Peregrinos del Absoluto - Templarios de Dios

jueves, 20 de agosto de 2009

El Reino de los Mil Años


“Alégrese el cielo,

goce la tierra retumbe el mar y cuanto lo llena;

vitoreen los campos y cuanto hay en ellos,

aclamen los árboles del bosque delante del Señor,

que ya llega,

ya llega a regir la tierra;

regirá el orbe con justicia y los pueblos con fidelidad.”

“¡Oh Dios, que te alaben todos los pueblos,

que todos los pueblos te alaben!”

La Sagrada Escritura anuncia una época admirable de paz universal y de santidad que ha de tener lugar después del Juicio de las Naciones, cuando se convierta el pueblo judío y sean exterminados todos los enemigos de Cristo, así como el Anticristo y su falso profeta, fruto o como consecuencia de la manifestación de la Parusía de Cristo, que inaugurará en el mundo su reino en la tierra. Este inicio del reino de Cristo en la tierra a plenitud, coincidirá con lo que el libro del Apocalipsis denomina como el reino de los mil años y que arranca con la victoria de Cristo sobre el Anticristo. Dice el Apocalipsis:
“Y vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba era llamado Fiel, el Verdadero, el que con justicia juzga y hace la guerra. Sus ojos, como llamas de fuego; sobre su cabeza lleva muchas diademas, y tiene un nombre escrito que nadie conoce sino Él. Iba envuelto en un manto salpicado de sangre y es llamado por nombre el Verbo de Dios. Y las huestes del cielo le seguían montadas en caballos blancos y vestido de finísimo lino blanco y nítido. De la boca de Él sale una espada filosa con que herir a las naciones; él las regirá con vara de hierro, y él pisa el lagar del vino del furor de la ira de Dios Omnipotente; y sobre su muslo lleva escrito un nombre: Rey de reyes y Señor de señores...” (19, 11).
Esta cita la vemos realizarse en forma análoga en la lucha del bien y del mal de Cristo contra el dragón; pero específicamente se refiere al triunfo de Cristo y los santos contra el Anticristo y los suyos. Y esto se ve claro en el siguiente texto paralelo: “Y vi a la bestia (el Anticristo) y a los reyes de la tierra reunidos para dar la batalla al que iba montado en el caballo blanco y a sus huestes. Y fue agarrada la bestia y con ella el falso profeta que en su presencia había obrado los prodigios con que había embaucado a los que recibieron la marca de la bestia y habían adorado su imagen. Y ambos fueron arrojados vivos al estanque de fuego y azufre.” (19, 19-20).
Aquí vemos con suma claridad cómo la Parusía se convierte en un triunfo resonante. Un triunfo que se va a extender por mil años, que literalmente pueden ser diez siglos o simplemente un tiempo indeterminado pero suficientemente largo para que sucedan en él muchísimas cosas. El Apocalipsis nos habla de manera formal y explícita de ese reinado de paz y del reinado de Cristo con los Suyos sobre la tierra.
Ahora bien, es claro que la Era Mesiánica se inauguró con la Encarnación del Verbo y su nacimiento en Belén, pero la culminación de esta era la tendremos hasta el día de la victoria del Cordero sobre la Bestia, y precisamente en esos mil años de paz evangelizadora que seguirán como secuela de esa victoria, en cuyo tiempo tendrán su debido cumplimiento las promesas del Padre Celestial a su divino Hijo y a los hombres, donde Satanás estará atado sin poder dañar a las naciones.
Dice el Apocalipsis: “Y vi un ángel que descendía del cielo y tenía en su mano la llave del abismo y una gran cadena. Y se apoderó del dragón, la serpiente antigua, que es el Diablo y Satanás, y lo encadenó por mil años, y lo arrojó al abismo que cerró y sobre el cual puso sello para que no sedujese más a las naciones hasta que se hubiesen cumplido los mil años, después de lo cual ha de ser soltado por un poco de tiempo... y vi a las almas de los que habían sido degollados a causa del testimonio de Jesús y a causa de la Palabra de Dios, y los que no habían adorado a la bestia ni a su estatua, ni habían aceptado la marca en su frente ni en sus manos y vivieron y reinaron con Cristo mil años...” (20, 1-4).


Milenarismo Carnal
Este reino de los mil años ha tenido diversas interpretaciones; algunos entendieron este reinado milenario en una forma carnal y crasa y no solamente literal. De este tipo de milenio carnal también llamado Quiliasmo y que tuvo a la cabeza al hereje Cerinto, la Iglesia lo ha condenado y pretendió imaginar a los hombres justos, después de su resurrección, en una vida de mucho júbilo, con banquetes y grandes fiestas, en medio de una gran prosperidad material. Es decir pues, un reino carnal y grosero. Y como digo, este milenarismo fue debidamente condenado por la Iglesia.


Milenarismo Mitigado
También existe otra interpretación del milenio que podríamos decir "mitigado", donde la Iglesia sostiene que no puede enseñarse con seguridad que Cristo venga personal y visiblemente a reinar a la tierra. A este milenarismo mitigado, la Iglesia manifiesta mucha desconfianza.
De hecho el tema del milenarismo hoy en día es visto con mucha reserva, o más bien se considera (equivocadamente) como una doctrina herética basada en fábulas judaicas que prácticamente ha sido condenada por la Iglesia; pero esto es un embuste, ya que se está confundiendo el milenarismo craso que fue condenado por la Iglesia en su momento, con el milenarismo PURO y totalmente espiritual (que nunca ha sido condenado) y que consiste en interpretar el capítulo XX del Apocalipsis de forma literal pero realista y no alegórico ni fantasioso, es decir, un reino de Cristo mediante una presencia espiritual de Poder y Gracia, y esta interpretación es la que sostienen la gran mayoría de los Padres de la Iglesia de los primeros cinco siglos.
[1]


Así pues, la Iglesia Patrística apoyó siempre un milenarismo espiritual y las condenaciones que se han hecho al milenarismo se refieren al craso o carnal de Cerinto, incluso las que en su tiempo hicieron San Jerónimo y San Agustín iban dirigidas al milenarismo carnal de los quiliastas.
El milenarismo espiritual que estamos precisados a admitir y propagamos es el mismo que canta la Iglesia en el prefacio de Cristo Rey, “un reino de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz”. Este milenarismo es el mismo que recibimos de la palabra de Jesucristo: “venga a nosotros tu reino”. Esta es pues la fe de la Iglesia y está formalmente contenida en la Revelación.
Entonces, y para mayor claridad, el milenarismo espiritual, ni ha sido condenado hasta ahora ni creo que sea jamás condenado, por la simple razón de que la Iglesia no va a condenar a toda una Tradición Patrística y teológica muy respetable, ni va serruchar la rama donde está sentada, es decir, la Tradición Apostólica.
El tema del reino de los mil años es el más controvertido, discutido y difícil del Apocalipsis, pero es hacia el cual todo confluye. La otra alternativa que da el capítulo XX es interpretarlo alegóricamente y aplicar el reino milenario al tiempo de la Iglesia actual, es decir, desde la ascensión de Cristo hasta el Anticristo, pero esto trae un efecto desastroso y del todo distorsionado. Esto equivaldría a admitir que este reino extraordinario de paz y santidad donde supuestamente el demonio está atado y Cristo reinando, ha sido todo el tiempo nuestro con bombas, herejías de toda clase, guerras, persecuciones, materialismo, racionalismo, etc., y esto a nuestro parecer no se puede admitir.


En la época del milenio que está por venir, el bien se impone sobre el mal, pero el mal no está aniquilado, sino más bien comprimido. Lactancio, padre de la Iglesia del siglo IV, hablando de la derrota del Anticristo y del milenio dice: “Extinguido así el contagio y comprimida la impiedad, descansará el universo, que por tantos siglos soportó servidumbre a manos del error y del crimen” (Instituciones VII, 19).
Así pues, la impiedad no estará totalmente aniquilada, pues eso sería entonces el cielo, y el reino milenario es como un preámbulo hacia el cielo pero no es el cielo.
Así entonces nuestra opinión es que estos mil años no creo que sean, como algunos intérpretes dicen, los que abarcan la duración de la Iglesia, ni tampoco creo sea la eternidad, como otros dicen, porque esta no tiene límite. Los mil años comienzan a partir de la Parusía de Cristo y terminarán con la última embestida del demonio, que será desatado al final para su derrota definitiva, viniéndose después la resurrección de la carne y el juicio final.
En resumen de todo lo dicho, el reino de los mil años se inaugurará con la segunda venida de Cristo. Esto mil años serán un nuevo tiempo histórico de inigualada bienaventuranza sobrenatural y natural, y en la que el plan de Dios, que el primer Adán hizo fracasar con su culpa, se rehabilitará y se cumplirá por obra y gracia del segundo Adán, Jesucristo nuestro Señor, en el reino que establece con su manifestación gloriosa o Parusía, y en la que María Santísima tendrá un papel trascendental que cumplir como precursora de Cristo en su segunda venida a la tierra.
Este nuevo tiempo, o también podríamos denominarle nuevo “Eón” (una palabra de origen griego que significa un período de tiempo prolongado e indeterminado), se cumplirán un sinnúmero de condiciones como son las profecías de un solo rebaño y un solo pastor; de un cielo nuevo y una tierra nueva; y se cumplirán también otras profecías que están establecidas en la Sagrada Escritura.


Cumplimiento de Profecías en el Orden Temporal
En el reino de los mil años se cumplirán promesas de paz y bienestar temporal y que son consecuencia de la efusión sobrenatural que significará el reino de Cristo. Estas profecías están contenidas principalmente en el Antiguo Testamento.
Desarme universal: época de paz
Isaías II, 4-5
Miqueas 4, 3-4
“El Señor juzgará a las gentes Y dictará sus leyes a numerosos pueblos, y de sus espadas harán rejas de arado y de sus lanzas, hoces. No alzarán las espadas gente contra gente, ni se ejercitarán para la guerra…”
Del salmista también nos dice:
“Venid y ved las obras del Señor, los prodigios que ha dejado sobre la tierra. Él es quien hace cesar la guerra hasta los confines de la misma. Él rompe el arco, troncha la lanza y hace arder los escudos en el fuego.” (435, 9-10).
Los profetas anuncian una época en que nunca volverá a haber guerras. ¿Y quién no ve que aún están por cumplirse tales profecías?. Algunos suponen que estas son imágenes de la paz que ya hubo en tiempos del Emperador Augusto, pero esto no se puede admitir, toda vez que la lectura obvia del texto sagrado habla de una paz social y perfecta. Y este vaticinio no se ha cumplido, ya que la historia es testigo de que siempre ha habido guerras y cada vez más feroces y sin indicios de que los pueblos puedan entenderse de manera definitiva.
Además, esta paz relatada en la Biblia tendrá lugar al fin de los tiempos, cuando el Señor sea adorado y conocido como “Dios de toda la creación”, “cuando el conocimiento de Yavéh inunde el orbe”, “mientras no sea derrotado sobre todos un espíritu de lo alto y el desierto se torne en vergel. Entonces la paz será obra de la justicia o santidad, y el fruto de la santidad el reposo, y la seguridad para siempre” (Is 32, 15).
Por eso hoy resulta estéril lo que los políticos y jefes de gobiernos y estados pretenden llevar adelante con la realización de una posible paz. Que quede claro, ninguna paz durarera y perfecta vendrá a la tierra sino es por intervención de Dios a través de su Madre Santísima, la Virgen María. Así está escrito, y así se cumplirá.
Así que vendrá el tiempo anunciado por los profetas, cuando la tierra esté llena del conocimiento del amor de Dios y cada uno sepa cumplir su deber sin necesidad de la fuerza pública o coacción alguna. Sólo entonces se establecerá el imperio de Cristo sobre la tierra con una paz que no tendrá fin. Y también entonces, como dice el profeta Zacarías, “Y promulgará a las gentes la paz y será de mar a mar su señorío y desde el río hasta los confines de la tierra” (9, 10). El reino del Mesías será universal y pacífico.


Promesas de bienestar temporal.
Amós 9, 13:
“He aquí que vienen días, dice el Señor, en que aal arador le seguirá el segador, y al que pisa las uvas, el que esparce las semillas; los montes destilarán mosto, y todas las colinas abundarán de fruto.”
Ezequiel 34, 26
“Enviaré a su tiempo las lluvias, y lluvias de bendición. Los árboles del campo darán fruto y la tierra dará sus productos y vivirán en paz en su tierra” (Is 30, 22).
“Y el pan que la tierra producirá será suculento y nutritivo… Entonces, en todo monte alto y en todo collado sublime habrá arroyos y corrientes de aguas…”
En la época en que se cumpla lo anteriormente descrito, se verificará a sí mismo lo que dice el profeta: “Construirán casas y las habitarán, plantarán viñas y comerán sus frutos. No edificarán para que habite otro, no plantarán para que recoja otro… No trabajarán en vano” (Is 65, 21-22).
Esto nos señala una época en la que desaparecerá la explotación del hombre por el hombre, porque cada uno será dueño de su trabajo y contribuirá para el bien de todos.
Longevidad de los habitantes de la tierra
En la época ya descrita, para cuando la tierra esté llena del conocimiento de Dios, en adelante no se oirán más en ella llanto ni clamores. “No habrá allí niño nacido para pocos días ni anciano que no haya cumplido los suyos. Morir a los cien años será morir niño, y no llegar a los cien años será tenido por maldición… según los días de los árboles, serán los días de mi pueblo, y mis elegidos disfrutarán de las obras de sus manos. No se fatigarán en vano, ni darán a luz para una muerte prematura, sino que será la progenie bendita de Yavéh; así ellos como sus descendientes.” (Is 65, 19-24).
¿Los hombres llegarán entonces a vivir tantos años como los patriarcas antediluvianos? Si esto parece imposible a los ojos de los hombres, no así a los de Dios que lo anuncia y lo profetiza como una realidad maravillosa. Esta promesa está sellada con palabras proféticas de Yavéh: “El Señor es quien lo ha dicho, dice el salmista, y es cosa admirable a nuestros ojos.” (117, 23).
Se amansarán las fieras y no dañarán al hombre.
Cuando los hombres impíos hayan desaparecido, y “la tierra se halle llena del conocimiento del amor de Dios, entonces habitará el lobo con el cordero, el leopardo se acostará junto al cabrito; la osa y la vaca pacerán lado a lado y juntas acostarán sus crías. El león comerá paja con el buey, y el recién nacido meterá la mano en la madriguera del basilisco” (Is 11, 6-8).
Jamás se ha visto tal convivencia de animales mansos con las bestias más feroces y que estén sometidas al hombre como los demás animales domésticos y que no hagan daño a nadie… Pero esta promesa será una realidad para los tiempos venideros que se anuncian, porque en aquella época todo el mundo será purificado, no habrá impíos sobre la tierra (que sí pecadores), pues la iniquidad será destruida y todo el orbe estará lleno del conocimiento del Señor.
Entonces la paz y la justicia reinarán, y las “criaturas, liberadas de la servidumbre de la corrupción, participarán en la libertad de la gloria de los hijos de Dios.” (Rm 8, 21), porque la tierra quedará libre de la maldición a que Dios la sometió por el pecado. (Gen 3, 17). En efecto, San Pablo enseña que la naturaleza, al igual que el hombre, también está caída, es decir, que no está en su debido ser, sino en una situación de violencia, en situación antinatural; porque a ella también alcanzó la maldición del pecado original del hombre, del hombre que debió haber sido su dichoso, señor y amo. Por eso dice el Génesis con respecto al hombre: “Maldito sea este suelo por tu causa: con fatiga habrás de sacar de él los alimentos… espinas y abrojos tendrás en abundancia…” (3, 17-19).
La creación no es ahora entonces para el hombre lo que hubiera sido, de no haber ocurrido la caída de los primeros padres en el pecado.
Esta realidad de la creación entera, afectada penosamente por el pecado del hombre, es la que precisamente denuncia San Pablo cuando dice que la creación está ansiosa y desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. “La creación en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquél que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto” (Rm 8, 18-22).
Por lo tanto, el universo material, creado para el hombre, ha participado hasta hoy de las consecuencias del pecado original. Pero con motivo de la Parusía y la instauración del reino de Cristo en la tierra a plenitud, la tierra será liberada de esta miseria y le será devuelta a las condiciones primera en que Dios la creó. Esto es precisamente la regeneración que esperamos y que tiene como objetivo primordial restaurar o restituir al hombre, y luego como objetivo complementario, restaurar y restituir a todo lo demás. Y esta restitución vendrá como consecuencia del reino de Cristo en la que, como ya hemos explicado con anterioridad, se deberán de desarrollar unos nuevos cielos y una nueva tierra en los que more la justicia.
En conclusión de todo lo dicho, con este cielo nuevo y tierra nueva se cumple la manifestación del reino de Dios, que pedimos todos los días en el Padre Nuestro que venga a nosotros. Y en la culminación de este reino de Dios en la tierra, empezará la verdadera revelación de los hijos de Dios, y empezarán también los mil años de San Juan, el milenio, en cuyo principio ocurrirá la prisión del diablo con todas las circunstancias que se leen expresamente en el capítulo 20 de Apocalipsis. Este gran tiempo histórico que se va a desarrollar en el mundo coincidirá con la Parusía y, con esa efusión del Espíritu Santo en la que habrá de desarrollarse en la tierra un segundo Pentecostés. Ante este reino de Cristo, queda cada vez más claro por qué su Eterno Padre, lo constituyó, en cuanto a hombre, heredero de todo, sometido a Él todo principado, potestad y virtud y sujetas a este hombre-Dios todas las cosas. Aquí queda más claro el por qué de la grandeza del misterio del Verbo de Dios que se hizo hombre, el Hijo unigénito de Dios, por quien todo fue hecho y creado.


[1] La Didajé o Doctrina de los Apóstoles; Epístola de San Bernabé; San Papías, obispo de Hierópolis; San Justino, San Ireneo, Tertuliano, Nepote, obispo de Egipto; San Victorino, obispo y mártir; San Metódio, obispo de Olimpia y mártir; Commodiano, Lactancio, Quinto Julio Hilareano, San Zenón, obispo de Verona, San Ambrosio, y San Agustín

Luis Eduardo López Padilla

TOMADO DEL lIBRO: El Reino de Cristo

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