“la separación de la América española respecto de la
monarquía no fue una lucha anticolonial (…) A diferencia de los
británicos americanos, los españoles americanos no se rebelaron contra
la madre patria (…) los pueblos de la Península y del Nuevo Mundo se
opusieron de manera casi unánime a los franceses (…) de todos los reinos
de la Monarquía española, incluida España misma, sólo México permaneció
fiel a la cultura jurídica y política hispánica”
El siguiente texto es un extracto del ensayo titulado “México,
Estados Unidos y los países hispanoamericanos: Una visión comparativa de
la independencia”, del académico e
historiador Jaime Edmundo Rodríguez Ordóñez. Presentado inicialmente en
el congreso “México: 1808-1821”, organizado en el Colegio de México
(noviembre de 2007), y posteriormente publicado por el Instituto de
Estudios Latinoamericanos (Alcalá de Henares, Madrid) en mayo de 2008.
La América Española
Como he señalado en otro lugar, el proceso
que llevó a la separación de la América española respecto de la
monarquía no fue una lucha anticolonial. Lejos de ello, fue la
consecuencia de una gran revolución política que culminó en la disolución
de un sistema político mundial. La ruptura fue parte integral de un
proceso más amplio que estaba transformando las sociedades del Antiguo
Régimen en Estados nacionales modernos y liberales (Rodríguez, 2005a).
A diferencia de los británicos americanos,
los españoles americanos no se rebelaron contra la madre patria. En
lugar de ello, reaccionaron contra la invasión napoleónica de la
Península ibérica, contra la expulsión de la familia real española en
1808 y contra la imposición de José Bonaparte, hermano de Napoleón, como
rey de la Monarquía española. El rey usurpador, José I, no fue aceptado
como nuevo dirigente de la Monarquía, ya que simbolizaba a los “ateos”
franceses cuyas acciones habían puesto en peligro los fundamentos mismos
de la sociedad hispánica – la Iglesia, representante de Dios en la
Tierra, y al rey legítimo Fernando VII, que personificaba los derechos y
libertades hispánicos. Para que la
Monarquía española siguiera existiendo, se precisaban acciones
extraordinarias a fin de establecer un gobierno que expulsara a los
franceses y gobernara en nombre de Fernando VII hasta que éste quedara
libre y regresara al trono. Aun cuando en un principio las autoridades
principales y algunos miembros de la burocracia real, la nobleza y el
alto clero, así como los militares aceptaron a José Bonaparte como rey,
el pueblo, un nuevo actor político, no hizo lo mismo. El 2 de
mayo de 1808, los residentes de Madrid expulsaron a las tropas francesas
fuera de la capital. Su victoria momentánea desató una serie de
acontecimientos políticos y militares que transformaron el mundo
hispánico. Cada provincia formó una junta regional para gobernar. Y cada
junta provincial invocó el principio legal hispánico según el cual, en
ausencia del rey, la soberanía recaía en el pueblo, así que cada junta
actuó como si fuera una nación independiente (Artola, 1968, pp. 68).
Después de dos siglos, hemos llegado a
aceptar que las consecuencias de la Revolución francesa fueron
benéficas. Sin embargo, en aquella época los pueblos hispánicos
relacionaban el movimiento francés con los excesos revolucionarios: el
terror, el ateísmo, el anticlericalismo y un nuevo y virulento
imperialismo que había subyugado de manera brutal a otros pueblos
europeos. Lejos de brindar oportunidades para la democracia y el
progreso, los franceses encarnaban todo aquello que los pueblos de
España y América temían. El sistema francés suponía en realidad una
mayor centralización y exacciones económicas aún más fuertes respecto de
lo que exigían las reformas borbónicas. Como lo hiciera notar el
canónigo Antonio Joaquín Pérez, el triunfo de Napoleón Bonaparte
resultaría “en la pérdida universal de nuestra religión, de nuestras
leyes, de nuestras costumbres y propiedades, se comprendería, antes que
todo, nuestra libertad, la dichosa libertad en que los Reyes de España
nos mantienen…” (Connaughton, 2001, pp. 76).
Aunque las élites gobernantes de España
hubieran capitulado, los pueblos de la Península y del Nuevo Mundo se
opusieron de manera casi unánime a los franceses. La amenaza externa
acentuaba los factores que los unían: una fe, una monarquía, una cultura
general y una sociedad en crisis. Como lo dijera Simón Bolívar: “El
hábito de la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de
religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y
la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra
esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión
que parecía eterno” (Romero y Romero, 1977, volumen II, pp.84). Tanto
los peninsulares como los españoles americanos eran miembros de lo que
pronto se conocería como “la Nación española”, una nación formada por
los reinos de la Península y de ultramar. Puesto que todas las regiones
de la Monarquía española compartían la misma cultura política general,
todos los grupos –incluidos los americanos– justificaron sus acciones
recurriendo a los mismos principios y a un lenguaje casi idéntico. Las
personas a ambos lados del Atlántico abrevaron de conceptos comunes y
buscaron soluciones parecidas a la crisis en proceso. Inspirados en los
fundamentos legales de la monarquía, casi todos concordaban en que, en
ausencia del rey, la soberanía debía recaer en el pueblo, quien poseía
la autoridad y la responsabilidad de defender a la nación (Rodríguez,
2005a, pp. 106-118).
La experiencia hispanoamericana, empero, no
fue uniforme. Existieron muchas diferencias entre los procesos que
derivaron en la separación de los reinos de la América española respecto
de la monarquía, pero la experiencia de Nueva España / México fue la
más compleja, y aún hoy tenemos una pobre concepción de ella. Luis
Villoro expresó dicha complejidad y confusión en 1953, cuando afirmó:
Pocas revoluciones presentan… las paradojas
que nos ofrece nuestra Guerra de Independencia. Nos encontramos con que
muchos de los precursores del movimiento se transforman en sus acérrimos
enemigos en el instante mismo que estalla; con que no consuman la
Independencia quienes la proclamaron, sino sus antagonistas, y, por
último, con que el mismo partido revolucionario ocasiona la pérdida de
los consumadores de la Independencia (Villoro, 1977, pp. 13).
De entre las naciones del mundo hispánico,
la experiencia de México fue singular. No sólo debido a sus grandes
insurgencias, sino porque de todos los reinos de la Monarquía española,
incluida España misma, sólo México permaneció fiel a la cultura jurídica
y política hispánica. A decir verdad, la Constitución de la República
Federal Mexicana, la Constitución de 1824, puede considerarse como la
culminación de la gran Revolución hispánica que estallara en 1808. Los
insurgentes mismos señalaron este hecho en 1810, cuando en la primera
edición del primer periódico insurgente, El despertador Americano,
declararon: “Nosotros somos ahora los verdaderos Españoles… los que
sucedemos legítimamente en todos los derechos de los subyugados
[peninsulares]”.
Para comprender la extraordinaria
experiencia de Nueva España, resulta útil situarla dentro del contexto
de los acontecimientos que tenían lugar en la Península ibérica y
comparar lo sucedido en el virreinato del norte con las experiencias de
los reinos hispánicos de América del Sur.
Las noticias sobre los dramáticos sucesos en
España –la abdicación de Carlos IV a favor de Fernando VII; el
levantamiento del pueblo de Madrid el dos de mayo; la abdicación de la
familia real en Bayona; el nombramiento de José Bonaparte como rey de la
monarquía; así como la creación de juntas de gobierno autónomas en
España– llegaron a los puertos americanos del Atlántico en junio, julio y
agosto. La situación desconcertó tanto a las autoridades reales como a
los habitantes en general. ¿Quién gobernaba ahora la Monarquía española?
¿A quién había que obedecer, si es que a alguien debía obedecerse? ¿Qué
habría que hacer? Los americanos de todas las razas y clases estaban de
acuerdo en expresar su fidelidad a Fernando VII, su rechazo a Napoleón y
su determinación a defender su fe y sus patrias de la avanzada
francesa.
Los ayuntamientos de América del Sur
expresaron de inmediato su lealtad y apoyo a la Monarquía española. En
septiembre de 1808, el Ayuntamiento de Santiago de Chile, por ejemplo,
declaró: “La lealtad de los habitantes de Chile en nada degenera de la
de sus padres… Sólo queremos ser españoles y la dominación de nuestro
incomparable rey” (Collier, 1967, pp. 50). El 22 de noviembre de 1808,
el Ayuntamiento de Guayaquil accedió a enviar comisionarios “a los
pueblos de… esta provincia” con el fin de obtener ayuda para “nuestros
hermanos españoles que se hallan peleando por la defensa de
nuestra Religión Santa y del Rey legítimo que nos ha dado la 4
Providencia”. Los ayuntamientos de otras ciudades capitales y de pueblos
más pequeños a lo largo y ancho de América del Sur también expresaron
su compromiso con la fe, el rey y la patria, y recaudaron fondos para
apoyar la lucha de las fuerzas españolas contra los franceses
(Rodríguez, 2003a, pp. 129-168).
Aunque en el verano de 1808 las juntas
españolas lograron una victoria en Bailén, obligando a un ejército
napoleónico a rendirse por primera vez, y aunque la heroica defensa de
Zaragoza electrizó a los pueblos sojuzgados de Europa, resultaba
evidente que el país no podría sobrevivir si su gobierno permanecía
fragmentado. La necesidad de una defensa unificada llevó a la
organización de una junta nacional de gobierno, la Junta Suprema Central
y Gubernativa de España e Indias, que se reunió por vez primera en
Aranjuez, el 25 de septiembre de 1808 (Artola, 1959, volumen I, pp.
145-226; Lovett, 1965, volumen I, pp. 85-298).
En apariencia, la creación de la Junta
Central como gobierno de defensa nacional brindó una solución a la
crisis de la monarquía. Dicho organismo reconoció, tal como lo pedían
los americanos, que los territorios de ultramar no eran colonias sino
reinos, que constituían partes iguales e integrales de la Monarquía
española, y que poseían el derecho a la representación en un gobierno
nacional, algo que ninguna otra nación europea había concedido a sus
posesiones. Las elecciones de 1809 constituyeron un paso importante en
la formación de un gobierno moderno representativo para toda la Nación
española. Por primera vez en el Nuevo Mundo se organizaron comicios para
elegir a los representantes de un gobierno unificado para España y
América.
Antes de que los recién electos diputados
pudieran integrarse a la Junta Central, los franceses renovaron sus
esfuerzos por conquistar la Península. Las decisivas victorias francesas
de 1809 destruyeron el frágil equilibrio establecido por la Junta. Las
noticias sobre es tas calamidades atemorizaron a los americanos, y
muchos de ellos creían ya que España no sobreviviría como entidad
independiente. No es de sorprender, por ende, que en 1809, al mismo
tiempo que los habitantes del Nuevo Mundo elegían a sus representantes a
la Junta Central, estallaran una serie de movimientos autonomistas en
todo el continente. Los dos primeros surgieron en los dos reinos
sudamericanos a los que no les fue concedida una representación
individual a la Junta Central debido a que no eran capitanías generales
independientes, sino audiencias que respondían a los virreinatos de Río
de la Plata y Nueva Granada respectivamente. El primer movimiento
estalló en Charcas, en los meses de mayo y junio, y el segundo en Quito,
en el mes de agosto. En su Manifiesto al Pueblo de Quito, la
Junta de Quito afirmaba que los franceses estaban a punto de conquistar
la Península. Por eso, el organismo “Juró por su Rey y Señor Fernando
VII, conservar pura la Religión de sus Padres, defender y procurar la
felicidad de la Patria, y derramar toda su 5 sangre por tan sagrados
motivos” . Las autoridades reales desintegraron rápidamente estos
movimientos, que no contaron con el apoyo de las otras provincias de sus
reinos (Roca, 1998; Rodríguez, 2006).
En la Península, la Junta Central, incapaz
de detener el avance de los franceses, se retiró a Sevilla, después a
Cádiz y finalmente a la Isla de León, el último resquicio de España
libre de la dominación francesa gracias a los cañones de la armada
británica. El 29 de enero de 1810, la Junta, sitiada, nombró a un
Consejo de Regencia para gobernar la nación y giró instrucciones para
que el nuevo organismo convocara a Cortes y a continuación se disolvió.
Las ciudades capitales de diversos reinos de América del Sur, creyendo
que España estaba perdida, se rehusaron a reconocer la legitimidad del
nuevo gobierno. Estas ciudades decidieron que había llegado el momento
de establecer un gobierno autónomo en sus territorios. Sin embargo,
algunas de sus capitales de provincia no estaban de acuerdo.
Surgieron así dos grandes movimientos en el
mundo hispánico: por un lado, una gran revolución política que pretendía
transformar la Monarquía española en un Estado nacional moderno con la
constitución más radical del siglo XIX, y por el otro, una serie de
insurgencias que recurrían a la fuerza para asegurar la autonomía local o
el gobierno propio. Estos dos procesos simultáneos influyeron el uno
sobre el otro y se alteraron mutuamente de diversas maneras. Ninguno de
los dos puede ser comprendido de manera aislada.