Peregrinos del Absoluto - Templarios de Dios

domingo, 15 de septiembre de 2019

“Nosotros somos ahora los verdaderos españoles”

“la separación de la América española respecto de la monarquía no fue una lucha anticolonial (…) A diferencia de los británicos americanos, los españoles americanos no se rebelaron contra la madre patria (…) los pueblos de la Península y del Nuevo Mundo se opusieron de manera casi unánime a los franceses (…) de todos los reinos de la Monarquía española, incluida España misma, sólo México permaneció fiel a la cultura jurídica y política hispánica”

La Cruz de Borgoña o San Andrés, símbolo vexicológico no sólo del Virreinato de Nueva España (México) sino de la unidad política de toda Hispanoamérica durante más de trescientos años.
El siguiente texto es un extracto del ensayo titulado “México, Estados Unidos y los países hispanoamericanos: Una visión comparativa de la independencia”, del académico e historiador Jaime Edmundo Rodríguez Ordóñez. Presentado inicialmente en el congreso “México: 1808-1821”, organizado en el Colegio de México (noviembre de 2007), y posteriormente publicado por el Instituto de Estudios Latinoamericanos (Alcalá de Henares, Madrid) en mayo de 2008.

La América Española


Como he señalado en otro lugar, el proceso que llevó a la separación de la América española respecto de la monarquía no fue una lucha anticolonial. Lejos de ello, fue la consecuencia de una gran revolución política que culminó en la disolución de un sistema político mundial. La ruptura fue parte integral de un proceso más amplio que estaba transformando las sociedades del Antiguo Régimen en Estados nacionales modernos y liberales (Rodríguez, 2005a).
A diferencia de los británicos americanos, los españoles americanos no se rebelaron contra la madre patria. En lugar de ello, reaccionaron contra la invasión napoleónica de la Península ibérica, contra la expulsión de la familia real española en 1808 y contra la imposición de José Bonaparte, hermano de Napoleón, como rey de la Monarquía española. El rey usurpador, José I, no fue aceptado como nuevo dirigente de la Monarquía, ya que simbolizaba a los “ateos” franceses cuyas acciones habían puesto en peligro los fundamentos mismos de la sociedad hispánica – la Iglesia, representante de Dios en la Tierra, y al rey legítimo Fernando VII, que personificaba los derechos y libertades hispánicos. Para que la Monarquía española siguiera existiendo, se precisaban acciones extraordinarias a fin de establecer un gobierno que expulsara a los franceses y gobernara en nombre de Fernando VII hasta que éste quedara libre y regresara al trono. Aun cuando en un principio las autoridades principales y algunos miembros de la burocracia real, la nobleza y el alto clero, así como los militares aceptaron a José Bonaparte como rey, el pueblo, un nuevo actor político, no hizo lo mismo. El 2 de mayo de 1808, los residentes de Madrid expulsaron a las tropas francesas fuera de la capital. Su victoria momentánea desató una serie de acontecimientos políticos y militares que transformaron el mundo hispánico. Cada provincia formó una junta regional para gobernar. Y cada junta provincial invocó el principio legal hispánico según el cual, en ausencia del rey, la soberanía recaía en el pueblo, así que cada junta actuó como si fuera una nación independiente (Artola, 1968, pp. 68).

Después de dos siglos, hemos llegado a aceptar que las consecuencias de la Revolución francesa fueron benéficas. Sin embargo, en aquella época los pueblos hispánicos relacionaban el movimiento francés con los excesos revolucionarios: el terror, el ateísmo, el anticlericalismo y un nuevo y virulento imperialismo que había subyugado de manera brutal a otros pueblos europeos. Lejos de brindar oportunidades para la democracia y el progreso, los franceses encarnaban todo aquello que los pueblos de España y América temían. El sistema francés suponía en realidad una mayor centralización y exacciones económicas aún más fuertes respecto de lo que exigían las reformas borbónicas. Como lo hiciera notar el canónigo Antonio Joaquín Pérez, el triunfo de Napoleón Bonaparte resultaría “en la pérdida universal de nuestra religión, de nuestras leyes, de nuestras costumbres y propiedades, se comprendería, antes que todo, nuestra libertad, la dichosa libertad en que los Reyes de España nos mantienen…” (Connaughton, 2001, pp. 76).

Aunque las élites gobernantes de España hubieran capitulado, los pueblos de la Península y del Nuevo Mundo se opusieron de manera casi unánime a los franceses. La amenaza externa acentuaba los factores que los unían: una fe, una monarquía, una cultura general y una sociedad en crisis. Como lo dijera Simón Bolívar: “El hábito de la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno” (Romero y Romero, 1977, volumen II, pp.84). Tanto los peninsulares como los españoles americanos eran miembros de lo que pronto se conocería como “la Nación española”, una nación formada por los reinos de la Península y de ultramar. Puesto que todas las regiones de la Monarquía española compartían la misma cultura política general, todos los grupos –incluidos los americanos– justificaron sus acciones recurriendo a los mismos principios y a un lenguaje casi idéntico. Las personas a ambos lados del Atlántico abrevaron de conceptos comunes y buscaron soluciones parecidas a la crisis en proceso. Inspirados en los fundamentos legales de la monarquía, casi todos concordaban en que, en ausencia del rey, la soberanía debía recaer en el pueblo, quien poseía la autoridad y la responsabilidad de defender a la nación (Rodríguez, 2005a, pp. 106-118).

La experiencia hispanoamericana, empero, no fue uniforme. Existieron muchas diferencias entre los procesos que derivaron en la separación de los reinos de la América española respecto de la monarquía, pero la experiencia de Nueva España / México fue la más compleja, y aún hoy tenemos una pobre concepción de ella. Luis Villoro expresó dicha complejidad y confusión en 1953, cuando afirmó:
Pocas revoluciones presentan… las paradojas que nos ofrece nuestra Guerra de Independencia. Nos encontramos con que muchos de los precursores del movimiento se transforman en sus acérrimos enemigos en el instante mismo que estalla; con que no consuman la Independencia quienes la proclamaron, sino sus antagonistas, y, por último, con que el mismo partido revolucionario ocasiona la pérdida de los consumadores de la Independencia (Villoro, 1977, pp. 13).

                                                 Escribió Bolívar: “El hábito de la obediencia; un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España”

De entre las naciones del mundo hispánico, la experiencia de México fue singular. No sólo debido a sus grandes insurgencias, sino porque de todos los reinos de la Monarquía española, incluida España misma, sólo México permaneció fiel a la cultura jurídica y política hispánica. A decir verdad, la Constitución de la República Federal Mexicana, la Constitución de 1824, puede considerarse como la culminación de la gran Revolución hispánica que estallara en 1808. Los insurgentes mismos señalaron este hecho en 1810, cuando en la primera edición del primer periódico insurgente, El despertador Americano, declararon: “Nosotros somos ahora los verdaderos Españoles… los que sucedemos legítimamente en todos los derechos de los subyugados [peninsulares]”.

Para comprender la extraordinaria experiencia de Nueva España, resulta útil situarla dentro del contexto de los acontecimientos que tenían lugar en la Península ibérica y comparar lo sucedido en el virreinato del norte con las experiencias de los reinos hispánicos de América del Sur.
Las noticias sobre los dramáticos sucesos en España –la abdicación de Carlos IV a favor de Fernando VII; el levantamiento del pueblo de Madrid el dos de mayo; la abdicación de la familia real en Bayona; el nombramiento de José Bonaparte como rey de la monarquía; así como la creación de juntas de gobierno autónomas en España– llegaron a los puertos americanos del Atlántico en junio, julio y agosto. La situación desconcertó tanto a las autoridades reales como a los habitantes en general. ¿Quién gobernaba ahora la Monarquía española? ¿A quién había que obedecer, si es que a alguien debía obedecerse? ¿Qué habría que hacer? Los americanos de todas las razas y clases estaban de acuerdo en expresar su fidelidad a Fernando VII, su rechazo a Napoleón y su determinación a defender su fe y sus patrias de la avanzada francesa.

Los ayuntamientos de América del Sur expresaron de inmediato su lealtad y apoyo a la Monarquía española. En septiembre de 1808, el Ayuntamiento de Santiago de Chile, por ejemplo, declaró: “La lealtad de los habitantes de Chile en nada degenera de la de sus padres… Sólo queremos ser españoles y la dominación de nuestro incomparable rey” (Collier, 1967, pp. 50). El 22 de noviembre de 1808, el Ayuntamiento de Guayaquil accedió a enviar comisionarios “a los pueblos de… esta provincia” con el fin de obtener ayuda para “nuestros hermanos españoles que se hallan peleando por la defensa de nuestra Religión Santa y del Rey legítimo que nos ha dado la 4 Providencia”. Los ayuntamientos de otras ciudades capitales y de pueblos más pequeños a lo largo y ancho de América del Sur también expresaron su compromiso con la fe, el rey y la patria, y recaudaron fondos para apoyar la lucha de las fuerzas españolas contra los franceses (Rodríguez, 2003a, pp. 129-168).
Aunque en el verano de 1808 las juntas españolas lograron una victoria en Bailén, obligando a un ejército napoleónico a rendirse por primera vez, y aunque la heroica defensa de Zaragoza electrizó a los pueblos sojuzgados de Europa, resultaba evidente que el país no podría sobrevivir si su gobierno permanecía fragmentado. La necesidad de una defensa unificada llevó a la organización de una junta nacional de gobierno, la Junta Suprema Central y Gubernativa de España e Indias, que se reunió por vez primera en Aranjuez, el 25 de septiembre de 1808 (Artola, 1959, volumen I, pp. 145-226; Lovett, 1965, volumen I, pp. 85-298).

En apariencia, la creación de la Junta Central como gobierno de defensa nacional brindó una solución a la crisis de la monarquía. Dicho organismo reconoció, tal como lo pedían los americanos, que los territorios de ultramar no eran colonias sino reinos, que constituían partes iguales e integrales de la Monarquía española, y que poseían el derecho a la representación en un gobierno nacional, algo que ninguna otra nación europea había concedido a sus posesiones. Las elecciones de 1809 constituyeron un paso importante en la formación de un gobierno moderno representativo para toda la Nación española. Por primera vez en el Nuevo Mundo se organizaron comicios para elegir a los representantes de un gobierno unificado para España y América.

Antes de que los recién electos diputados pudieran integrarse a la Junta Central, los franceses renovaron sus esfuerzos por conquistar la Península. Las decisivas victorias francesas de 1809 destruyeron el frágil equilibrio establecido por la Junta. Las noticias sobre es tas calamidades atemorizaron a los americanos, y muchos de ellos creían ya que España no sobreviviría como entidad independiente. No es de sorprender, por ende, que en 1809, al mismo tiempo que los habitantes del Nuevo Mundo elegían a sus representantes a la Junta Central, estallaran una serie de movimientos autonomistas en todo el continente. Los dos primeros surgieron en los dos reinos sudamericanos a los que no les fue concedida una representación individual a la Junta Central debido a que no eran capitanías generales independientes, sino audiencias que respondían a los virreinatos de Río de la Plata y Nueva Granada respectivamente. El primer movimiento estalló en Charcas, en los meses de mayo y junio, y el segundo en Quito, en el mes de agosto. En su Manifiesto al Pueblo de Quito, la Junta de Quito afirmaba que los franceses estaban a punto de conquistar la Península. Por eso, el organismo “Juró por su Rey y Señor Fernando VII, conservar pura la Religión de sus Padres, defender y procurar la felicidad de la Patria, y derramar toda su 5 sangre por tan sagrados motivos” . Las autoridades reales desintegraron rápidamente estos movimientos, que no contaron con el apoyo de las otras provincias de sus reinos (Roca, 1998; Rodríguez, 2006).
En la Península, la Junta Central, incapaz de detener el avance de los franceses, se retiró a Sevilla, después a Cádiz y finalmente a la Isla de León, el último resquicio de España libre de la dominación francesa gracias a los cañones de la armada británica. El 29 de enero de 1810, la Junta, sitiada, nombró a un Consejo de Regencia para gobernar la nación y giró instrucciones para que el nuevo organismo convocara a Cortes y a continuación se disolvió. Las ciudades capitales de diversos reinos de América del Sur, creyendo que España estaba perdida, se rehusaron a reconocer la legitimidad del nuevo gobierno. Estas ciudades decidieron que había llegado el momento de establecer un gobierno autónomo en sus territorios. Sin embargo, algunas de sus capitales de provincia no estaban de acuerdo.

Surgieron así dos grandes movimientos en el mundo hispánico: por un lado, una gran revolución política que pretendía transformar la Monarquía española en un Estado nacional moderno con la constitución más radical del siglo XIX, y por el otro, una serie de insurgencias que recurrían a la fuerza para asegurar la autonomía local o el gobierno propio. Estos dos procesos simultáneos influyeron el uno sobre el otro y se alteraron mutuamente de diversas maneras. Ninguno de los dos puede ser comprendido de manera aislada.
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