Peregrinos del Absoluto - Templarios de Dios

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lunes, 22 de junio de 2009

Actualidad Escatológica

¡Velas encendidas... Mejor almas virgenes prudentes que necias!
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Entrevista al P. Alfredo Sáenz, S.J., catedrático de Teología Dogmática en la Universidad de El Salvador, en Buenos Aires, y director de la revista americana de pensamiento católico Gladius.

Su último libro "El fin de los tiempos y seis autores modernos".
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–El hombre de finales del siglo XX es un individuo desligado de todo valor trascendental, no ya sólo de orden moral, sino incluso intelectual, ¿a qué cree usted que es debido esto?
–Desde luego nos hallamos ante una corriente globalizadora que hace que los mismos problemas que se suscitan a nivel local –por ejemplo, en España o Francia–, se generalicen al resto del mundo. Esto ha creado la figura de un hombre nuevo, o mejor muy viejo, decrépito, diría yo, alejado de lo que debería ser un hombre tradicional, es decir, fruto de la comunicación de tradiciones de varias generaciones. El hombre actual es la consecuencia lógica de la corrupción del mundo moderno, manifestada desde finales de la Edad Media, y el resultado de las revoluciones francesa y soviética, que han dado lugar al llamado "nuevo orden mundial". Nuevo orden que supone un tipo de hombre que manifiesta una serie de características muy determinadas; es el "hombre moderno", fruto de la "civilización moderna", construida sobre los escombros de la civilización cristiana.

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–Y, ¿cómo piensa utilizar ese "nuevo orden mundial" a este decrépito "hombre moderno"? ¿Para qué lo ha creado?
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–En realidad no es que el "nuevo orden mundial" haya creado este tipo de hombre, sino que se trata más bien de una influencia cíclica, en el sentido de que, ya antes del nuevo orden existía ese "hombre moderno". Aquél se encuentra a éste, lo asume y lo confirma, sirviéndose entonces de él para conseguir sus fines.
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–El católico de hoy día, frente a este tipo de hombre, ¿qué armas debe utilizar?
–Primero debe hacerse un claro diagnóstico de cómo es el hombre de hoy, el cual no coincidirá, desde luego, con el concepto que el hombre moderno tiene de sí mismo. Éste se considera maduro, adulto, mira con desprecio a las anteriores generaciones, considera a la Edad Media como una época oscura, con lo cual, todos los valores trascendentales caen. Se considera como una aurora, no como un crepúsculo. Esta visión de si mismo dificulta sobremanera la labor del cristiano. Como decía San Agustín, lo más grave que le puede pasar a un enfermo es no reconocerse como tal, con lo cual no buscará los remedios para su enfermedad.
Si el católico sabe cómo es el hombre moderno, podrá buscar la manera de acercarse a él de forma salvífica y con eficacia pastoral. Así, si el hombre moderno se caracteriza por su falta de interioridad, el católico debe reformar su propia vida interior para poder acercarlo a los valores sobrenaturales. Si el hombre está masificado, se debe tratar de separarlo de la masa, reforzar su personalidad para inculcarle la disposición a ser héroe. Si es imanentista, habrá que hablarle de valores trascendentes. Es decir, hay que poner en práctica el agere contra que preconizaba san Ignacio, no directamente, porque eso supondría un rechazo frontal, pero sí poco a poco y sin descanso. Igual que el médico que ha de ordenar un tratamiento largo y continuado, así el católico debe de inocular la medicina en el alma de ese hombre decrépito.

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–Nos encontramos ya en el tercer milenio. El Santo Padre parece tener puestas muchas esperanzas en este período de la historia. Ha dedicado especialmente una encíclica al acontecimiento, ha impartido la bendición urbi et orbe de forma extraordinaria en el año nuevo, viajará a Tierra Santa, a pesar de las muchas dificultades y amenazas que ha recibido. ¿Por qué cree usted que el Sumo Pontífice espera tanto de este nuevo milenio?.
–Francamente, no sabría decirlo, a no ser que él tenga un mayor conocimiento de los hechos. Se dice que es posible que tenga algún tipo de conocimiento particular, no digo yo de revelaciones, pero sí de algo parecido, que le permite hablar así. Desde luego, humanamente no se puede pensar en que la situación actual vaya a cambiar de repente, a no ser que hubiere un gran milagro de Dios. Problamente el Papa tenga alguna iluminación especial que a mí se me escapa.
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–Uno de los apostolados en los que parece que la Iglesia se está volcando ultimamente es el ecuménico, el acercamiento de los hermanos separados. Sin duda es una aspiración de la Iglesia de todos los tiempos, pero hoy está en boca de todos. A este respecto, ¿qué opinión puede darnos sobre el acuerdo al que se ha llegado con los protestantes en materia de justificación por la fe?
–Es solamente un primer paso, bastante lateral, que ha sido exagerado en demasía como si ya se hubiese llegado a un arreglo en las diferencias entre la Iglesia católica y la protestante. Se trata simplemente de un retoque de palabras que, en ningún caso, puede cambiar la doctrina de la Iglesia. Incluso puedo decir que, de la parte protestante, he leído que tampoco ellos entienden que el acuerdo haya significado un cambio sustancial en la doctrina de Lutero. Lo cierto es que el Concilio de Trento dejó bien clara la parte dogmática en este asunto, y eso es intocable. Con todo, si con ello se produce un cierto acercamiento, bienvenido sea.
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–En cuestiones dogmáticas sí que estamos cercanos a la Iglesia ortodoxa, sin embargo parece aún más lejana la unión. ¿Qué perspectivas cree usted que existen a este respecto?

–La unión hoy se me antoja sumamente lejana, por lo que yo conozco. Hace poco he tenido la oportunidad de estar en Moscú, en el Patriarcado ortodoxo, manteniendo contactos y conversaciones con sacerdotes ordenados en el seminario ortodoxo y noté una gran inquina contra la Iglesia católica. Mientras nosotros éramos muy benevolentes con ellos, en el sentido de mostrar nuestra admiración por su arte, su música, su cultura, en suma, nos encontramos como respuesta con una serie de duras críticas contra la Iglesia católica. Sobre todo consideran a Rusia como una especie de coto privado, dando a entender que ellos ya están allá y que los católicos no tenemos nada que hacer en su terreno. Desde luego les ha dolido sobremanera el que el Santo Padre haya nombrado nuevos obispos, algunos de ellos polacos, lo que ha agravado la situación por cuanto que Polonia es el enemigo histórico del pueblo ruso. No sirve el alegar que muchos de los rusos ya no son ni ortodoxos ni católicos, ya que el régimen comunista creó muchos ateos. Lo triste es que uno se siente muy cercano a la ortodoxia, que cuenta con una liturgía dignísima, una devoción a la Virgen envidiable, y con la que coincidimos en la mayoría de dogmas.
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