
cuerpos resuciten semejantes a su cuerpo glorioso y los lleve consigo al
cielo, a donde ascendió precediéndonos y abriéndonos el camino, como
había sido predicho en Miqueas 2,13. La resurrección de todos los
hombres ocurrirá a la vez con el fin de este mundo, como ya antes (c.148 y 161) hemos dicho, y por eso este juicio será universal y final. Y creemos que Cristo vendrá otra vez con gloria para realizarlo.
Pero como se dice en el Salmo (35,7): Los juicios de Dios son un gran abismo, y el Apóstol dice en Rom 11,33 que sus juicios son incomprensibles,
en cada uno de dichos juicios hay algo profundo e incomprensible para
el conocimiento humano. En el primer juicio de Dios, que se aplica a la
vida presente de los hombres, el momento del juicio es claro para todos,
pero el carácter de la retribución queda oculto, sobre todo porque a
los buenos suelen ocurrirles cosas malas en este mundo, y a los malos
cosas buenas. En los otros dos juicios será evidente el carácter de las
retribuciones, pero el momento permanece oculto, porque el hombre ignora
incluso la hora de su muerte, según dice Ecl 9,12: El hombre desconoce su final,
y el hombre tampoco puede conocer de antemano el fin de este mundo.
Sólo conocemos de antemano el futuro cuando conocemos sus causas, pero
la causa del fin del mundo es la voluntad de Dios, que nos es
desconocida; luego tampoco ninguna criatura puede conocer con antelación
el fin del mundo. Únicamente Dios puede conocerlo, según la palabra de
Mt 24,36: Nadie conoce el día ni la hora, ni siquiera los ángeles del cielo. Solamente el Padre.
Pero porque en Marcos (13,32) se lee que ni el Hijo,
algunos sacaron de ello motivo para errar y afirmaron que el Hijo es
menor que el Padre porque ignora cosas que sabe el Padre. Podría
evitarse esto, si se dijera que el Hijo ignora estas cosas según la
naturaleza humana asumida, no según la divina. Según la naturaleza
divina tiene con el Padre una misma sabiduría o, por decirlo más
claramente, es la sabiduría misma concebida en el corazón del Padre.
Pero tampoco parece conveniente que el Hijo no conozca el día del juicio
según la naturaleza asumida, pues su alma estaba llena de gracia y de
verdad, como testifica el evangelista (Jn 1,14) y hemos dicho antes (c.214-216).
Tampoco parece razonable que cuando Cristo recibió el poder de juzgar
porque es el Hijo del hombre, ignorara la hora de su juicio según la
naturaleza humana. El Padre no le habría dado todo juicio, si se le
hubiera sustraído la potestad de determinar la hora de su venida. Luego
debemos entender esto según el modo acostumbrado de hablar en las
Escrituras. En ellas se dice que Dios comienza a saber algo cuando
manifiesta conocerlo, así dijo a Abrahán en Gén 22,12: Ahora conozco que temes al Señor. No
porque comenzara a conocer en ese momento, pues conoce todo desde la
eternidad, sino porque había manifestado su devoción con aquel hecho.
Por tanto, así también se dice que el Hijo ignora el día del juicio,
porque no se lo comunicó a los discípulos sino que les respondió, en Hch
1,7: No os corresponde a vosotros conocer los tiempos ni los momentos que el Padre dispuso en su potestad. Pero
el Padre no ignora así, sin comunicar, porque por lo menos a su Hijo le
comunicó la noticia en la generación eterna. Otros se expresan con
mayor brevedad diciendo que esto hay que entenderlo como referido al
hijo adoptivo.
En conclusión, el Señor quiso que
quedara oculta la hora del juicio futuro, con el fin de que los hombres
vigilen solícitos y no los encuentre desprevenidos en aquel momento. Por
eso mismo quiso que fuera desconocida la hora de la muerte de cada uno.
Cada uno comparecerá ante el juicio tal como salió de aquí por la
muerte. Por eso el Señor dijo en Mt 24,42: Vigilad, porque no sabéis a qué hora vendrá vuestro Señor.
CAPÍTULO 243
Si serán todos juzgados o no
Con lo dicho queda claro que Cristo
tiene potestad judicial sobre los vivos y los muertos. Ejerce su juicio
sobre los que aún viven en este mundo y sobre quienes lo abandonan
cuando mueren. En el juicio final juzgará a la vez a los vivos y a los
muertos. Tanto si se entiende por vivos a los justos que viven por la gracia y por muertos a los pecadores que se apartaron de ella, como si se entiende por vivos a los que se encuentren viviendo cuando llegue el Señor y por muertos los
que fallecieron antes. Pero no debe entenderse, como otros dijeron, que
algunos son considerados vivos porque nunca experimentaron la muerte
del cuerpo, pues claramente dice el Apóstol en 1 Cor 15,51: Todos ciertamente resucitaremos. Aunque otra interpretación contiene: Ciertamente todos dormiremos, es decir moriremos; y en otros libros se lee: No todos ciertamente dormiremos, como Jerónimo dice en la Carta a Minerio
sobre la resurrección de la carne, esto no quita fuerza a la afirmación
anterior. El Apóstol había advertido poco antes (1 Cor 15,22): Como en Adán todos mueren, en Cristo todos volverán a la vida. Así,
eso de que no todos dormiremos no puede referirse a la muerte del
cuerpo, que pasó a todos por el pecado del primer padre, como se dice en
Rom 5,12, sino que debe explicarse como de la dormición del pecado, de
la que se dice en Ef 5,14: Levántate tú que duermes, levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo. Luego
los que se encuentren en la venida del Señor se distinguen, no porque
nunca hayan muerto, sino porque en el rapto con que serán arrastrados en las nubes al encuentro de Cristo en los aires (1 Tes 4,16), mueren y resucitan inmediatamente, como dice Agustín.
Hay que considerar, no obstante, que en
un juicio se dan tres cosas: que alguien sea presentado ante el juez,
que se discutan sus méritos, y que reciba una sentencia. En cuanto a lo
primero, todos, buenos y malos, desde el primer hombre hasta el último
se sentarán ante el juicio de Cristo, porque, como se dice en 2 Cor
5,10: Es necesario que todos nos presentemos ante el tribunal de Cristo. De
esta universalidad no se excluyen ni siquiera los niños que murieron
con bautismo o sin él, como dice la Glosa de este pasaje.
En cuanto a la segunda, a la discusión
de los méritos, no serán juzgados todos, ni los buenos ni los malos. Es
necesaria la discusión judicial cuando las cosas buenas están mezcladas
con cosas malas, pero donde está el bien sin mezcla de mal o el mal sin
mezcla de bien, ahí no hay lugar a discusión. Hay algunos buenos que
desprecian completamente los bienes temporales y se dedican sólo a Dios y
a las cosas divinas. Luego, como el pecado se comete cuando se adhiere
uno a los bienes mudables con desprecio del bien inmutable, parece que
no puede darse en ellos mezcla apreciable de bien y de mal, no porque
vivan sin pecado, pues de su persona se ha dicho en 1 Jn 1,8: Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos,
sino porque en ellos hay sólo pecados leves que de algún modo quedan
destruidos con el fervor de la caridad. Por eso estas personas no serán
juzgadas con discusión de sus méritos en el juicio. Quienes en la vida
terrena, atentos a las cosas del siglo usan de ellas no ciertamente
contra Dios, aunque sí concediendo al mundo más atención de la debida,
tienen algo de mal mezclado con el don de la fe y de la caridad en una
cantidad tal que no es fácil apreciar qué prevalece en ellos. Estos
serán juzgados también con discusión de los méritos. Lo mismo ocurre con
respecto a los malos. Hay que señalar que el principio del acceso a
Dios es la fe, según dice Heb 11,6: Le es necesario a quien se acerca a Dios creer. Luego
en quien no tiene fe no hay nada bueno que mezclado con el mal pueda
plantear dudas acerca de su condenación, y por eso serán condenados sin
discusión de sus méritos. Quien tiene fe, pero no tiene caridad ni obras
buenas, tiene ciertamente algo con lo que se une a Dios; por eso es
necesaria la discusión de sus méritos, para dejar en claro qué
prepondera en él, si el bien o el mal. Por eso esta persona será
condenada con discusión de los méritos, del mismo modo que el rey
terreno condena con juicio al ciudadano que cometió delito, mientras que
castiga sin juicio al enemigo.
En cuanto a la tercera cosa, la emisión
de la sentencia, todos serán juzgados, porque todos recibirán gloria o
pena por sentencia de Cristo. Por eso se dice en 2 Cor 5,10: Para que cada uno reciba según lo que haya hecho con el cuerpo, sea bueno o sea malo.
CAPÍTULO 244
Modo y lugar del juicio
No hay que pensar que la discusión de
este juicio sea necesaria parar que el juez sea informado, como sucede
con los jueces humanos, pues todas las cosas están desnudas y descubiertas para sus ojos,
como se dice en Heb 4,13. La discusión final es necesaria para que a
cada uno le quede claro en qué grado son dignos de pena o de gloría
tanto él como los demás, para que así los buenos gocen en todo de la
justicia de Dios, y los malos se enfaden consigo mismos. Tampoco hay que
pensar que esta discusión de los méritos se haga verbalmente. Se
requeriría un tiempo inmenso para contar las palabras, las obras y los
pensamientos, buenos y malos, de cada uno. Por eso se equivocó Lactancio
al afirmar que el día del juicio duraría mil años, pues ni siquiera
tanto tiempo parece suficiente, porque para completar el juicio de un
solo hombre de ese modo se requerirían varios días. Por tanto, la virtud
divina hará que se le presenten a cada uno en un instante todas las
cosas buenas y malas que hizo, por las cuales deberá de ser premiado o
castigado, y no sólo a cada uno las suyas, sino también a cada uno las
de los demás. Luego, cuando las obras buenas destaquen tanto que las
malas resulten insignificantes, o al contrario, parece que no habrá
contraste de obras buenas con obras malas según la apreciación humana, y
estos casos decimos que son premiados o castigados sin discusión.
En este juicio, aunque todos estén
presentes ante Cristo, los buenos se distinguirán de los malos no sólo
por los méritos, sino también por estar separados unos de otros
espacialmente. Los malos, porque se apartaron de Cristo al amar las
cosas terrenas, permanecerán en la tierra. Los buenos, porque se
adhirieron a Cristo, correrán a su encuentro elevados en el aire para
asemejarse a Cristo, no sólo similares a la gloria de su claridad, sino
también unidos a él en el espacio, según las palabras de Mt 24,28: Donde esté el cuerpo, se reunirán las águilas, que indican los santos. Significativamente, en hebreo, en lugar de cuerpo se dice joathon,
que significa según Jerónimo cadáver, para recordar la pasión de Cristo
por la cual mereció Cristo la potestad judicial, y para que los hombres
que se han identificado con su pasión sean asociados a su gloria, según
las palabras del Apóstol, en 2 Tim 2,12: Si con él sufrimos, reinaremos con él. Y de ahí viene que se crea que Cristo descenderá al juicio cerca del lugar de la pasión, según se dice en Joel 3,2: Reuniré a todas las naciones y haré juicio con ellas en el valle de Josafat,
que está debajo del Monte de los Olivos, desde donde ascendió Cristo.
De ahí también que, cuando venga el Señor al juicio, aparecerán el signo
de la cruz y otras señales de la pasión, de acuerdo con Mt 24,30: Aparecerá el signo del Hijo del hombre en el cielo,
para que lo impíos, al ver al que traspasaron, se duelan y sufran, y
quienes han sido redimidos se alegren de la gloria del Redentor. E igual
que decimos que Cristo está sentado a la derecha de Dios según la
naturaleza humana, por cuanto ha sido elevado a los bienes más nobles
del Padre, también se dice que los justos se sentarán en el juicio a su
derecha, ocupando el lugar más honroso junto a él.
CAPÍTULO 245
Los santos juzgarán
Cristo no será el único que juzgue en
ese juicio, habrá más jueces. Unos juzgarán sólo por contraste, así
juzgarán los buenos a los menos buenos, o los malos a los peores, según
dice Mt 12,41: Los ninivitas se levantarán en el juicio, y condenarán a esta generación. Otros juzgarán aprobando la sentencia, y así juzgarán todos los justos, según dice Sab 3,8: Los santos juzgarán a las naciones. Otros juzgarán participando de la potestad judiciaria de Cristo, como dice el Salmo (149,6): Espadas de dos filos en sus manos. Esta última potestad judiciaria se la prometió el Señor a los apóstoles cuando dijo en Mt 19,28: Vosotros que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de la majestad de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.
No hay que pensar que los apóstoles
juzgarán sólo a los judíos que pertenecen a las doce tribus de Israel,
sino que las doce tribus indican a todos los fieles que han sido
atraídos a la fe de los patriarcas. Los infieles no son juzgados, porque
ya han sido juzgados. Y tampoco juzgarán sólo los doce apóstoles que
entonces estaban con él. Judas no juzgará, y Pablo, que trabajó más que
otros, tampoco carecerá de la dignidad judicial, sobre todo cuando él
mismo tiene dicho (1 Cor 6,3): ¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles? Esta
dignidad pertenece también a los que, habiendo abandonado todo, han
seguido a Cristo. Esto ya lo había adelantado cuando Pedro preguntó (Mt
19,27): Mira que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, ¿qué tendremos a cambio? Por eso se dice en Job 36,6: Otorgará el juicio a los pobres. Y esto es razonable, pues como hemos dicho (c.243),
la discusión del juicio versará sobre los actos de los hombres que han
usado las cosas terrenas bien o mal. Pero, para que el juicio sea recto,
se requiere que el ánimo del juez esté libre de los asuntos que debe
juzgar. Luego, merecidamente alcanzan la dignidad judicial quienes
tienen su espíritu del todo apartado de las cosas terrenas. También
afecta al merecimiento de esta dignidad el anuncio de los preceptos
divinos, por eso se dice en Mt 25,31 que Cristo vendrá a juzgar
acompañado de los ángeles, que significan los predicadores, como dice
Agustín en el libro de La penitencia. Es adecuado que
determinen acerca de las acciones de los hombres referidas a la
observancia de los preceptos divinos, quienes anunciaron los preceptos
de la vida. Estos juzgarán cooperando a que cada uno vea la causa de la
salvación o de la condenación, suya y de los demás, al modo como los
ángeles superiores iluminan a los inferiores e incluso a los hombres. En
consecuencia, confesamos que Cristo tiene esta potestad judicial cuando
decimos en el Símbolo: De allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
CAPÍTULO 246
Clasificación de los artículos de la fe
Después de considerar todas estas cosas
que pertenecen a la verdad de la fe católica, hay que saber que todo lo
anterior se sintetiza en unos artículos determinados, doce según unos,
según otros, catorce. Como los contenidos de la fe son incomprensibles
para la razón, cada vez que aparece algo nuevo incomprensible para la
razón, es necesario establecer un artículo nuevo. Por eso hay un
artículo referente a la unidad de la divinidad, pues aunque la razón
demuestra que Dios es uno solo, se incluye en la fe que está al frente
de todas las cosas de tal modo que debe ser venerado de un modo
especial.
De las tres personas se ponen tres
artículos. Se ponen otros tres para los tres efectos de Dios la
creación, que pertenece a la naturaleza, la justificación, que pertenece
a la gracia, y la remuneración, que pertenece a la gloria. Así, en
total acerca de la divinidad se ponen siete. Acerca de la humanidad de
Cristo se ponen otros siete: el primero sobre la encarnación y la
concepción, el segundo sobre el nacimiento, que encierra una especial
dificultad por haber salido sin abrir el seno de la Virgen; el tercero
sobre la pasión, la muerte y la sepultura; el cuarto sobre el descenso a
los infiernos, el quinto sobre la resurrección, el sexto sobre la
ascensión, el séptimo sobre la venida al juicio. Así que en total
resultan catorce.
En cambio otros, con razón, incluyen en
un solo artículo la fe de las tres personas, porque no se puede creer en
el Padre sin creer también en el Hijo y en el amor que une a los dos,
que es el Espíritu Santo. Pero distinguen el artículo de la resurrección
del artículo de la remuneración. Así hay dos artículos sobre Dios uno
de la unidad y otro de la Trinidad; y cuatro sobre los efectos: uno de
la creación, otro de la justificación, otro de la resurrección universal
y el cuarto de la remuneración. También, en cuanto a la fe de la
humanidad de Cristo, unen en un solo artículo la concepción y el
nacimiento, y en otro la pasión y la muerte. Resultan, por tanto, en
total doce artículos según este cálculo.
Y sea suficiente esto acerca de la fe.
II. LA ESPERANZA
CAPÍTULO 1
La virtud de la esperanza es necesaria para la perfección de la vida cristiana
Porque la sentencia del Príncipe de los
Apóstoles (1 Pe 3,15) nos amonesta a dar razón de nuestra fe y también
de la esperanza que hay en nosotros, después de haber expuesto
brevemente la doctrina de la fe cristiana, nos falta explicar brevemente
lo que pertenece a la esperanza.
Hay que considerar que el deseo del
hombre puede descansar en un conocimiento, pues el hombre desea por
naturaleza conocer la verdad y, una vez conocida, se calma su deseo.
Pero el deseo del hombre no descansa en el conocimiento de la fe, porque
la fe es un conocimiento imperfecto, en el que no se ve lo que se cree.
Por eso el Apóstol la llama argumento de lo que no se ve, en
Heb 11,1. Luego, una vez adquirida la fe, aún permanece en el alma un
movimiento hacia otra cosa, a ver perfectamente la verdad que cree y a
conseguir los medios que la puedan llevar hasta esa verdad.
Pero como dijimos que uno de los
documentos de la fe es que se crea que Dios tiene providencia de las
cosas humanas, surge de esto en el ánimo del creyente un movimiento de
esperanza, el de conseguir con la ayuda divina los bienes que
naturalmente desea una vez instruido con la fe. Por eso después de la fe
es necesaria la esperanza para la perfección de la vida cristiana, como
ya dijimos al comienzo (I c.1).
CAPÍTULO 2
Necesidad de la oración para obtener de Dios lo que se espera. Diferencia entre la súplica a Dios y a un hombre
Según el orden de la providencia divina
se concede a todos el modo de llegar al fin que conviene a su propia
naturaleza. También a los hombres se les concedió el modo adecuado para
obtener de Dios lo que esperan de él según requiere la condición humana.
Es propio de la condición humana interponer una súplica para obtener de
alguien, sobre todo de un superior, lo que se espera conseguir con su
ayuda. Por eso se ha otorgado a los hombres la oración, para que
mediante ella obtengan de Dios lo que esperan conseguir de él.
La oración es necesaria de modo distinto
para conseguir algo de un hombre que para conseguirlo de Dios. Se
dirige a un hombre, en primer lugar, para expresarle el deseo y la
necesidad del suplicante y, también, para inclinar el ánimo del
suplicado a la concesión. Nada de esto tiene lugar en la oración que se
presenta ante Dios. Cuando oramos, procuramos manifestar a Dios nuestras
necesidades y nuestros deseos, que Dios ya conoce. Por eso también el
Salmista (Sal 37,10) le dice: Señor, ante ti están todos mis deseos. Y en el Evangelio de Mateo (6,32): Vuestro Padre sabe que tenéis necesidad de estas cosas. Tampoco
las palabras humanas pueden doblegar la voluntad divina a querer lo que
antes no quería, porque se dice en Números 23,19: Dios no es como el hombre, para cambiar de opinión. Y en 1 Sam 15,29 se dice: Y no se arrepiente.
No obstante, al hombre le es necesaria
la oración para obtener cosas de Dios por razón del mismo orante, para
que considere sus carencias e incline su ánimo a desear fervorosa y
piadosamente lo que espera conseguir orando. Con esto se vuelve idóneo
para recibirlo.
Hay que considerar también otra
diferencia entre la súplica presentada a Dios y la presentada a un
hombre. La oración que se dirige a un hombre requiere una familiaridad
previa que facilite el acceso para pedir para uno mismo. La oración que
se presenta a Dios nos hace familiares con Dios, pues eleva nuestra alma
hasta él y le habla con un afecto espiritual, adorándole en espíritu y
en verdad. Así, orando se prepara uno el acceso para orar de nuevo con
más facilidad. Por eso se dice en el Salmo (16,6): Clamé, orando con confianza, porque me escuchaste, Dios mío. Indicando
que, por haber alcanzado la familiaridad con la primera oración, dama
por segunda vez con más confianza. Por eso, en la oración a Dios no son
inoportunas la asiduidad ni la frecuencia de peticiones, sino que se
considera que le son gratas: Es necesario orar siempre y nunca desfallecer, como se dice en Lucas 18,1. El Señor invita a pedir cuando dice, en Mt 7,7: Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. En las súplicas dirigidas a un hombre, en cambio, la asiduidad se hace inoportuna.
CAPÍTULO 3
Para completar nuestra esperanza, fue conveniente que Cristo nos diera la forma de orar
Como, después de la fe, para nuestra
salvación es necesaria la esperanza, fue oportuno que nuestro Salvador,
igual que fue el iniciador y perfeccionador de nuestra fe mostrándonos
los misterios sagrados, nos condujera también a una esperanza viva,
transmitiéndonos la forma de orar con la que nuestra esperanza se eleva
del mejor modo hasta Dios. Él mismo nos enseña qué debemos pedir a Dios.
No nos habría invitado a pedir sin prometer escuchar, pues sólo pedimos
a alguien del que esperamos, y sólo pedimos lo que esperamos. Por
tanto, a la vez que nos enseña a pedir cosas a Dios nos aconseja esperar
en Dios. Al mostrarnos lo que tenemos que pedirle, nos enseña qué
debemos esperar de él.
Así pues, siguiendo las peticiones de la
oración del Señor, mostraremos lo que puede corresponder a la esperanza
cristiana, es decir, en quién debemos poner la esperanza, por qué, y
qué debemos esperar de él. Nuestra esperanza, en efecto, debe estar en
Dios, a quien debemos orar, según el Salmo (61,9): Esperad en él, pueblo suyo, abrid ante él vuestro corazón, orando.
CAPÍTULO 4
La razón de pedir a Dios con la oración lo que debemos esperar de él
El principal motivo por el que debemos
esperar en Dios es que le pertenecemos como los efectos a la causa. Nada
se hace para nada, sino por un fin determinado. Luego es propio de todo
agente producir un efecto tal que no carezca de cuanto necesita para
llegar hasta el fin. De ahí viene que, en las cosas que hacen los
agentes naturales, hallemos que la naturaleza no falla en lo necesario,
sino que concede a la cosa producida lo necesario para la consistencia
de su ser y para realizar las operaciones con las que alcanza su fin, a
no ser que alguna vez lo impida la deficiencia de un agente, que no sea
capaz de realizarlo. Quien obra mediante el entendimiento, en la
producción del efecto, no sólo le proporciona lo que le es necesario
para el fin intentado, sino que, una vez terminada la obra, dispone de
su uso, que es el fin de la obra. Por ejemplo, un operario no sólo
fabrica el cuchillo, sino que también puede cortar con él. El hombre ha
sido producido por Dios como obra de un artífice, por eso se dice en Is
64,8: Y ahora, Señor, tú eres nuestro alfarero, nosotros somos la arcilla. Por
eso, como el vaso de arcilla, si tuviera conocimiento, podría esperar
del alfarero, el hombre debe tener confianza en Dios, para ser
rectamente gobernado por él, como se dice en Jer 18,6; Como arcilla en manos del alfarero.
Esta confianza que el hombre tiene en
Dios debe de ser muy segura. Hemos dicho que el agente sólo falla en la
recta disposición de su obra por alguna deficiencia suya. Pero en Dios
no puede haber defecto alguno, ni de ignorancia, porque todas las cosas están desnudas y descubiertas para sus ojos, como se dice en Heb 4,13; ni de impotencia, porque su mano no ha sido cortada para no poder salvar, como se dice en Is 59,1; ni de buena voluntad, porque Dios es bueno para el alma que espera en él,
como se dice en Lam 3,25. Por eso, la esperanza con la que se espera en
Dios, no defrauda al esperanzado, como se dice en Rom 5,5.
Hay que considerar además que, aunque
atienda con su providencia disponente a todas las criaturas, tiene por
una razón especial cuidado de las criaturas racionales, que están
dotadas con la dignidad de su imagen, pueden llegar a conocerle y
amarle, son dueñas de sus actos y pueden distinguir el bien del mal. Por
eso les corresponde confiar en que Dios no sólo las conservará en el
ser según la condición de su naturaleza, como corresponde a las otras
criaturas, sino también que, apartándose del mal y obrando el bien,
adquirirán méritos ante él. Por eso en el Salmo (35,7) se dice: Salvarás, Señor, a los hombres y a las bestias, pues proporciona a los hombres y a las criaturas irracionales lo necesario para mantener la vida. Y después añade (Sal 35,8): Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas, protegidos por él con especial cuidado.
También es necesario considerar que,
cuando llega una perfección, aumenta la facultad de hacer o de lograr
algo. Así el aíre iluminado por el sol tiene la facultad de poder ser el
medio de la visión, y el agua calentada por el fuego tiene la facultad
de cocer. Y esto podrían esperar, si tuvieran conocimiento. A los
hombres, además de su naturaleza, se les otorga la perfección de la
gracia, con la que nos hacemos partícipes de la naturaleza divina,
como se dice en 2 Pe 1,4. Por eso, y de acuerdo con ello, se dice que
somos engendrados de nuevo como hijos de Dios, según lo que se dice en
Jn 1,12: Les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Una vez hechos hijos de Dios, pueden lógicamente esperar la herencia, como se dice en Rom 8,11: Si somos hijos, también herederos. Con
esta regeneración espiritual corresponde al hombre tener una esperanza
más alta en Dios, la de lograr la herencia eterna, por lo que se dice en
1 Pe 1,3-4: Nos reengendró a una viva esperanza, a una herencia que no se marchita, etc. Y dado que por el espíritu de adopción que hemos recibido clamamos Abba, Padre,
como se dice en Rom 8,15, el Señor, para enseñarnos que debemos orar
con esa esperanza, inició su oración con la invocación del Padre,
diciendo (Mt 6,9): Padre, etc. También, al decir Padre,
se prepara el afecto del hombre para orar con pureza y para obtener lo
que espera. Y los hijos también deben ser imitadores de sus padres. Por
eso, quien confiesa que Dios es su Padre, debe intentar vivir como
imitador de Dios, evitando lo que le hace desemejante de Dios e
insistiendo en lo que le asemeja a él. Por eso en Jer 3,19 se dice: Me llamarás padre, y no dejarás de seguir mis pasos. Y Gregorio de Nisa advierte: Si, por tanto, diriges la vista a las cosas mundanas, o ambicionas la gloria humana o la inmundicia del apetito pasible, ¿cómo tú, que llevas una vida corrupta, llamas Padre al autor de la incorruptibilidad?
CAPÍTULO 5
Debemos llamar a Dios Padre nuestro y no Padre mío, cuando le pedimos lo que esperamos
Quien se reconoce como hijo de Dios, entre otras cosas, debe principalmente imitar a Dios en la caridad, según enseña Ef 5,1-2: Sed imitadores de Dios como hijos muy queridos y andad en el amor, como, etc. El amor de Dios no es privado sino común a todos, pues Dios ama todo cuanto existe, se dice en Sab 11,25, y especialmente a los hombres, como se dice en Dt 33,3: Amó a las gentes. Por eso, como dice Cipriano: Nuestra oración es pública y común, y cuando oramos no lo hacemos por uno solo sino por todo el pueblo, pues todo el pueblo somos una misma cosa. Y como dice Juan Crisóstomo: La necesidad obliga a orar por sí mismo, pero el amor fraterno nos invita a orar por el prójimo. Por eso no decimos Padre mío, sino Padre nuestro.
También debemos considerar que, aunque
nuestra esperanza se apoya principalmente en el auxilio divino, también
nos ayudamos unos a otros para obtener más fácilmente lo que pedimos.
Por eso se dice en 2 Cor 1,10-11: El nos librará, si vosotros ayudáis también con la oración por nosotros, para que la gracia que hay en nosotros por la acción de muchos, sea agradecida a Dios por muchos en nuestro nombre. Por eso en Sant 5,16 también se dice: Orad unos por otros para que os salvéis. Como dice Ambrosio: Cuando muchos muy pequeños se reúnen unánimes, se hacen grandes, y es imposible que las preces de muchos no sean escuchadas; conforme a lo que se dice en Mt 18,19: Si dos de vosotros se reúnen sobre la tierra, todo cuanto pidan se lo concederá mi Padre que está en los cielos. Por eso no recitamos nuestra oración en singular, sino que, como apoyados en el consenso unánime, decimos Padre nuestro.
Hay que considerar también que nuestra esperanza es en Dios por medio de Cristo, según se dice en Rom 5,1-2: Justificados por la fe, tengamos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo, por quien, en virtud de la fe, tenemos el acceso a esta gracia en la que nos mantenemos, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de los hijos de Dios. Por él, que es el Hijo natural unigénito de Dios, somos hechos hijos adoptivos porque, como se dice en Gál 4,4-5, Envió Dios a su Hijo para que recibiéramos la adopción de hijos. En virtud de esto debemos confesar que Dios es Padre, salvando el privilegio del Unigénito. Por eso dice Agustín: No reclames para ti nada en particular. Sólo es Padre particular de Cristo, para nosotros todos es Padre común, porque únicamente lo engendró a él, a nosotros nos creó. Por eso decimos Padre nuestro.
CAPÍTULO 6
Cuando dirigimos nuestra oración a
nuestro Padre Dios, señalamos su poder para conceder lo que esperamos,
al decir que estás en los cielos
Suele disminuir la esperanza ante la
incapacidad de aquel de quien esperamos la ayuda, pues para confiar con
esperanza no basta que ésta se apoye en alguien que tiene voluntad de
ayudar, si no tiene además el poder de hacerlo. Ya expresamos
suficientemente la disposición de la voluntad divina para ayudar cuando
le llamamos Padre, pero para que no haya duda de la excelencia de su
poder, se añade (Mt 6,9): Que estás en los cielos. Y no decimos estás en los cielos como si estuviera contenido en ellos, sino porque los abarca con su poder, según se dice en Eclo 24,8: Yo sola recorrí la bóveda del cielo. Más aún, su poder se elevó sobre toda la extensión de los cielos, según dice el Salmo (8,2): Oh Dios, ha sido elevada tu magnificencia sobre los cielos. Por eso, para reforzar la confianza de la esperanza confesamos su poder, que sostiene y trasciende los cielos.
Con esto también se evita una dificultad
para la oración. Hay algunos que someten las cosas humanas a la
necesitad fatal de las estrellas, como se dice en Jer 10,2: No tengáis miedo de los signos del cielo, que temen los gentiles. Con
este error se destruye el fruto de la oración. Sí nuestra vida está
sometida a la necesidad de los astros, no puede cambiarse nada
relacionado con ella. Luego en vano rezaríamos pidiendo conseguir algún
bien o librarnos de algún mal. Por tanto, para que esto no dificulte la
confianza de los orantes, decimos que estás en los cielos, como motor y moderador de ellos y, así, el poder de los cuerpos celestes no puede impedir la ayuda que esperamos de Dios.
Para que la oración sea eficaz ante Dios
también es necesario que el hombre pida lo que es digno esperar de
Dios. En Sant 4,3 se dice a algunos: Pedís y no recibís, porque pedís mal. Se piden mal las cosas que sugiere la sabiduría terrena, no lo que sugiere la celeste. Por eso dice Crisóstomo: Cuando decimos «que estás en los cielos» no encerramos a Dios allí, sino que el alma del orante se aparta de la tierra y se eleva a las regiones excelsas.
Hay otro impedimento para la oración o
para la confianza que tiene en Dios quien ora, cuando piensa que la vida
de los hombres está muy alejada de la providencia divina, por eso se
dice de lo que piensan los impíos en Job 22,14: Las nubes lo ocultan y no ve nuestras cosas, anda por los caminos del cielo. Y en Ez 9,9: El Señor ha abandonado la tierra, el Señor no ve. Pero Pablo enseña lo contrario cuando predica (Hch 17,27-28) a los atenienses: No está lejos de cada uno de nosotros. En él vivimos, nos movemos y existimos, porque él conserva nuestro ser, gobierna nuestra vida y dirige nuestros movimientos, como se dice en Sab 14,3: Tú, Padre, gobiernas todas las cosas con tu providencia. Ni siquiera los animales más insignificantes escapan a su providencia, como se dice en Mt 10,29: ¿Acaso no se venden dos pájaros por dos ases? Ninguno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Los
hombres cuentan con la providencia divina de un modo tan excelente que,
en comparación con ellos, dice el Apóstol (1 Cor 9,9): Dios no se ocupa de los bueyes. No
porque no tenga en absoluto cuidado de los bueyes, sino porque no los
atiende igual que a los hombres, a los que premia o castiga por sus
acciones buenas o malas, y los destina a la eternidad. Por eso, después
de las palabras antes dichas, el Señor también continúa (Mt 10,31): Hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados;
expresando que todo lo que pertenece al hombre ha de ser reparado en la
resurrección. Con ello, aleja de nosotros toda desconfianza. Por eso
allí mismo (Mt 10,31) añade: Así que no temáis. Vosotros valéis más que muchos pájaros. Y por eso, como arriba (c.4) hemos dicho, en el Salmo (35,8) se dice: Los hijos de los hombres esperarán a la sombra de tus alas. Y
aunque se diga que Dios está cerca de todos los hombres con un especial
cuidado, decimos que está mucho más especialmente cerca de los buenos
que intentan acercarse a él con la fe y el amor, como se dice en Sant
4,8: Acercaos al Señor, y se acercará a vosotros; y en el Salmo (144,18): El Señor está cerca de todos los que lo invocan de verdad. Y no sólo se acerca a ellos, sino que habita en ellos por la gracia, según Jer (14,9): Tú estás en nosotros, Señor, etc. Para aumentar la esperanza de los santos, decimos que estás en los cielos, es decir en los santos, como explica Agustín. Parece que están espiritualmente tan distantes, como él mismo dice, los justos y los pecadores, como distan corporalmente el cielo y la tierra. Para poner esto de manifiesto, cuando oramos nos volvemos hacia el oriente, de donde nace el sol. También
incrementan la esperanza y la confianza de los santos para orar tanto
la proximidad de Dios como la dignidad que les ha otorgado quien los
hizo cielos por medio de Cristo, según Is 51,16: Para que extiendas los cielos, y asientes la tierra. Quien los hizo cielos, no les negará los bienes celestiales.
CAPÍTULO 7
Qué podemos esperar de Dios y la razón de la esperanza
Después de haber presentado (c.4ss)
de dónde viene a los hombres la esperanza en Dios, es necesario
considerar qué es lo que debemos esperar de él. Lo primero que debemos
considerar es que la esperanza presupone un deseo. Para que algo llegue a
ser esperado, se requiere primero que sea deseable, pues no se dice que
esperemos las cosas que no deseamos. Esas cosas las tememos o las
despreciamos.
En segundo lugar, es necesario que
consideremos posible de lograr lo que esperamos. En esto la esperanza es
más que el deseo. El hombre puede desear incluso cosas que piensa que
no puede alcanzar, pero no puede tener esperanza de ellas.
En tercer lugar se requiere que lo que
se espera sea arduo. Las cosas insignificantes las despreciamos, en vez
de desearlas. O si las deseamos por tenerlas a la vista, no parece que
las esperemos como futuras, sino que las tenemos presentes.
Además hay que considerar que de entre
las cosas arduas que uno espera conseguir, unas las espera alcanzar por
sí mismo, otras con la ayuda de alguien. La diferencia entre unas y
otras parece estar en que para obtener las cosas que el hombre puede
conseguir por sí mismo, aplica la energía de sus propias fuerzas,
mientras que para conseguir lo que espera alcanzar de otro, hace una
petición. Y si espera adquirirlo de un hombre, la llamamos simple
petición, si espera conseguirlo de Dios, la llamamos oración, que es, en
palabras del Damasceno, la petición a Dios de lo que nos conviene.
La esperanza que tiene uno en sí mismo
no pertenece a la virtud de la esperanza, ni tampoco la esperanza que se
tiene en otro hombre, sino únicamente la esperanza que se tiene en
Dios. Por eso se dice en Jer 17,5: Maldito el hombre que confía en otro hombre y hace de la carne su fuerza. Y un poco más adelante (17,7): Dichoso el hombre que confía en el Señor, y pone en él su confianza. Así
pues, lo que enseñó el Señor con su oración que debemos pedir, aparece
como deseable, como posible y tan arduo que no podemos llegar a ello
sólo con las fuerzas humanas, sino con la ayuda divina.
CAPÍTULO 8
La primera petición nos enseña a
desear que se perfeccione en nosotros el conocimiento inicial de Dios
que ya tenemos, y que esto es posible
Debemos considerar el orden del deseo
que surge de la caridad, para poder establecer el orden de lo que
debemos esperar y debemos pedir a Dios. Corresponde al orden de la
caridad que Dios sea amado sobre todas las cosas y, por eso, la caridad
mueve nuestro deseo en primer lugar hacia las cosas que son de Dios.
Pero como el deseo se refiere a un bien futuro, y a Dios considerado en
sí mismo no le puede ocurrir nada en el futuro, sino que se mantiene
eternamente del mismo modo, nuestro deseo no puede ser llevado hacia las
cosas que son de Dios consideradas en sí mismas, es decir, que Dios
consiga algún bien que no tiene en el presente. Nuestro afecto es
llevado hacia ellas para que las amemos porque existen. También podemos
desear que Dios sea glorificado con el pensamiento y la veneración de
todos, porque él siempre es grande en sí mismo. Pero no debemos
considerar imposible esto. El hombre ha sido hecho para conocer la
grandeza divina, si no pudiera llegar a intuirla parecería que había
sido creado en vano, en contra de lo que se dice en el Salmo (88,48): ¿Acaso creaste los hijos de los hombres en vano? Y
sería un deseo natural baldío que todos quieran por naturaleza conocer
algo de Dios. Por eso no hay nadie privado totalmente del conocimiento
de Dios, como se dice en Job 36,25: Todos los hombres le ven.
Pero esto es tan difícil que supera toda la capacidad humana, como se dice en Job 36,26: He aquí que Dios es grande, supera nuestro conocer. Por
eso sólo es posible para los hombres llegar a conocer la grandeza y la
bondad divinas mediante la gracia de la divina revelación, según se dice
en Mt 11,27: Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo. Por eso Agustín en el comentario a Juan dice: Nadie conoce a Dios, si no se lo muestra el que sabe. Es
cierto que Dios señaló que los hombres han de conocerlo de algún modo
con un conocimiento natural, porque les proporcionó la luz de la razón y
creó criaturas visibles, en las que resplandecen vestigios de su bondad
y de su sabiduría, como se dice en Rom 1,19: Lo que se conoce de Dios, es decir lo que se puede conocer de Dios mediante la razón natural, se les ha manifestado, a los gentiles, pues Dios se les reveló, mediante la luz de la razón y mediante las criaturas que formó. Por eso añade (v.20): Lo invisible e él se aprecia desde este mundo creado, al comprender que son cosas que han sido hechas. Este
conocimiento, no obstante, es imperfecto, porque ni las criaturas
pueden ser perfectamente percibidas por el hombre, ni ofrecen una
representación perfecta de Dios porque el poder de su causa supera
infinitamente los efectos. Por eso se dice en Job ¿Acaso caso comprenderás los vestigios de Dios y alcanzarás al Omnipotente con toda perfección? Y en Job 36,25, después de decir todos los hombres ven a Dios, añade: Todos lo ven de lejos.
Consecuencia de la imperfección de este
conocimiento es que los hombres se apartaron de la verdad y de distintas
maneras erraron en el conocimiento de Dios. Hasta el punto de que en
Rom 1,21.23 se dice que algunos invalidaron sus pensamientos y se oscureció su insensato corazón, y trocaron la gloria del Dios incorruptible en una apariencia de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por
eso, con el fin de apartar a los hombres de este error, Dios dio un
conocimiento más explícito en la ley antigua, que convoca a los hombres es del único Dios, según Dt 6,4: Escucha Israel: el Señor Dios tuyo es uno sólo. Pero
este conocimiento de Dios estaba envuelto en figuras oscuras y reducido
a los límites del pueblo judío únicamente, como se dice en el Salmo
(75,2): Dios es conocido en Judea; su nombre es grande en Israel. En
consecuencia, para que llegara a todo el género humano un conocimiento
verdadero de Dios, el Padre envió la Palabra unigénita de su verdad al
mundo, para que con su ayuda el mundo entero alcanzara el conocimiento
verdadero del nombre de Dios. El Señor mismo comenzó a hacerlo con sus
discípulos, como se dice en Jn 17,6: He manifestado tu nombre a los hombres que me has dado de este mundo. Y
su intención no se limitaba a que solamente ellos tuvieran el
conocimiento de Dios sino que ellos lo divulgaran al mundo entero, por
eso añade (Jn 17,21): Para que el mundo crea que tú me has enviado. Y
esto ciertamente lo hacen sin interrupción los apóstoles y sus
sucesores, mientras llevan a los hombres al conocimiento de Dios, hasta
que por todo el mundo sea tenido el nombre de Dios como santo y
glorioso, como se dice en Mal 1,11: Desde la salida del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes. En consecuencia, pedimos que se lleve a su culminación lo que ya está incoado, cuando decimos santificado sea tu nombre. Y esto, dice Agustín, no lo pedimos porque el nombre de Dios no sea santo, sino para que todos lo consideren santo, es decir, que Dios sea tan conocido que nadie encuentre algo más santo.
Entre los otros indicios que manifiestan
a los hombres la santidad de Dios, el signo más evidente es la santidad
de los hombres que están santificados por la inhabitación divina, pues
como Gregorio de Nisa dice: ¿Quién es tan irracional que, viendo en los creyentes una vida pura, no glorifica al nombre invocado en esa vida?, conforme a lo que dice el Apóstol en 1 Cor 14,24: Si todos profetizan y entra un infiel o un no instruido, será convencido por todos. Y después añade (v.25): Cayendo rostro en tierra, adorará a Dios declarando que Dios está verdaderamente en vosotros. Por eso, señala Crisóstomo, cuando el Señor dice santificado sea tu nombre, también ordena que el orante pida que sea glorificado con nuestra vida, como si dijera: Haz que vivamos de tal modo que todos te glorifiquen por nosotros. Así
pues, Dios es santificado por nosotros en la mente de los otros en la
medida que nosotros somos santificados por él. Cuando decimos santificado sea tu nombre, dice Cipriano que expresamos nuestro deseo de que su nombre sea santificado en nosotros. Porque él mismo dijo «sed santos, porque yo soy santo» (Lev 19,2), pedimos que quienes hemos sido santificados en el bautismo, perseveremos en lo que hemos comenzado a ser. También suplicamos cada día ser santificados, para que quienes todos los días delinquimos, purguemos nuestros pecados con una santificación constante. Por eso se pone esta primera petición, señala Crisóstomo, porque la oración digna de quien suplica a Dios es no preferir nada a la gloria del Padre, sino posponerlo todo a su alabanza.
CAPÍTULO 9
La segunda petición: que nos haga partícipes de la gloria
Después del deseo y de la petición de la
gloria de Dios, se sigue que el hombre desee y suplique ser hecho
partícipe de la gloria divina, y por eso se pone la segunda petición (Mt
6,10): Venga tu reino. En ésta, como en la anterior (c.7 y 8),
es necesario considerar en primer lugar que el reino de Dios sea
deseado de modo conveniente; en segundo lugar, que el hombre pueda
llegar a alcanzarlo; en tercero, que no puede llegar hasta él con sus
propias fuerzas, sino únicamente con el auxilio de la gracia divina; y
así, en cuarto lugar, debemos considerar cómo pedir que venga el reino
de Dios.
En cuanto a lo primero, es necesario
tener en cuenta que todas las cosas desean por naturaleza su propio
bien. Por eso definen el bien correctamente como lo que todas las cosas desean. El
bien propio de cada una de las cosas es lo que la perfecciona. Decimos
que una cosa es buena cuando ha alcanzado su propia perfección, y que
carece de bien en la medida que le falta la perfección que le
corresponde. A esto se debe que todas las cosas deseen su propia
perfección. Por eso también el hombre desea por naturaleza ser perfecto
y, dado que hay muchos grados de perfección humana, con preferencia a
todo entra en su apetito natural lo que mira a su perfección última. La
señal que nos permite identificar este bien, es que el deseo natural del
hombre descansa en él. Y, como el deseo natural del hombre sólo busca
su propio bien y éste consiste en una perfección, se sigue que mientras
le quede algo que desear, aún no ha llegado a su última perfección.
Queda algo que desear en dos casos.
Cuando todo lo que deseamos, lo buscamos por otra cosa, y entonces es
necesario que, una vez conseguido esto, no descanse en ello el deseo,
sino que aún busque la otra cosa. Y cuando no sacia al apetito natural
porque no llega a colmar lo que desea el hombre, igual que un poco de
comida no es suficiente para su sustento natural. Luego el bien que
desea el hombre primera y principalmente ha de ser tal que no sea
buscado en razón de otra cosa y que sea completo para el hombre. Este
bien es llamado comúnmente felicidad, por ser el bien principal del
hombre. Por eso decimos que son felices aquellos que creemos que están
bien. También se llama felicidad porque expresa excelencia. También
puede llamarse paz porque aquieta el apetito y parece que el descanso
del apetito es la paz interior. Por eso se dice en el Salmo (147,3): Puso paz a tus fronteras.
Con esto queda claro que la felicidad o
bienaventuranza del hombre no puede estar en los bienes corporales. En
primer lugar porque no son buscados por sí mismos, sino que por su misma
naturaleza se buscan para otra cosa, pues le sirven al hombre en razón
del cuerpo. El cuerpo del hombre se ordena al alma como al fin, tanto
porque es el instrumento con que mueve el alma, y todo instrumento está
al servicio del arte que lo utiliza, como porque el cuerpo se relaciona
con el alma como la materia con la forma, y la forma es el fin de la
materia como el acto lo es de la potencia. De esto se sigue que la
felicidad última del hombre no consiste ni en las riquezas, ni en los
honores, ni en la salud o la belleza, ni en nada semejante.
En segundo lugar, porque es imposible
que los bienes corporales sacien al hombre. Esto se puede ver de varios
modos. Primero, porque al haber en el hombre dos fuerzas apetitivas, una
intelectiva y otra sensitiva, y en consecuencia dos deseos, el deseo
del apetito intelectivo tiende principalmente a bienes inteligibles,
entre los que no están los bienes corporales. También, porque los bienes
corpóreos, por ser ínfimos en el orden de las cosas, no tienen la
bondad concentrada sino dispersa, es decir, una cosa tiene una parte de
bondad, por ejemplo placer, y otra cosa otra parte, por ejemplo la salud
del cuerpo, etc. Luego en ninguno de ellos puede encontrar saciedad el
apetito humano, que tiende por naturaleza al bien universal. Ni tampoco
en una gran cantidad de ellos por grande que sea, porque carecen de la
infinitud del bien universal. Por eso se dice en Ecl 5,9: El avaro nunca se sacia de dinero.
En tercer lugar, porque, como el hombre
percibe con el entendimiento el bien universal, que no se circunscribe
al tiempo ni al espacio, el apetito humano desea el bien que coincide
con la percepción del entendimiento, un bien que no se circunscribe al
tiempo ni al espacio. Luego el deseo natural del hombre es la
estabilidad perpetua, que no puede darse en las cosas corpóreas porque
están sujetas a la corrupción y a la variación. En consecuencia, el
apetito humano no puede encontrar en los bienes corpóreos todo lo que
busca. Así pues, no puede estar en ellos la felicidad última del hombre.
Y por eso, dado que las fuerzas sensitivas tienen operaciones
corporales, puesto que obran mediante órganos corpóreos y sobre cosas
corpóreas, tampoco consiste la felicidad última del hombre en las
operaciones de la parte sensible, por ejemplo en los deleites carnales.
El entendimiento humano tiene también una operación relacionada con las
cosas corpóreas, puesto que conoce los cuerpos con el entendimiento
especulativo y dispone las cosas corporales con el entendimiento
práctico. Luego tampoco podemos poner en la operación del entendimiento
especulativo ni en la del práctico, relacionadas con las cosas
corpóreas, la última felicidad o última perfección del hombre.
Y tampoco en la operación del
entendimiento humano con la que el alma inteligente reflexiona sobre sí
misma, por dos razones. En primer lugar, porque el alma considerada en
sí misma no es bienaventurada, de lo contrario no necesitaría laborar
por adquirir la bienaventuranza. Luego no alcanza la bienaventuranza
mediante el simple hecho de considerarse a sí misma. En segundo lugar,
porque la felicidad es la perfección última del hombre, como acabamos de
decir. Y ya que la perfección del alma consiste en una operación
propia, se requiere que veamos su perfección última vinculada a su
operación mejor, que se refiere al mejor objeto, puesto que las
operaciones se clasifican por los objetos. El alma no tiene lo mejor a
lo que puede tender con su obrar, pues entiende que hay algo mejor que
ella. Luego es imposible que la bienaventuranza última del hombre
consista en una operación con la que se contempla a sí mismo. Por la
misma razón, tampoco es posible que consista en una operación que mire a
las otras sustancias superiores, puesto que hay algo mejor hacia lo que
puede dirigirse la operación del alma. Pero la operación del hombre
tiende a un bien, porque el hombre desea el bien universal, ya que
mediante el entendimiento lo conoce. Luego en el grado en que esté
presente el bien, así se dirigirá la operación del entendimiento humano,
y en consecuencia la de la voluntad.
El bien en grado sumo se encuentra en
Dios que por su misma esencia es bueno y el principio de toda bondad.
Por consiguiente, la última perfección del hombre y su bien final está
en lo que une a Dios, según dice el Salmo (72,28): Mi bien es acercarme a Dios. Esto
además se ve con claridad si nos fijamos en el modo de participar de
las demás cosas. A cada uno de los hombres singulares se le puede llamar
con verdad hombre, porque participa de la misma esencia de la especie. A
nadie se le llama hombre porque participe de una semejanza de otro
hombre, sino únicamente porque participa de la esencia de la especie, y
uno lleva a otro a participar de la esencia de la especie mediante la
generación, como el padre lleva al hijo. Pero la felicidad o
bienaventuranza no es otra cosa que el bien perfecto. Luego es necesario
que todos los partícipes de la bienaventuranza sean bienaventurados por
la sola participación de la bienaventuranza de Dios, porque él es la
bondad esencial, aunque unos sean ayudados por otros a dirigirse a la
bienaventuranza y a alcanzarla. Por eso, también Agustín dice en el
libro La verdadera religión que nosotros no somos bienaventurados viendo a los ángeles, sino viendo la verdad con la que los amamos, y nos alegramos con ellos.
El alma humana puede ser llevada hasta
Dios de dos modos: directamente o por medio de otra cosa. Directamente,
cuando lo ve en él mismo y lo ama por él mismo. Por medio de otra cosa,
cuando desde sus criaturas se eleva el alma hasta Dios como se dice en
Rom 1,20: Se ve lo invisible de Dios, entendiendo las cosas que ha hecho.
Pero no puede consistir la
bienaventuranza perfecta en dirigirse hasta Dios mediante otra cosa.
Primero, porque la bienaventuranza verdadera y perfecta no puede
consistir en algo que no tiene razón de fin, sino de movimiento hacía el
fin, puesto que la bienaventuranza significa el fin de todos los actos
humanos. Pero el conocer y el amar a Dios mediante otra cosa se lleva a
cabo con un movimiento del alma humana, pues pasa de una cosa a otra.
Luego no está en esto la bienaventuranza verdadera y perfecta.
En segundo lugar, porque la
bienaventuranza perfecta requiere una perfecta unión con Dios, si la
bienaventuranza del alma humana consiste en que ésta se una a Dios. No
es posible que el alma se una perfectamente a Dios mediante una
criatura, ni con el conocimiento ni con el amor, pues toda forma creada
es infinitamente incapaz de representar la esencia divina. Luego, así
como no es posible que mediante una forma de orden inferior sea conocida
una cosa de orden superior en el ámbito de las criaturas, por ejemplo
mediante un cuerpo conocer una sustancia espiritual o mediante un cuerpo
elemental conocer un cuerpo celeste, es mucho menos posible conocer la
esencia de Dios mediante una forma creada. Pero igual que percibimos
negativamente la naturaleza de los cuerpos superiores mediante la
consideración de los cuerpos inferiores, por ejemplo que no son graves
ni leves, y mediante la consideración de los cuerpos alcanzamos
conocimiento negativo de los ángeles, como que son inmateriales e
incorpóreos, tampoco mediante las criaturas conocemos qué es Dios, sino
más bien qué no es.
La bondad de cada una de las criaturas
es mínima en comparación con la bondad divina, que es bondad infinita.
Por eso, en las cosas, las bondades que provienen de Dios y que son
beneficios de Dios, no elevan el alma hasta el amor perfecto de Dios.
Luego no es posible que la bienaventuranza verdadera y perfecta consista
en que el alma se una a Dios mediante otra cosa.
En tercer lugar, porque las cosas que
son menos conocidas las conocemos mediante las que nos son más
conocidas, según el orden correcto, y del mismo modo, amamos las cosas
que son menos buenas mediante las que son mejores. Y como Dios es la
verdad primera y la bondad suma, de suyo puede ser conocido y amado en
grado sumo. Luego el orden natural requiere que todas las cosas sean
conocidas y amadas por él. Si el alma de un hombre necesita ser
conducida hasta el conocimiento y el amor de Dios por las criaturas,
esto se debe a su imperfección. Luego este hombre aún no ha conseguido
la bienaventuranza perfecta, que excluye toda imperfección. En
consecuencia, la bienaventuranza perfecta consiste en que el alma se una
por sí misma a Dios conociendo y amando. Y como es propio del rey
disponer y gobernar a los súbditos, decimos que reina en el hombre lo
que dispone las demás cosas, por eso advierte el Apóstol en Rom 6,12: Que no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal. Como
para la bienaventuranza perfecta se requiere amar y conocer
directamente a Dios, para que por medio de él el alma sea dirigida a las
otras cosas, Dios reina verdadera y perfectamente en los
bienaventurados. Por eso dice Is 49,10: El que tiene misericordia de ellos los regirá y llevará a beber en fuentes de agua; porque él los saciará con toda clase de bienes más valiosos.
Hay que considerar también que no es
posible que el entendimiento vea a Dios por su esencia mediante una
especie o forma creada que represente la esencia divina, aunque el
entendimiento entiende mediante especies o formas todo lo que conoce,
igual que el sentido externo de la vista ve la piedra mediante la forma
de piedra. Vemos que mediante la especie de las cosas de orden inferior
no pueden ser representadas las cosas de orden superior en cuanto a su
esencia. Por eso, mediante una especie corpórea no puede ser entendida
una sustancia espiritual en cuanto a su esencia. Luego, como Dios
sobrepasa el orden entero de las criaturas mucho más que una sustancia
espiritual supera el orden de las cosas corpóreas, es imposible que Dios
sea visto según su esencia mediante una especie corpórea.
Esto se advierte con claridad si
consideramos qué es ver una cosa por su esencia. No ve la esencia de un
hombre quien no comprende algo de lo que le pertenece esencialmente, así
no conoce la esencia de hombre quien únicamente conoce el animal sin la
diferencia racional. Todo lo que decimos de Dios le corresponde por
esencia. No es posible que una especie creada represente a Dios en
cuanto a todo lo que de él se dice. En el entendimiento creado hay
especies distintas para comprender la vida, la sabiduría, la justicia y
todas las demás cosas que son la esencia de Dios. Luego es imposible que
un entendimiento creado sea informado por una especie única que
represente la esencia divina de modo que Dios pueda ser visto por su
esencia en ella. Si es informado por muchas, faltaría la unidad que es
lo mismo que la esencia de Dios. No es, por tanto, posible que un
entendimiento creado sea elevado hasta ver a Dios en sí mismo por su
esencia mediante una especie creada, ni mediante muchas. Luego resulta
que para que un entendimiento creado vea a Dios por su esencia es
necesario que vea la esencia divina en sí misma y no mediante una
especie, y esto mediante la unión del entendimiento creado a Dios. Por
eso Dionisio dice, en el capítulo 1 de Los nombres divinos, que cuando alcancemos el fin bienaventurado con la aparición de Dios, seremos inundados por un conocimiento superintelectual de Dios. Es
peculiar de la esencia divina que el entendimiento pueda unirse a ella
sin que medie una semejanza, porque la esencia divina es su propio ser,
pero esto no ocurre con ninguna otra forma. Por eso, sí una forma que
existe por sí no puede informar al entendimiento, por ejemplo, si la
esencia de un ángel debiera ser conocida por el entendimiento de otro,
es necesario que esto se lleve a cabo mediante una semejanza de ella,
que informe el entendimiento, pero esto no es necesario en la esencia
divina porque es su mismo ser. Así pues, el alma bienaventurada se hace
una misma cosa con Dios al entender. Pero es necesario que quien
entiende y lo entendido sean la misma cosa de algún modo. Luego, como
Dios reina en sus santos, éstos reinarán junto con él. Y así, hablando
de ellos, se dice en Ap 5,10: Nos hiciste para nuestro Dios un reino y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra.
Este reino con el que reina Dios en los santos y los santos con Dios, también se llama reino de los cielos, pues dice Mt 4,17: Haced penitencia, porque se acerca el reino de los cielos,
empleando ese modo de hablar con el que se dice que Dios está en los
cielos, no porque esté contenido en ellos corporalmente, sino para
designar que Dios está sobre todas las criaturas como están los cielos
sobre los demás cuerpos, según el Salmo (112,4): El Señor está elevado sobre todos los pueblos, su gloria sobre los cielos. Así
pues, la bienaventuranza de los santos se llama también reino de los
cielos, no porque su recompensa esté en los cielos corpóreos, sino
porque está en la contemplación de las criaturas supercelestes, por eso
también se dice de los ángeles en Mt 18,10: Sus ángeles en los cielos ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos. De ahí que Agustín, explicando lo que se dice en Mt 5,12: vuestra recompensa es abundante en el cielo, en el libro El sermón del Señor en el monte dice: No pienso que aquí se llame cielos a las partes superiores de este mundo visible,
pues no hay que poner nuestra recompensa en cosas volubles. Sino que
pienso que se llamó cielos a los firmamentos espirituales en los que
habita la justicia sempiterna.
También este bien final que consiste en
Dios recibe el nombre de vida eterna, hablando en el sentido con el que
llamamos vida a la acción del alma que da vida. Por eso se distinguen
tantos modos de vida cuantos son los géneros de acciones del alma, entre
las cuales ocupa el nivel superior la operación del entendimiento y,
según el Filósofo, la acción del entendimiento es vida. Y como
los actos reciben el nombre y la especie del objeto, la visión de la
eternidad divina se llama vida eterna, según lo que se dice en Jn 17,3: Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, Dios verdadero, etc.
Este bien final se llama también comprensión, según se dice en Flp 3,12: Sigo por si llego a comprender de algún modo. Esto no se dice en el sentido en el que comprensión significa inclusión,
pues lo que está incluido en una cosa está también totalmente contenido
en ella. No es posible que un entendimiento creado vea totalmente la
esencia de Dios, de modo que vea a Dios tan bien como él es visible,
pues Dios es visible por la claridad de su verdad, que es infinita. Por
eso es infinitamente visible, y no puede adecuarse a un entendimiento
creado, cuyo poder para entender es finito. Luego solamente Dios que se
entiende a sí mismo infinitamente con el poder infinito de su
entendimiento, se comprende a sí mismo entendiéndose totalmente. A los
santos se les promete la comprensión que significa acto de tener. Cuando
uno persigue a otro, decimos que lo ha aprehendido cuando puede
sujetarlo con la mano. Así pues, mientras permanecemos en el cuerpo, como se dice en 2 Cor 5,6-7, peregrinamos lejos de Dios, porque caminamos en fe y no en visión. Así
tendemos a él como a algo distante. Cuando lo veamos por esencia, en
cambio, le tendremos presencialmente en nosotros mismos. Así, en el Cant
3,4, la esposa que busca al que ama su alma, cuando al fin lo encuentra
dice: Lo alcancé y no lo perderé.
El bien final tiene un gozo perpetuo y pleno, por eso también dice el Señor en Jn 16,4: Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea pleno. No
se puede recibir un gozo pleno de una criatura, sino únicamente de
Dios, en quien está toda la plenitud de la bondad. Por eso también el
Señor dice del siervo fiel (Mt 25,31): Entra en el gozo de tu Señor, para que goces de tu Señor según lo que se dice en Job 22,26: Entonces abundarás de delicias con el Omnipotente. Y
como Dios goza de sí mismo principalmente, decimos también que el
siervo fiel entra en el gozo de su Señor, porque entra en el gozo con el
que su Señor goza. De acuerdo con esto también en otra ocasión el Señor
aseguró a los discípulos, en Lc 22,29-30: Yo dispongo el reino para vosotros como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis á mi mesa en mi reino. No porque los santos tomen alimentos corporales en el bien final, pues ya han sido hechos incorruptibles, sino que ahí mesa significa la satisfacción del gozo que Dios recibe de sí mismo, y los santos de Dios.
Hay que ver la plenitud del gozo no sólo
según la cosa que lo produce, sino también según la disposición de
quien goza, esto es, según tenga presente la realidad de la que goza, y
que todo el afecto sea transportado por el amor hasta la fuente del
gozo. Ya hemos indicado líneas más arriba que por la visión de la
esencia divina la mente creada tiene presencialmente a Dios La visión de
Dios misma también empuja totalmente el afecto hasta el amor de Dios.
Si todo ente es digno de ser amado por cuanto que es bello y bueno,
según Dionisio en el c. 4 de Los nombres divinos, es imposible
ver a Dios sin amarlo, pues es la esencia misma de la belleza y de la
bondad. De la visión perfecta de Dios se sigue un amor perfecto, por eso
Gregorio, comentando a Ezequiel, dice: La llama de amor que aquí comienza a arder, cuando ve en persona a quien ama, se enciende más por el amor de él. Tanto
mayor es el gozo por la presencia de alguien cuanto más se le ama. Por
ello se sigue que el gozo será pleno no sólo por parte de la cosa que se
goza, sino también por parte de quien goza, y esto completa el gozo de
la bienaventuranza humana. También, por eso, dice Agustín en el libro 10
de las Confesiones que la bienaventuranza es el gozo producido por la verdad.
Hay que considerar además que Dios,
porque es la esencia misma de la bondad, es lógicamente el bien de todo
bien, por eso viéndole a él se ve todo el bien, según dijo el Señor a
Moisés, en Éx 33,19: Yo te mostraré todo el bien. Por consiguiente sí se le tiene a él, se tiene todo el bien, como dice Sab 7,11: Juntamente con ella me llegaron todos los bienes. Así
pues, en el bien final, viendo a Dios tendremos la suficiencia completa
de todos los bienes. Por eso al siervo fiel le promete el Señor, en Mt
24,47, que le pondrá al frente de todos sus bienes.
Pero dado que el mal se opone al bien,
es necesario que ante la presencia de todo el bien desaparezca
completamente el mal. No hay unión entre la justicia y la iniquidad ni asociación de la luz con las tinieblas,
como se dice en 2 Cor 6,14. Así pues, en el bien final no sólo habrá
suficiencia perfecta para quienes tengan todo el bien, sino que también
habrá un descanso pleno y una seguridad completa por la inmunidad frente
al mal, como se dice en Prov 1,33: Quien me escuche descansará sin temor y gozará de prosperidad, sin amenazas de mal.
Como resultado de esto, habrá allí una
paz total. Las únicas cosas que perturban la paz del hombre son la
inquietud de los deseos interiores, pues desea lo que aún no tiene, y la
molestia de los males que se padecen o se temen padecer. Allí cesará
toda inquietud del deseo por la plenitud de todo el bien, y cesará
también toda molestia exterior por la ausencia de todo el mal. Por lo
tanto sólo queda que haya allí la tranquilidad perfecta de la paz. Por
eso se dice en Is 32,28: Reposará mi pueblo en la hermosura de la paz. Esto designa la perfección de la paz. Y para indicar la causa de esta paz añade inmediatamente en las tiendas de la confianza, es decir sin temor al mal, y en un reposo espléndido, que se refiere a la acumulación de todos los bienes.
La perfección de este bien final durará
por siempre. No podrá cesar porque no pueden malograrse estos bienes de
los que disfruta el hombre, porque son eternos e incorruptibles. Por eso
se dice en Is 33,20: Tus ojos verán a Jerusalén, una ciudad opulenta, una tienda que jamás se podrá desinstalar, y poco después (v.21) se señala la causa: porque únicamente mandará allí el Señor nuestro Dios. Toda
la perfección de este estado consiste en la fruición de la eternidad
divina. Tampoco podrá destruirse este estado por la corrupción de sus
habitantes, porque son incorruptibles por naturaleza como los ángeles, o
hechos incorruptibles como los hombres, pues es necesario que esto corruptible se revista de incorrupción, como se dice en 1 Cor 5,53. Por eso en Ap 3,12 también se dice: Al que venza le haré columna en el templo de mí Dios y no saldrá jamás afuera. Y
tampoco podrá deteriorarse ese estado porque la voluntad del hombre se
aparte por hastío, porque cuanto más se ve a Dios, que es la esencia de
la bondad, más se le ama necesariamente. Por eso cada vez se deseará más
su fruición, como se dice en Eclo 24,29: Quienes me coman, aún tendrán más hambre, y quienes me beban quedarán todavía con más sed. Y por esto mismo también se dice de los ángeles que ven a Dios, en 1 Pe 1,12: A quien desean contemplar los ángeles.
Tampoco podrá destruirse ese estado por
la hostilidad de algún enemigo, porque desaparecerá de allí cualquier
molestia del mal, como se dice en Is 35,9: No habrá allí león, es decir diablo hostigador, y las malas bestias, por los hombres malos, no subirán hasta ella ni se las encontrará allí. Por eso también dice el Señor en Jn 10,28 de sus ovejas que no perecerán para siempre y que nadie las arrancará de su mano. Y
ni siquiera podrá terminar ese estado porque Dios expulse de allí a
alguien. Nadie puede ser excluido por alguna culpa, porque no puede
darse allí donde no está presente ningún mal. Así se dice en Is 60,21: Tu pueblo, todos justos. Tampoco
podrá menguar este estado por promocionar a alguien a un bien mejor,
como ocurre en este mundo donde Dios a veces retira a los justos los
consuelos espirituales y otros de sus beneficios para que los busquen
con más avidez y sientan su falta, porque aquel estado no es de
corrección ni de mejora sino de perfección final. Por eso el Señor dice
en Jn 6,37: A quien venga a mí no lo echaré afuera.
Aquel estado, por tanto, tendrá la perpetuidad de todos estos bienes mencionados, como dice el Sal (5,12): Exultarán perpetuamente y habitarás en medio de ellos. Este
reino es la bienaventuranza perfecta, pues tiene la abundancia
inmutable de todo el bien. Y porque la bienaventuranza la desean todos
por naturaleza, es lógico que todos deseen rectamente el reino de Dios.
CAPÍTULO 10
Es posible alcanzar el reino
Es necesario señalar además que el hombre puede llegar a este reino, de lo contrario sería esperado y pedido en vano.
Vemos en primer lugar que esto es posible por la promesa divina. Dice el Señor en Le 12,32: No temas, pequeño rebaño, porque mi Padre tuvo a bien daros el reino. Y el beneplácito divino es eficaz para cumplir todo lo que dispone, como se dice en Is 46,10: Mi decisión permanecerá y toda voluntad mía se realizará. ¿Quién podrá resistirse a su voluntad?, se dice en Rom 9,19.
En segundo lugar se pone de manifiesto que esto es posible con un ejemplo evidente. Fue mucho más difícil…